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AUTORES DEL DÍA 2020

Autor del 11 de Marzo

AUTOR DEL 15 DE ABRIL
Tomas Tranströmer.
Retrato de mujer, siglo XIX. 

La voz se asfixia bajo la ropa. Sus ojos
siguen al gladiador. Luego ella
está en la arena, también. ¿Es libre? Un marco dorado encierra el cuadro.


Retrato de mujer, siglo XIX. 
Tomas Tranströmer.

Versión de Francisco Serrano a partir de las traducciones de R. Fulton y J. Outin.

 

***

Tomas Tranströmer.
Air mail.

En busca de un buzón
llevaba la carta por la ciudad.
La mariposa extraviada revoloteaba
en el inmenso bosque de piedra y hormigón.
La alfombra voladora del timbre postal
las letras titubeantes de la dirección
más mi propia verdad sellada
planean ahora por encima del océano.
La deslizante plata del Atlántico.
Las barreras de nubes. La barca de pescar
como un hueso de aceituna que uno escupe.
Y la pálida cicatriz de la estela.
El trabajo avanza lentamente aquí abajo.
Echo ojeadas frecuentes al reloj.
En el silencio ávido
las sombras de los árboles son números oscuros.
La verdad yace en el suelo
pero nadie se atreve a levantarla.
La verdad está en la calle.
Y nadie la hace suya.


Air mail.
Tomas Tranströmer.

Versión de Francisco Serrano a partir de las traducciones de R. Fulton y J. Outin.


***

Tomas Tranströmer.
El cielo inacabado.

El abatimiento detiene su curso
La angustia detiene su curso
El buitre frena su vuelo.
Fogosa, la luz fluye,
incluso los fantasmas le dan un trago.
Y nuestros cuadros en el día,
nuestras bestias rojas de los talleres de la era glacial.
Todo comienza a ver alrededor.
Caminamos por cientos bajo el sol.
Cada hombre es una puerta entreabierta
que da a una sala para todos.
El suelo interminable bajo nuestros pies.
El agua brilla entre los árboles.
El lago es una ventana a la tierra.


El cielo inacabado.
Tomas Tranströmer.

Versión de Francisco Serrano a partir de las traducciones de R. Fulton y J. Outin.


***

Tomas Tranströmer.
Abril y silencio.

La primavera desolada.
Una zanja de terciopelo negro
repta a mi lado
sin reflejarse.
Las únicas que brillan
son estas flores gualdas.
Mi sombra me lleva
como un violín
en su estuche negro.
Todo lo que quería decir
reluce inaccesible
como la plata
en casa del usurero.


Abril y silencio.
Tomas Tranströmer.

Versión de Francisco Serrano a partir de las traducciones de R. Fulton y J. Outin.

AUTOR DEL 8 DE ABRIL
John Fante.
Uno de los nuestros.

I
Mi madre acababa de llevarse a la cocina los últimos platos de la cena cuando sonó el timbre. Todos nos levantamos como fieles en misa y corrimos a ver quién era. Mike llegó a la puerta el primero. La abrió de golpe y pegamos la nariz contra el cancel. Al otro lado había un joven uniformado con la gorra en la mano y un telegrama dentro de la gorra.
—Telegrama para Maria Toscana —dijo.
—¡Un telegrama, papá! —gritó Mike—. ¡Alguien se ha muerto! ¡Alguien se ha muerto!
A casa sólo llegaban telegramas cuando algún familiar pasaba a mejor vida. Había ocurrido tres veces desde que yo había nacido. Una vez fue por la muerte de mi abuelo, otra por la de mi abuela y la última por la de un tío. Sin embargo, una vez llegó un telegrama a casa por error. Lo encontramos debajo de la puerta una noche que volvimos tarde. Todos nos quedamos muy sorprendidos, pues contenía una felicitación de cumpleaños para una señora llamada Elsie, a quien ninguno de nosotros conocía. Pero lo más sorprendente de aquel telegrama fue que no comunicara una muerte. Hasta entonces no se nos había ocurrido pensar que un telegrama pudiera tener otros usos.
Cuando mi padre oyó los gritos de Mike, soltó la servilleta y retiró la silla. Los que estábamos en la puerta brincábamos de un lado a otro llenos de nerviosismo. Paralizada por la ansiedad, mamá se quedó en la cocina. Mi padre avanzó haciéndose el importante hacia la puerta y, como un hombre que se hubiera pasado la vida firmando la recepción de telegramas, firmó la recepción de aquél. Lo vimos rasgar el sobre amarillo y separar el papel lo suficiente para leer al mensaje que iba dentro. Nos miró ceñudo y se dirigió al centro de la sala, bajo la lámpara. Puso el mensaje en alto, casi por encima de su cabeza. Ni siquiera dando saltos podíamos llegar a él y mi hermano pequeño, Tony, que era un renacuajo y demasiado pequeño para saber leer, se subió por un costado de mi padre como si fuera un árbol. Mi padre dio una sacudida y Tony cayó al suelo.
—¿Quién se ha muerto? —preguntó—. ¿Quién se ha muerto?
—Tranquilos, tranquilos —dijo mi padre, como si hablara con perros inquietos—. Callaos. Calma, calma.
Entornando los ojos, dobló el ominoso papel amarillo y volvió a la mesa. Fuimos tras él. Nos dijo que nos fuéramos, pero nos apiñamos a su espalda, y Tony subió por los travesaños de la silla y le metió los dedos por el cuello de la camisa. Mi madre estaba en la puerta de la cocina mordiéndose el labio. La preocupación le contraía el rostro. Se retorcía sin parar las manos; que parecían gatitos debajo del delantal de cuadros.
Aguardamos sin aliento. Sin aliento nos esforzamos por adivinar a quién se referirían las tristes noticias. Esperábamos que no fuera nuestra tía Louise, porque siempre nos enviaba unos regalos maravillosos por Navidad. No nos importaba que fuera la tía Teresa, porque ¿qué hacía de bueno cuando llegaba Navidad? Nada de nada. Lo único que recibíamos de ella era una postal de felicitación, que sabíamos que sólo le costaba un centavo, porque era exactamente igual que las que compraba mamá. Si había muerto, se lo merecía por ser tan tacaña.
Papá se nos sacudió de encima. Nos dijo subrayando mucho las palabras que volviéramos a nuestros sitios. Mi madre ocupó su silla en silencio. Detrás de la mano que tenía en la cara, entre los dedos abiertos, se veía su preocupación, como mujer que reuniese fuerzas para afrontar una terrible prueba. Tenía muchos hermanos y hermanas que no había visto desde la niñez, pues se había casado muy joven. Nos dimos cuenta de que la mente de papá iba de un lado a otro en busca de la mejor y más rápida forma de asestar el duro golpe cuando se veía a la legua que mi madre estaba preparada para recibirlo. En realidad, no dejaba de mirarlo con los ojos muy abiertos.
—¿Quién es, Guido? —preguntó—. ¿Quién ha sido?
—Clito —dijo—. El chico de tu hermana Carlotta.
—¿Muerto?
—En un accidente. Lo atropellaron. Y murió.
Durante un largo rato de silencio, mi madre se quedó sentada como una estatua vestida de vichy. Luego levantó el rostro hasta el lugar en que ella creía que se encontraba la vida eterna. Estiró los labios como si diera un beso de despedida. Tenía la expresión demasiado angustiada para mantener los ojos abiertos.
—Sé que su almita es hermosa a los ojos de Dios —susurró.
Era primo nuestro, el único hijo del tío Frank y la tía Carlotta, la hermana mayor de mi madre. Vivían en Denver, a cuarenta y cinco kilómetros al sur de nuestra pequeña población. Clito sólo tenía un día más que nuestro Mike, el mayor de la generación más joven, después de mí. Clito y Mike habían nacido en el mismo hospital de Denver, hacía diez años. El mismo médico los había traído al mundo y, ¡cosa asombrosa!, los dos niños eran notablemente parecidos en la cara y en el tipo. Los miembros de nuestro desperdigado clan siempre se habían referido a ellos llamándolos «los gemelos», pues eran inseparables cuando nuestra familia vivía entre los italianos de North Denver tres años antes y, aunque discutían a menudo, parecía haber entre ellos un parentesco más cercano que entre Mike y yo o que entre Mike y Tony. Pero hacía tres años nuestra familia se había mudado a la pequeña ciudad de las montañas y Mike no había visto a su primo desde entonces.
Tal fue el motivo de que, en el silencio que siguió a lo que dijo mi padre, mi madre mirase tan apasionadamente, tan posesivamente a Mike, y sus ojos comenzaran a desplazarse con lentitud, a vagar por el espacio. Mike sintió aquella mirada. Era demasiado joven para darse cuenta del trágico significado de la muerte de Clito, pero sintió los ojos de mi madre sobre él, como si quisieran atraerlo hacia ellos, y empezó a moverse inquieto en la silla, mirando a mi padre en busca de claridad y apoyo. Mi madre corrió la silla y fue a su dormitorio. La oímos acostarse y luego la oímos llorar.
—Apuesto a que Clito está en el cielo —dijo Mike—. Apuesto a que no ha tenido que pasar por el purgatorio.
—Seguro —dijo mi padre—. Era un buen chico. Se fue directamente al cielo.
Mi madre llamó desde el dormitorio.
—Mike —gritó—, ven aquí con la mamma.
Mike no quería dejar la mesa. Pero miró a mi padre, que asintió con la cabeza, y se levantó y se fue vacilando. Oímos a mi madre arrastrarlo a su lado, en la cama, y luego oímos los húmedos y sonoros besos que le daba en la cara y en el cuello. Oímos el chasquido de los labios al besar y los gemidos posesivos de mi madre.
—¡Pero no me ha pasado a mí! —decía Mike—. ¡Mira! No estoy muerto.
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios Todopoderoso!
Cuando mi padre dejó la mesa, el telegrama quedó abierto en su sitio, con una punta metida en el cuenco de la ensalada, el papel amarillo absorbiendo aceite como si fuera un secante. Los chicos nos arrojamos sobre él. Yo lo cogí primero y lo levanté con el brazo estirado, fuera del alcance de los dedos de mi hermana Clara, que estaba de puntillas. Me subí a la silla de mi padre y alcé el papel casi hasta el techo. Mi hermana se subió a la silla de al lado. Manteniéndolo por encima de la cabeza, leí el mensaje mientras ella se colgaba de mí y Tony me tiraba de los pantalones con ánimo de destronarme.
—¡Déjame leerlo! —gritaba.
—¡Tú eres tonto! —dijo Clara—. ¡Aún no sabes leer! ¡Ni siquiera vas a la escuela!
—Sí que sé. ¡Tú no lo sabes todo, vamos!
El mensaje decía: «Clito en bicicleta atropellado por camión. Muerto cuatro tarde. Entierro domingo quince horas».
Lo dejé escapar y cayó al suelo trazando espirales. Clara y Tony se arrojaron sobre él y al momento quedó hecho trizas, desparramado por el suelo. El alboroto atrajo a mi madre y a Mike, que salieron corriendo del dormitorio. Mi madre vio los trozos del telegrama desperdigados y, secándose los ojos con el borde del delantal, dijo:
—No llegué a verlo. ¿Cómo murió?
—Fue atropellado por una bicicleta —dije.
Mi padre estaba en la habitación delantera, leyendo el periódico.
—No —me corrigió—. El chico fue atropellado por un camión.
—No, no fue así —dije—. Chocó contra el camión.
—El camión chocó contra él.
Así, con constantes interrupciones, perdimos por completo la noción de lo que había ocurrido realmente. Al poco, yo insistía en que nuestro Clito iba montado en la caja del camión, con la bicicleta al lado, y que se había caído cuando el camión pasó por un bache de la carretera. Mi padre estaba igual de equivocado. Había dicho que el pequeño Clito había sido derribado y muerto por un hombre montado en bicicleta. Nos pusimos a hacer una suposición tras otra. Incluso Tony tenía una interpretación propia. Insistió en que él también había leído el telegrama, pero dijo que a Clito lo había matado un aviador alemán que lanzaba bombas desde un avión. En medio de la confusión, nadie tenía nada mejor que ofrecer.
Entonces Clara dijo:
—Quizá estéis todos equivocados. Quizá fue atropellado por una moto.
Mi madre, ya desesperada, preguntó si decía algo del entierro.
—El martes.
—El lunes.
—El viernes.
—¿No era el domingo? —dijo Clara.
Mientras discutíamos sin ton ni son, mi madre y Mike recogieron los trozos de papel amarillo y los ordenaron sobre la mesa.

II
Mi madre no quiso dejar salir a Mike después de cenar. Los demás nos fuimos, pero Mike tuvo que quedarse en la cocina con ella. Desde allí nos oía gritar en el patio delantero, y lloraba y daba patadas al horno, pero mi madre nunca se había mostrado tan firme. Incluso mi padre estaba sorprendido. Cuando entró en la cocina para decirle que se estaba portando como una chiflada y una insensata, mi madre se volvió hacia él, llorando todavía, y le dijo que volviera a su periódico y se ocupara de sus propios asuntos. Chupando un palillo, mi padre miró al suelo, se encogió de hombros y volvió a su lectura.
—Pero, mamá —repetía Mike—. ¡Yo no soy el que se ha muerto! ¿Lo entiendes?
—Gracias a Dios. Gracias a Dios Todopoderoso.
Aquella noche vinieron a casa el tío Giuseppe y la tía Christina. La tía Christina era la hermana menor de mi madre y de la tía Carlotta. Ella también había recibido un telegrama. Mi madre, que había estado fregando los platos, se secaba las manos cuando vio a Christina entrar por la puerta delantera, y las dos mujeres se fundieron en un abrazo en el comedor y se quedaron allí, llorando. Mi madre apoyó la nariz en el hombro de la tía Christina y sollozó, y la tía Christina lloraba y acariciaba el pelo de mamá.
—¡Pobre Carlotta! —decían—. ¡Pobre Carlotta!
Nadie vigilaba a Mike, que seguía en la cocina. El muchacho vio su oportunidad y salió a hurtadillas por la puerta trasera. Dio la vuelta a la casa corriendo y se reunió con nosotros en el patio delantero. Nuestros primos, los dos hijos de la tía Christina, habían llegado con ella, así que todos nos pusimos a jugar a la maya.
Mi madre se olvidó de Mike. Ella, mi padre, la tía Christina y el tío Giuseppe se sentaron en la sala delantera y se pusieron a hablar de la muerte de Clito. Las dos mujeres se sentaron juntas en sendas mecedoras. Mi madre aún llevaba en la mano el paño de secar los platos y sus lágrimas caían sobre él. La tía Christina lloraba sobre un pañuelito verde que olía a claveles. No dejaban de repetir ocasionalmente la misma frase:
—¡Pobre Carlotta! ¡Pobre Carlotta!
Mi padre y tío Giuseppe fumaban puros en silencio. La muerte era el supremo misterio para ellos y las mujeres se resignaban fervientemente a los designios del Todopoderoso. Pero los hombres se aferraban a los viejos tópicos, tan viejos como la mente del hombre. Como no era hijo de ellos, la muerte del niño no los emocionaba especialmente. Les daba pena que hubiera muerto, pero sólo porque era lo apropiado, así que su dolor era por cortesía y no porque les saliera del corazón.
—En fin —dijo mi padre—, nunca se sabe. Todo el mundo tiene que irse algún día.
La oscura cabeza del tío Giuseppe y sus labios apretados le dieron la razón lentamente.
—Qué lástima —dijo—. Es una lástima.
—¡Era tan joven! —dijo mamá.
—Quizá haya sido mejor para él —dijo mi padre con aire melancólico.
—¡Vamos, Guido! ¿Cómo puedes decir una cosa así? ¿Cómo crees que se sentirá su pobre madre? ¿Y el pobre Frank?
—Un hombre nunca piensa en lo que hay en el corazón de una mujer —dijo la tía Christina—. No, no lo saben. Nunca lo sabrán. Los hombres son muy egoístas.
Mi padre y mi tío miraron la brasa de sus puros con desarmante confusión.
—Bueno —dijo mi padre—, lo único que sé es que todos moriremos algún día.
El tío Giuseppe hacía intentos desesperados por sentirse atribulado. Cerró los ojos y dijo:
—No. Nunca se sabe. Mañana, al día siguiente, esta noche…, el año que viene, el mes que viene, nunca se sabe.
—Pobre Carlotta —dijo mi madre.
—Pobre mujer —dijo la tía Christina.
—Qué mal lo estará pasando Frank —dijo mi padre—. Echará de menos al chico.
El tío Giuseppe parecía desvalido e incómodo en aquella silla de respaldo recto. Muchas veces miró al techo y a las paredes como si no los hubiera visto nunca. Luego examinaba la brasa de su puro, como si también fuera un objeto curioso. Mi padre se sentía más a sus anchas, ya que estaba en su propia casa. Repantigado y con el puro entre los dientes, las piernas abiertas e inmóviles, los pulgares en los tirantes manchados de sudor, parpadeando para esquivar las volutas de humo. Le habría gustado decir algo diferente sobre el tema de la muerte, pero no se le ocurría nada.
—Siempre se mueren los mejores —dijo.
—Qué gran verdad —dijo mi tío.
Mi tía Christina se sonó la nariz varias veces y luego se estrujó la punta hasta que se la dejó tan roja como un rábano. Era una mujer corpulenta que, a pesar de intentarlo, no conseguía cruzar las gordas piernecitas.
—¿Cómo está Mike? —preguntó—. Clito y él eran muy buenos amigos, se querían mucho.
Mi madre abrió los ojos asustada, se volvió en la silla y miró detrás de ella con algo parecido al terror.
—¡Mike! —gritó—. ¿Dónde estás, Mike?
No hubo respuesta. Torció el tórax y escrutó la cocina desde allí. No vio a nadie. Levantándose, se pasó los dedos por el cabello y gritó.
—¡Mike! —gritó—. ¿Dónde estás, Mike? ¡Ven aquí conmigo, Mike!
Mi padre se puso en pie de un salto como si hubiera visto un fantasma y la rodeó con sus brazos.
—Dio! —jadeó—. ¡Cálmate, mujer!
—¡Busca a Mike! ¡En el nombre de Dios, busca a Mike!
El tío Giuseppe fue a la puerta delantera y a la tenue luz del atardecer nos vio jugando a la maya entre los negros árboles del patio delantero. Mike estaba algo alejado del resto, apoyado en el árbol más grande, parcialmente escondido entre sus sombras.
—Tu madre te está llamando —dijo el tío Giuseppe—. ¿No la oyes?
Lo único que dijo Mike fue:
—Bah, ¿y qué quiere?
—Vamos, Mike —dijimos nosotros—. Ve a ver qué quiere.
Los gritos de mi madre habían detenido el juego como si de pronto hubiera caído un rayo. Entonces se abrió con violencia el cancel, que dio contra la pared con fuerza, y mi madre salió a toda prisa de la casa. Se agachó y levantó a Mike como si fuera un niño, muy por encima de ella y, riendo y llorando, lo besó una y otra vez entre susurros.
—El pequeñín de la mamma —dijo—. No me dejes nunca. Nunca, nunca, nunca, nunca me dejes.
—Yo no soy Clito —dijo él—. Yo no soy el que se ha muerto.
Ella se lo llevó en brazos a la sala, todos volvieron a sentarse y, aunque Mike lo detestaba, tuvo que quedarse en su regazo y dejar que lo besaran alrededor de un millón de veces.
Dormimos juntos en la misma cama, Mike y yo, y aquella noche, cuando ya era muy tarde, en algún momento después de la medianoche, mi madre entró en nuestro cuarto y se deslizó suavemente entre nosotros, aunque seguía siendo Mike el objeto de su preocupación. Acostada con la espalda hacia mí, lo despertó de tanto acariciarlo. Cuando se fue a su cama, tuve que darle la vuelta a la almohada porque estaba mojada de lágrimas.

III
¿Quién iba a ir al entierro? El domingo por la mañana hubo en la cocina una feroz discusión entre mi padre y mi madre por este asunto. Mi madre quería llevarse a Mike, pero mi padre quería que me llevara a mí.
—No —dijo mamá—. Quiero que venga Mike.
—¡Vaya idea! —dijo mi padre—. No tiene sentido hacérselo pasar peor a esa gente. Ya sabes cómo se sentirán Carlotta y Frank cuando vean a Mike.
—Venga —se burló mi madre—. ¿De qué narices estás hablando?
—Sé de lo que hablo —dijo mi padre—. ¿Qué coño pasa con vosotras las mujeres?
—He dicho que Mike vendrá conmigo —dijo mi madre—. Y vendrá. Si Jimmy también quiere venir, que venga.
—¿Y yo qué? —dijo Clara.
—De eso nada —dijo mi padre.
—Jimmy, Mike y yo —dijo Tony.
Mi padre lo miró con desprecio.
—¡Pero, bueno! —dijo—. ¿Y quién eres tú?
—Ah —dijo Tony. Era tan pequeño que nunca podía contestar a esta pregunta.
El telegrama decía que el entierro tendría lugar a las tres de la tarde. Sólo había una hora hasta Denver si íbamos en tren, pero cuando alguien de nuestra familia iba a alguna parte, poníamos la casa patas arriba. Mamá no encontraba sus horquillas del pelo y Mike no encontraba su corbata nueva. Cuando la encontró en la despensa, los ratones le habían hecho un agujero, así que tuvo que ponerse una corbata vieja de mi padre.
Remetiéndose en la cintura la interminable prenda, gritó:
—¡No me gusta! ¡Mira qué grande es! Es la corbata de un viejo.
—¿Quién ha dicho que sea la corbata de un viejo? —dijo mi padre—. Póntela y deja de alborotar.
Pero mi madre quería que estuviera guapo. No prestó la menor atención a mi aspecto, pero no iba a permitir que Mike llevara aquella corbata. Le dijo a Tony que fuera a casa de Oliver Holmes y le pidiera una azul clara para Mike, y mientras yo iba a pedir horquillas a la señora Daley, ella se sentó en la cama en combinación, con el pelo cayéndole por delante y enredándosele entre los dedos mientras cosía un botón del abrigo de Tony.
Cuando por fin estuvimos listos para irnos, no encontró el sombrero. Cansada y preocupada, se puso ante un montón de cajas que había en el armario de la ropa, gritándonos a todos que buscáramos su sombrero negro. Mi padre lo encontró en el otro extremo de la casa, debajo de la cama de mi hermana Clara, pero Clara dijo que no sabía cómo había ido a parar allí, lo cual era una mentira absoluta, porque Clara siempre se pone en secreto las cosas de mi madre. Cuando mi padre puso el sombrero sobre las guedejas de mi madre, ésta suspiró y dijo:
—Buen Dios, quítate el polvo del cuello. Parece que hayas estado preparando un pastel.
Mojó la punta de su pañuelo con saliva y le limpió el polvo. Luego cogió a Mike por la muñeca y corrió hacia la puerta. Yo corrí tras ellos, con el bolso de mi madre en la mano, porque se había olvidado de él.
Mi padre, Clara y Tony se quedaron en el porche delantero, viendo cómo nos íbamos por la calle. Cuando estábamos a media manzana, mi padre nos silbó. Nos volvimos los tres.
—¡Daos prisa! —gritó, y tan alto que incluso la señorita Yates, vieja y sorda, lo oyó y abrió la ventana para mirar—. ¡Daos prisa! Sólo faltan cinco minutos para que salga el tren.
Mi madre apretó la mano de Mike y anduvo con toda la rapidez que le permitía el gastado tacón de su zapato derecho, y por las muecas que hacía Mike mientras se rascaba la barriga, me di cuenta de que detestaba todo aquello y estaba a punto de echarse a llorar.

IV
Llegamos al tren a tiempo, y una hora más tarde llegábamos a la estación Denver Union. Allí cogimos un tranvía amarillo hasta la casa de la tía Carlotta y el tío Frank. Nada más sentarse en el tranvía, mi madre empezó a llorar, así que tenía los ojos enrojecidos cuando llegamos a la calle de la tía Carlotta. Nos detuvimos un minuto en la esquina para que mamá se subiera la liga. Mike y yo fuimos detrás del seto a hacer pis y luego echamos a andar por la calle.
Había tanta gente y tantos automóviles en casa de mi tía que acabó siendo el entierro más concurrido de la historia de nuestra familia, y hubo tal cantidad de flores que tuvieron que dejar algunos ramos en el porche delantero. Se olía a entierro nada más bajar del tranvía.
Subimos las escaleras delanteras y entramos en el pequeño vestíbulo, donde docenas de italianos en traje de domingo se apiñaban con expresión triste, mirando por encima de los hombros de unos y otros hacia el recargado y oloroso salón, donde se veía el ataúd, con la tapa quitada, y donde el rostro cerúleo y brillante de Clito dormía con infinita serenidad en medio de los sollozos, gemidos y rezos de un ejército de mujeres compungidas, todas morenas, todas vestidas de negro, que unas veces se arrodillaban y otras se apoyaban en una rodilla y luego en la otra para besar la mano helada, y envuelta en un rosario, del pequeño y delgado cuerpo que ocupaba la caja gris de asas plateadas.
Mike y yo lo veíamos todo a través de las piernas de los hombres que había en el vestíbulo mientras mi madre nos arrastraba entre la multitud y por las escaleras que conducían al dormitorio de la tía Carlotta.
Mi tía se levantó de la cama y las dos hermanas se echaron una en brazos de la otra y se pusieron a llorar desconsoladamente. La tía Carlotta había llorado tanto que tenía el rostro en carne viva. Sus brazos rodearon el cuello de mi madre, las manos colgando, las uñas tan mordisqueadas que tenía las yemas desolladas. Cerré la puerta y Mike y yo nos quedamos mirando.
Entonces vimos al tío Frank. Estaba en la ventana. No se movió cuando entramos, sino que se quedó con las peludas manos metidas en los bolsillos traseros. Apenas había hablado con nosotros, aunque era amable y generoso, y cada año nos enviaba pijamas por Navidad. No sabíamos mucho de él, salvo que era electricista. Era un hombre alto y de cuello delgado; la columna vertebral le sobresalía como una cuerda bajo la piel morena, así que siempre parecía tener el pelo de la nuca cortado hasta muy arriba. El llanto no estremecía su esqueleto y cuando vimos sus ojos secos en el delgado rostro que reflejaba el cristal de la ventana, nos sorprendió no ver lágrimas. No lo entendíamos.
—¿Por qué no llora? —susurró Mike—. Es su padre, ¿no?
Creo que el tío Frank lo oyó, porque se volvió lentamente, con escepticismo, como quien tuerce el cuello para apreciar el canto de otro pájaro. Nos vio a mi madre y a mí, y luego se fijó en Mike. Al momento le temblaron las rodillas y retrocedió hacia la ventana poniéndose las manos sobre la boca. Mi hermano soltó un chillido al verlo así, cogió a mi madre por la cintura y enterró la cara en su espalda.
El tío Frank se humedeció los labios.
—Ah —dijo, frotándose los ojos—. Ah, eres tú, Mike.
Se sentó en la cama y jadeó mientras se pasaba las manos por el cabello. La tía Carlotta vio a Mike en aquel momento y se arrojó en la cama, con el rostro temblando en las profundidades de la colcha rosa. El tío Frank le acarició la espalda.
—Vamos, vamos —murmuró—. Tenemos que ser valientes, mia moglie.
Pero él no lloraba, y cuanto más lo pensaba yo, más raro me parecía.
Mi madre se inclinó para estirar la corbata arrugada de Mike.
—Sé un buen chico —dijo— y dales un fuerte beso a tu tío Frank y a tu tía Carlotta. Tú también, Jimmy.
Yo los besé, pero Mike no quiso acercarse al tío Frank.
—¡No, no, no! —gritó—. ¡No, no!
Me siguió cuando me acerqué a la ventana que daba al patio trasero. Miramos bajo la cálida tarde de domingo y vimos lo que el tío Frank había estado observando cuando entramos. Era la bicicleta destrozada. Estaba apoyada en el pozo de la ceniza, un amasijo de acero retorcido y roto. Mike no dejaba de mirar al tío Frank por encima del hombro, como si temiera que le diese un puñetazo, y cuando el tío Frank se levantó de la cama y se acercó a la ventana y se puso detrás de nosotros, Mike se refugió en mis brazos y empezó a gemir, muerto de miedo. El tío Frank sonrió trágicamente.
—No tengas miedo. No voy a hacerte daño, Mike.
Me acarició el pelo y pude notar, incluso a través del cabello, la sequedad de su mano y lo triste que estaba.
—¿Ves? —dijo—. Jimmy no tiene miedo de su tío Frank, ¿verdad que no, Jimmy?
—No, tío Frank. No tengo miedo.
Pero Mike se encogía para alejarse de las manos melancólicas del hombre. El tío Frank intentaba sonreír con todas sus fuerzas y, de repente, sacó dos medios dólares del bolsillo. Yo cogí una moneda, pero Mike vaciló, mirando a mi madre. Ella asintió con la cabeza. Una suave sonrisa cruzó el rostro del muchacho y, sorbiéndose la nariz, aceptó la moneda y se arrojó en brazos del tío Frank.
—Pequeño Mike —dijo el tío Frank—. Pequeño Mike, tan parecido a mi pequeño Clito. —Pero seguía sin llorar.
Se sentó a Mike en las rodillas y cuando la comitiva estuvo preparada para dirigirse al cementerio, mi hermano ya le había tomado cariño. Bajaron la escalera hasta los coches aparcados, Mike de su mano y levantando los ojos hacia él con curiosidad y admiración.
El tío Frank fue el único que no lloró durante el entierro. Se situó un poco más atrás de la cabecera de la tumba, con mi gemebunda tía Carlotta aferrada a él, los ojos cerrados, la mandíbula rígida. Alrededor de la tumba se agolpó la multitud, los hombres con el sombrero en la mano, los pañuelos de las mujeres revoloteando en el exánime calor de la tarde, los sollozos estallando como burbujas invisibles, el cura hisopeando agua bendita, los empleados de pompas fúnebres con dignidad profesional al fondo, el ataúd hundiéndose lentamente mientras mi hermano y yo, el uno junto al otro, veíamos la base negra de la fosa conforme descendía la caja, los ojos derramando lágrimas sin cesar, el pecho dolorido, el corazón roto por el terror y por el primer dolor que habíamos experimentado, con la vida de Clito deslizándose por nuestra memoria por última vez, vívidamente, penosamente; nuestra madre gemía mientras mordisqueaba el pañuelo, las correas que rodeaban el ataúd crujieron, las asas plateadas chirriaron, y el sol les arrancaba reflejos, el cura murmuraba sin parar, los hombres tosían tímidamente, las mujeres gemían. La tía Carlotta débil y casi desmayada, aferrada al tío Frank, y él allí, con la mandíbula rígida y cerrada, los ojos secos, pensando en lo que piensa un padre, pensando… Dios sabe qué estaría pensando.
Y todo se acabó.
Volvimos a la casa de la tía Carlotta y nos sentamos en la sala, la tía Carlotta sin dejar de llorar y mi madre consolándola. Aturdido y pálido, el tío Frank se puso al lado de la ventana, con Mike mirándole la cara.
Mike dijo:
—¿Nunca lloras, tío Frank?
El hombre se limitó a bajar los ojos y sonrió débilmente.
—Bueno, ¿lloras o no lloras? —insistió Mike.
—¡Mike! —dijo mi madre.
—Pero ¿por qué no llora? ¿Por qué no lloras, tío Frank?
—¡Mike!
—Cállate, Mike —dije yo.
—Pero ¿por qué no llora?
El tío Frank se apretó las sienes.
—Estoy llorando, Mike —dijo.
—No, no lloras.
—Cállate, Mike —dije.
—Pero no has llorado en el cementerio y todo el mundo lloraba.
—¡Mike!
—Es el único que no ha llorado, yo lo estaba mirando.
—¡Mike! Vete de aquí.
Mike salió indignado y se sentó en la mecedora que había delante de la ventana, dándole la espalda al tío Frank. Empezó a mecerse furiosamente, estirando las piernas al ritmo del movimiento. El tío Frank se apartó de la ventana, salió y se inclinó sobre la mecedora de Mike, sonriéndole. Luego habló. Yo estaba mirando por la ventana, pero no oí lo que le dijo. Mike sonrió y los dos bajaron los escalones del porche y se fueron a la calle.
—¿Adónde van? —preguntó mi madre.
—No lo sé —respondí.
Pasó media hora sin que volvieran y mi madre y la tía me enviaron a buscarlos. Fui por la calle hasta el drugstore de la esquina y allí los encontré. Estaban en un reservado de la heladería, Mike tomándose una leche malteada, sorbiéndola afanosamente. El tío Frank estaba sentado al otro lado de la mesa, con la cara apoyada en las dos manos, y por las mejillas le corrían gruesos regueros de lágrimas que caían en el mármol mientras veía a Mike apurar la bebida.


Uno de los nuestros.
John Fante.

***

John Fante.
Un secuestro en la familia.

En la habitación de mi madre había un viejo baúl. Era el baúl más viejo que había visto en mi vida. Era uno de esos baúles de tapa abovedada que parece la barriga de un gordo. Dentro del baúl, debajo de un vestido de novia que nunca se usaba porque era un vestido de novia, y de una cubertería de plata que tampoco se usó nunca porque era un regalo de boda, y debajo de toda clase de cintas de colores, botones y partidas de nacimiento, debajo de todo esto había una caja con fotos de familia. Mi madre no permitía que nadie abriera aquel baúl y tenía la llave escondida. Pero un día encontré la llave. La encontré debajo de una esquina de la alfombra.
La primavera de aquel año, cuando llegaba del colegio por la tarde me encontraba a mi madre trajinando en la cocina. De tanto trabajar tenía los brazos fláccidos y blancos como el yeso seco, el cabello ralo y pegado a la cabeza, y los ojos, grandes y tristes, hundidos en las cuencas.
¡La foto!, pensaba yo. ¡Ah, aquella foto del baúl!
Cuando mi madre no miraba, entraba a hurtadillas en su dormitorio, cerraba la puerta y abría el baúl. Allí había muchas fotografías y a mí me gustaban todas, pero había una en especial que mis dedos anhelaban tocar y mis ojos ansiaban ver desde que vi a mi madre de aquella manera: era una foto suya y se la habían hecho una semana antes de que se casara con mi padre.
¡Qué foto!
Aparecía sentada en el brazo de un lujoso sillón, con un vestido blanco que le llegaba hasta los pies. Las mangas eran amplias y vaporosas, unas mangas muy elegantes. El vestido apenas tenía escote y en el cuello lucía un camafeo colgado de una fina cadena de oro. Llevaba el sombrero más grande que había visto en mi vida. Le tapaba completamente los hombros como si fuera una sombrilla blanca, tenía el ala levemente inclinada y le cubría todo el cabello menos los prietos bucles oscuros que le caían por detrás. Pero distinguía sus melancólicos ojos verdes, tan grandes que ni siquiera aquel sombrero los podía ocultar.
Yo me quedaba mirando aquella extraña fotografía, la besaba, lloraba sobre ella, feliz porque aquella imagen había sido realidad en otro tiempo. Y recuerdo una tarde en que me la llevé a la orilla del arroyo, la puse encima de una piedra y le recé. Y en la cocina estaba mi madre, prisionera entre cazos y sartenes: una mujer que ya no era la encantadora mujer de la fotografía.
Y lo mismo pasaba conmigo, un muchacho que volvía a casa de la escuela.
Otros días hacía otras cosas. Me ponía delante del espejo del armario con la foto a la altura de la oreja, de cara al espejo redondo. Un sensación turbadora se apoderaba de mí entonces y sentía un escalofrío de placer. ¡Qué increíble aquella gran señora, aquella reina! Y recuerdo que me quedaba sin palabras.
La madre que estaba en la cocina en aquellos momentos no era mi madre. No lo habría aceptado. Mi madre era aquella otra, la señora de la pamela. ¿Por qué no podía recordar nada de ella? ¿Por qué tenía yo que ser tan pequeño cuando nací? ¿Por qué no pude nacer con catorce años? No podía recordar nada. ¿Cuándo había cambiado mi madre? ¿Qué causó el cambio? ¿Cómo había envejecido? Acabé convenciéndome de que si alguna vez hubiera visto a mi madre tan hermosa como en la fotografía, le habría pedido inmediatamente que se casara conmigo. Nunca me había negado nada y creía que no me rechazaría como marido. Me regodeé en aquella decisión, descubriendo incluso la manera de deshacerme de mi padre: mi madre podía divorciarse de él. Si la Iglesia no accedía al divorcio, podríamos esperar y casarnos en cuanto mi padre muriera. Hojeé mi catecismo y el libro de oraciones en busca de alguna ley que prohibiera que las madres se casaran con los hijos. Me satisfizo no encontrar nada sobre el tema.
Una noche me guardé la fotografía dentro del cinturón y se la llevé a mi padre. Él estaba sentado en el porche delantero leyendo el periódico.
—Mira —dije—. ¿Sabes quién es?
Mi padre la miró a través de una nube de humo de cigarro. Su indiferencia me indignó. La examinó como si fuera un bicho o algo así; un trozo de pastel duro o algo semejante. Miró la fotografía tres veces de arriba abajo, luego otras tres veces de un lado a otro. La volvió y la examinó por detrás. La composición le interesaba más que el sujeto, mientras yo esperaba que abriera los ojos de par en par y gritara lleno de emoción.
—¡Es mamá! —dije—. ¿No la reconoces?
Me miró con cansancio.
—Déjala donde la has encontrado —dijo, recogiendo el periódico.
—¡Pero es mamá!
—¡Dios Santo! —dijo—. ¡Ya sé quién es! Me casé con ella.
—¡Pero mira!
—Vete —dijo.
—¡Pero, papá! ¡Mira!
—Vete. Estoy leyendo.
Sentí ganas de pegarle. Me sentía avergonzado y triste. Algo pasó en aquel momento y la fotografía ya no volvió a parecerme tan maravillosa. Se convirtió en otra fotografía más, en una simple fotografía. Apenas volví a mirarla y después de aquella noche no volví a abrir el baúl de mi madre en busca de los tesoros del fondo.
Antes de casarse, mi madre se llamaba Maria Scarpi. Era hija de Giuseppe y Stella Scarpi. Los dos eran de Nápoles, de familia campesina. Emigraron a Estados Unidos, a Denver, y Giuseppe se hizo zapatero. Mi madre, Maria Scarpi, nació allí, en Denver. Fue la cuarta criatura de los Scarpi. Junto con sus hermanas y hermanos asistió a una escuela de monjas. Luego fue a un instituto público durante tres años. Pero aquel instituto no era como la escuela de monjas y a mi madre no le gustó. Sus dos hermanos y sus cuatro hermanas se casaron después de terminar el bachillerato.
Pero Maria Scarpi no se casó. Les dijo a los suyos que el matrimonio no la atraía. Ella quería ser monja. Aquello dejó atónita a toda la familia. Sus hermanos y hermanas opinaban que su ambición no tenía sentido. ¿Y los hijos? ¿Y el hogar, y un buen marido, un buen hombre como Paul Carnati? A todas aquellas preguntas, la mujer que sería mi madre levantaba la nariz y seguía insistiendo en sus ambiciones conventuales. Era una rebelde y sus hermanos y hermanas llevaron a casa toda suerte de posibles pretendientes en un esfuerzo por persuadirla de que olvidara aquella locura. Pero Maria Scarpi era fría e insociable; incluso llegó a negarse a hablar con ellos. Si oía voces en la planta baja, se encerraba en su habitación y se quedaba allí hasta que los visitantes se iban.
Paul Carnati era dueño de una panadería. Ganaba mucho dinero, tenía muy buenas ideas y estaba loco por mi madre. Un día llegó a casa de los Scarpi empuñando las riendas de una calesa recién estrenada; tenía llantas de caucho en las ruedas y un bonito caballo tiraba de ella. Aquel Carnati tenía tanto dinero que iba a darle a mi madre el caballo y la calesa a cambio de nada. Mi madre no quiso ni mirarlo; ni siquiera bajó de su habitación, y Paul Carnati se fue tan furioso y ofendido que no volvió nunca más. Llevó su indignación hasta el punto de cobrar el doble por el pan a los Scarpi, hasta que la familia tuvo que ir a comprarlo a otra panadería; y, para colmo, enfadado, se casó con otra. Los italianos llamaban a esto matrimonio por despecho.
Mi madre me contó cómo fue su primer encuentro con mi padre. Ocurrió en 1910, en el mes de agosto de aquel año. Era el día de San Roque, el poderoso santo patrón de todos los italianos. En un día tan importante, los italianos se agolpaban en las calles del North Side y por el centro de la calle marchaba un vistoso desfile, con tres bandas de música completas y los Hijos de San Roque con sus uniformes rojos y plumas blancas en los sombreros. Los Caballeros de Colón también estaban allí, desfilaban con su propia banda, y los Hijos de Little Italy estaban también presentes con la suya. De hecho, todas las personas con alguna importancia estaban allí, incluidos muchos americanos que no tenían ninguna pero que iban a mirar y a reírse, porque opinaban que los días festivos en el North Side eran divertidos.
El desfile bajó por Osage Street hasta Belmont, luego dobló al este por Belmont hasta la iglesia de San Esteban. Mi madre estaba en el cruce de Osage y Belmont, delante del drugstore, que aún sigue allí, contemplando el desfile.
Estaba sola, rodeada de jóvenes italianos que habían salido corriendo desde las mesas de billar del Star Hall, con el taco en la mano y el sombrero caído sobre la nuca. Conocían a mi madre, aquellos jóvenes la conocían, lo sabían todo de ella. Todos los vecinos del North Side conocían a Maria Scarpi, que prefería ser monja a ser esposa. Ella les daba la espalda, los despreciaba; eran matones, la primera camada de gángsters que más tarde manchó la reputación de los italianos de Denver.
Fingían estar interesados en el desfile, pero no lo estaban. Era mentira. En lo que estaban interesados era en mi madre. Era una situación curiosa, insólita para los matones. ¿Qué podía decirle un hombre a una mujer que iba a ser monja? No dijeron nada, ni una palabra. Se limitaron a quedarse allí, aplaudiendo el desfile.
Hubo un alboroto en la parte de atrás. Alguien empujaba, propinando codazos a diestro y siniestro, dando gruñidos de prepotencia (no era un hombre corpulento y en consecuencia gruñía dos veces más fuerte de lo necesario) y abriéndose paso entre la multitud hasta que, oh cielos, ¿quién estaba delante de él? ¿La muchacha de la pamela verde? Guido Toscana había abusado del vino blanco y estaba alegre, pero en aquel estado veía la belleza con más claridad. Dando chupadas a su tagarnina, se detuvo. Los demás no le hicieron caso. ¿Quién diantres se creía que era? No lo habían visto nunca, aunque estaban seguros de que era italiano como ellos.
Mi madre notó su cercanía, el borde de su pamela le rozaba el hombro. Se adelantó. Pero no fue muy lejos. La alcantarilla estaba a un centímetro de sus pies.
—¡Buenos días! —dijo Guido Toscana.
—No lo conozco a usted —respondió ella.
—¡Ejem! —exclamó—. ¡Ejem, ejem! Me llamo Guido Toscana. ¿Cómo se llama usted?
Dio media vuelta y guiñó el ojo a los jóvenes, que se quedaron paralizados. Los ojos de mi madre recorrieron los rostros que flanqueaban la calle en busca de alguno de sus hermanos. Un borracho. ¡Y ella una muchacha que quería ser monja! ¡Oh, Dios bendito, rezó, ayúdame, te lo pido por favor! Pero Dios no creyó oportuno intervenir; o se estaba divirtiendo con aquello o estaba demasiado ocupado viendo el desfile en honor de San Roque, porque permitió a Guido Toscana otras libertades. Mi futuro padre se llenó la boca de humo de la tagarnina, se inclinó y puuuuuuuffffff, expulsó el humo bajo el ala de la pamela de mi futura madre. Aquel humo blanco picaba. Mi madre se atragantó, tosió con la boca pegada a un pequeño pañuelo. Toscana lanzó una carcajada estentórea y se volvió hacia los jóvenes buscando su complicidad. Los jóvenes fingieron no haber visto nada. Ah, pensó Guido Toscana, conque ésas tenemos: ¡macarronis!
Mi madre ya había tenido bastante. Sujetándose la pamela, lo empujó para apartarlo, se abrió paso entre la multitud de italianos y anduvo rápidamente calle arriba. La casa de los Scarpi estaba a tres manzanas. Cuando llegó al final de la primera, dobló la esquina mirando por encima del hombro.
Se quedó sin aliento. ¡El hombre la seguía! Se había quitado el sombrero y, esquivando a la multitud, le hacía señas con la mano, indicándole que volviera. Mi futura madre recorrió a paso vivo las dos manzanas que quedaban. Él también corrió.
—Mamma! —gritó Maria Scarpi—. Mamma! Mamma!
Subió los seis peldaños del porche de un salto. Mamá Scarpi, corpulenta y tan ancha como tres madres normales, abrió la puerta y Maria entró a toda velocidad. La puerta se cerró de golpe y se oyó correrse el cerrojo. Guido Toscana apareció resoplando por la calle. Todo era paz y tranquilidad cuando llegó a la casa. Las persianas estaban bajadas y no salía humo por la chimenea. El lugar parecía vacío. Pero él se quedó merodeando cerca. No pensaba marcharse. Anduvo arriba y abajo, frente a la casa de los Scarpi, como un centinela. Arriba y abajo. Tras una cortina de la planta de arriba asomó la cabeza de Maria Scarpi. Arriba y abajo, Guido Toscana paseaba. Arriba y abajo.
La intrépida mamá Scarpi abrió la puerta y se quedó tras el cancel de tela metálica. En un italiano agudo, chilló:
—¿Qué quieres, vagabundo borracho? ¡Vete de aquí! ¡Largo!
—Me gustaría hablar con la señorita —dijo Guido Toscana.
—¡Fuera de aquí, cerdo borracho!
—No estoy borracho. Me gustaría hablar con la señorita.
—¡Lárgate de aquí si no quieres que llame a la policía, cerdo borracho!
Toscana trató de sonreír para disimular su miedo a la policía.
—Unas palabras con la señorita y me voy.
—Polizia! —gritó mamá Scarpi—. Polizia!
Guido Toscana se estremeció, cerró los ojos y se puso a hacer muecas. Levantó las manos y se las puso delante de la cara, como si los gritos de mamá Scarpi fuera botellas lanzadas contra su cabeza.
—Polizia! Polizia! Polizia!
Hubo un movimiento en la ventana de la planta de arriba. La persiana subió con un chirrido y una sucesión de sacudidas. Se alzó la ventana de guillotina y apareció la cabeza de Maria Scarpi.
—Mamma! —gritó—. Por favor, no chilles. ¡La gente va a pensar que estamos locos!
Para Guido Toscana, aquella voz era la niña que tenía Enrico Caruso en la garganta.[1]
—¡No chilles, mamma! Averigüemos qué quiere.
—Eso —dijo la corpulenta mamma—. ¿Qué quieres, cerdo borracho?
Guido se plantó bajo la ventana, alzó los ojos y habló en italiano.
—¿Cómo se llama usted?
Un suspiro.
—Me llamo Maria Scarpi.
—¿Quiere casarse conmigo?
Mamá Scarpi estaba a punto de vomitar.
—¡Fuera de este corral! —chilló—. ¡Vuelve con los cerdos borrachos, cerdo borracho!
Guido no la escuchaba. Abrió la boca y empezó a cantar. No hubo forma de impedírselo. La gente que volvía del desfile lo miraba boquiabierta de asombro. Mamá Scarpi cerró la puerta de golpe y se digirió al interior de la casa. Mi madre, no muy inteligente, una muchacha de corazón blando que quería ser monja y rezar por los pecados del mundo, estaba pasmada en la ventana.
Y sigue pasmada. Y sigue llena de asombro. Y eso a mí, un chico que volvía a casa de la escuela, me molestaba.
—No supe qué hacer —contaba—. Con toda aquella gente allí…, sentí lástima por él.
—¿Qué cantaba?
—Esa canción absurda, la que canta cuando se afeita.
Conocía esa canción. Todos los vecinos de las manzanas más próximas la conocían. Siempre que estaba delante de un espejo enjabonándose la cara, lo imaginaba debajo de una ventana en Denver un año antes de mi nacimiento. La canción era «Menami!» («¡Llévame!»):
Ay, nena, me has herido dolorosamente. Ah, dolorosamente.
Mi corazón sangra profusamente. Sí, profusamente.
Mi sangre y mi vida se van lentamente
y no puedo contener la sangría.
¡Llévame contigo! ¡Devuélveme la vida!
Dame un beso. Un beso. Dame sólo eso.
Un besito no es ningún delito.
Por favor, no seas coqueta,
¿qué es un beso para ti?
Mira en qué estado me has puesto.
¡Ten compasión de mí!
—¿Qué pasó después, mamma?
Estaba barriendo el suelo de la cocina, encorvándose para alcanzar los restos de carbón que había detrás de las patas cóncavas de la estufa. Oí el crujido de sus articulaciones al agacharse.
—Mi hermano Joe llegó a casa y vio a tu padre.
—¿Y qué dijo el tío Joe?
—No sé. No me acuerdo.
—Sí te acuerdas. ¿Qué hizo el tío Joe?
—Se rió.
—¿No se enfadó?
—No, en absoluto.
—Apostaría a que tenía miedo de papá, ¿verdad que sí?
—En absoluto.
—Es igual. Apostaría a que estaba muerto de miedo.
—Lo que tú digas.
—¿Y qué hizo el tío Joe, si no estaba enfadado?
—Invitó a tu padre a entrar.
—¿No se pelearon ni nada? ¿No le dio papá una paliza o algo así?
—No, nada de eso.
—¿Y papá entró?
—Sí.
—¿Y tú qué hiciste?
—No me acuerdo.
—Sí, sí que te acuerdas.
—Hace mucho tiempo…, lo he olvidado.
—No, no lo has olvidado. Lo que ocurre es que no quieres decírmelo.
Mi madre se puso en pie, jadeando en busca de aire.
—Me quedé un rato arriba, en mi habitación, y luego el tío Joe subió y me dijo que bajara. Y yo bajé.
—¿Y qué pasó?
—Nada.
—¡Algo tuvo que pasar! ¿Qué fue?
—¡No pasó nada! —dijo medio irritada ya—. Tu tío me explicó quién era tu padre y nos dimos la mano. ¡Y eso es todo!
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—¿No pasó nada más?
—Tu padre me cortejó y al cabo de unos meses nos casamos. Eso es todo.
Pero a mí no me gustaba de esa forma. Lo detestaba. No lo quería así. No me lo creía. No podía creérmelo.
—¡No, señor! —dije—. No pasó así.
—¡Pues claro que sí! ¿Por qué iba a mentirte? No hay nada que ocultar.
—¿No te hizo nada? ¿No te secuestró ni nada de eso?
—No recuerdo haber sido secuestrada.
—¡Pero es que fuiste secuestrada!
Se sentó con la escoba entre las rodillas, sujetándola con ambas manos y con la frente apoyada en las muñecas. A pesar de lo cansada que estaba, la expresión de fatiga se desvaneció y dejó paso a una vaga sonrisa, la sonrisa fugaz de la mujer de la fotografía.
—¡Sí! —dijo—. ¡Me secuestró! Vino una noche mientras yo dormía y me raptó.
—¡Sí! —exclamé—. ¡Sí!
—¡Me llevó a las montañas, a una cabaña de bandoleros!
—¡Claro! Y llevaba una pistola, ¿verdad que sí?
—¡Sí! ¡Una pistola grande! Con cachas de nácar.
—Y montaba un caballo negro.
—Es verdad —dijo—. Nunca olvidaré aquel caballo. ¡Qué hermoso era!
—Y tú estarías muerta de miedo, ¿verdad?
—Petrificada —dijo—. Sencillamente petrificada.
—Gritaste pidiendo ayuda, ¿no?
—Grité una y otra vez.
—Pero él consiguió huir, ¿verdad?
—Sí, consiguió huir.
—Te llevó a la cabaña de bandoleros.
—Exacto, allí me llevó.
—Estabas asustada, pero te gustaba, ¿verdad?
—Me encantaba.
—Te tuvo prisionera, ¿no es cierto?
—Sí, pero fue bueno conmigo.
—¿Llevabas aquel vestido blanco? ¿El de la fotografía?
—Por supuesto que sí, ¿por qué?
—Sólo quería saberlo —dije—. ¿Cuánto tiempo te tuvo prisionera?
—Tres días y tres noches.
—Y la tercera noche te propuso matrimonio, ¿verdad?
Cerró los ojos con expresión de quien recuerda.
—Nunca lo olvidaré —dijo—. Se puso de rodillas y me suplicó que me casara con él.
—Al principio tú no querías casarte con él, ¿verdad?
—Al principio no. ¡Le dije que no! Pasó mucho tiempo hasta que dije que sí.
—Pero al final lo dijiste, ¿eh?
—Sí —respondió—. Al final.
Aquello era demasiado para mí. Demasiado. La rodeé con los brazos y le di un beso, y en los labios me quedó el penetrante sabor de sus lágrimas.


Un secuestro en la familia.
John Fante.

Nota.
[1] «Su voz danza como una niña en una calle bañada por el sol…» (cf. Pierre V. R. Key y Bruno Zirato, Enrico Caruso. A Biography, Little, Brown and Company, Boston, 1922, p. 215). (N. del T.) <<

Auto del 8 de abril


AUTOR DEL 18 DE MARZO
Stéphane Mallarmé. 
El fauno.

 

¡Estas ninfas quisiera perpetuarlas!
 Tan claro,
 su ligero encarnado, que en el aire revuela
 abatido de espeso letargo.
 ¿Amaba un sueño?
 Montón de antigua noche, mi duda ha terminado
 en mucha rama tenue que, habitando las mismas
 florestas, prueba, ¡ay!, que sólo me ofrecía
 como triunfo la falta ideal de las rosas.
 Reflexionemos...
 Si las mujeres que glosas
 un anhela semejan de tus sentido pródigos,
 la ilusión, fauno, escapa de los ojos azules
 y fríos, tan llorosa fuente de la más casta:
 mas la otra, en suspiros, ¿dices tú que contrasta
 como brisa del día cálida en tu toisón?
 ¡Qué no! por el inmóvil y cansado desmayo
 de calor sofocando la matinal frescura,
 no murmura agua alguna que no vierta mi flauta
 al otero rociado de acordes; sólo el aire
 pronto a exhalarse fuera de los dos tubos, antes
 que disperse el sonido en infecunda lluvia,
 es, en el horizonte de línea perfecta,
 el invisible y sereno aliento artificial
 de toda inspiración que hasta el cielo retorna.
 Oh ribas sicilianas de un sereno pantano
 Que en lucha con los soles mi vanidad despoja,
 Tácitas bajo flores de centellas, DECID
 Que yo cortaba aquí huecos juncos domados
 por el talento; y sobre el oro de los sotos
 lejanos, consagrando su viña a las fontanas,
 ondula una blancura animal en reposo:
 y que, al preludio lento donde nacen las flautas,
 vuelo de cisnes, ¡no!, de náyades se escapa
 o hunde...
 Inerte, todo arde en la hora encendida,
 sin decir por cual arte en conjuro partieron
 tanto ansiados hímenes por la que busca el la:
 me levantaré, ¡lirios!, al naciente fervor,
 recto y solo, bajo hondas antiguas de fulgor,
 seré uno de vosotros para la ingenuidad.
 Sólo esta nada dulce por su labio anunciada,
 el beso, calladamente, perfidias asegura,
 mi pecho virginal muestra una mordedura
 misteriosa, legado de algún augusto diente;
 ¡ya basta! arcano tal optó por confidente,
 junco basto y gemelo bajo el azul sonando:
 que, desviando hacia sí la turbada mejilla,
 sueña, en un solo largo, que nosotros gozamos
 la belleza en redor llena de confusiones
 falsas entre sí mismas y nuestro canto crédulo
 y de lograr, tan alto como amor se modula,
 desvanecer del sueño ordinario de flanco
 o dorso puro, ciega mi vista que los sigue,
 una sonora, vana y monótona línea.
 ¡Quieres, pues, instrumento de fugas, oh maligna
 siringa, florecer en el lago aguardándome!
 Con mi rumor altivo quiero hablar largo tiempo
 de las diosas; y, por idólatras pinturas,
 despojar todavía cinturas a su sombra:
 así, cuando a las vides la claridad succiono,
 desterrando un dolor por la mentira aislado,
 alzo, riente, el exhausto racimo al cielo estivo
 y soplando en sus pieles brillantes, de embriaguez
 ávido, hasta el ocaso yo miro a su trasluz.
 Oh ninfas, rebasemos los múltiples RECUERDOS.
 "Mis ojos, horadando los juncos, asestaban
 cada talle inmortal que hunde fuego en las ondas
 con un grito de rabia al cielo de la fronda;
 y el espléndido baño de cabellos huía
 en estremecimiento y brillos, ¡pedrerías!
 Corro; cuando a mis pies se enredan (afligidas
 de languidez gustada en el mal de ser dos)
 entre sus solos brazos las durmientes casuales
 yo, sin desenlazarlas, las arrebato y hurto,
 odiado por la frívola sombra, hasta el macizo
 de rosas que desecan todo perfume al sol
 donde nuestro ardor sea como el día extinguido".
 ¡Yo te adoro, enfado de vírgenes, delicia
 feroz del sacro cuerpo desnudo que resbala
 y huye a mi ardiente labio en destello agitado!
 el espanto secreto que brota de la carne:
 de los pies de la cruel al pecho de la tímida,
 que abandona a la vez una inocencia, húmeda
 de loco llanto o menos afligidos vapores.
 "Mi crimen es haber, feliz de vencer miedos
 traidores, separado intrincados cabellos
 de besos que los dioses guardaban confundidos,
 pues iba apenas para velas ardiente risa
 tras los pliegues felices de una sola (guardando
 con dedo simple para que su candor de pluma
 se tiñera del gozo de su hermana que enciéndese,
 la pequeña, cándida y sin ruborizarse:)
 que de mis brazos rotos por las muertes inciertas
 como una presa siempre ingrata se libera
 sin piedad del sollozo del que aún ebrio estaba".
 ¡Tanto peor! la dicha de otras me arrastrará
 por su trenza a los cuernos de mi frente sujeta:
 tú sabes, pasión mía, que, púrpura madura,
 cada granada estalla con murmullo de abejas,
 y nuestra sangre, amando a quien viene a cogerla,
 fluye por el eterno enjambre del deseo.
 A la hora en que el bosque muere en oro y cenizas,
 una fiesta se exalta en muriente follaje:
 ¡Etna! es en tu redor, visitado por Venus,
 en tu lava posando sus talones ingenuos,
 cuando retumba un sueño donde expira la llama.
 ¡Tengo la reina!
 ¡Oh, cierto castigo...!
 Mas el alma,
 de palabras vacante y este cuerpo aturdido,
 sucumben a la fiera calma del mediodía;
 sin más, fuerza es dormir en el blasfemo olvido,
 en la sedienta arena yaciendo, ¡pues me place
 abrir la boca al astro eficaz de los vinos!
 Adiós, oh par; veré la sombra en que os volvéis*buscabiografias.com 
 

El fauno.
Stéphane Mallarmé. 


***


Stéphane Mallarmé.
Brisa marina.
 
 Leí todos los libros y es, ¡ay! , la carne triste.
¡huir, huir muy lejos! Ebrias aves se alejan
entre el cielo y la espuma. Nada de lo que existe,
ni los viejos jardines que los ojos reflejan,
ni la madre que, amante, da leche a su criatura,
ni la luz que en la noche mi lámpara difunde
sobre el papel en blanco que defiende su albura
retendrá al corazón que ya en el mar se hunde.
¡Yo partiré! ¡Oh, nave, tu velamen despliega
y leva al fin las anclas hacia incógnitos cielos!
Un tedio, desolado por la esperanza ciega,
confía en el supremo adiós de los pañuelos.
Y tal vez, son tus mástiles de los que el viento lanza
sobre perdidos náufragos que no encuentran maderos,
sin mástiles, sin mástiles, ni islote en lontananza...
Corazón, oye cómo cantan los marineros! 
 
Brisa Marina.
Stéphane Mallarmé

***

Stéphane Mallarmé.
El infortunio.
 
Por sobre el ganado aturdido de los hombres
Brincaban en claridades las salvajes melenas
De los mendigos del azur el pie en nuestros caminos.
 
Un negro viento sobre su marcha desplegado en pendones
La flagelaba con tal frío hasta la carne,
Que en ella hendía también irritables surcos.
 
Siempre con la esperanza de encontrar el mar,
Viajaban sin pan, sin bastones y sin urnas,
Mordiendo el limón de oro del ideal amargo.
 
La mayoría jadeaba en los desfiles nocturnos,
Embriagándose de dicha al ver manar su sangre,
¡Oh Muerte, el único beso en las bocas taciturnas!
 
Su derrota se debe a un ángel muy poderoso
De pie en el horizonte en la desnudez de su espada:
Una púrpura se coagula en el seno que lo reconoce. 
 
Ellos maman el dolor como mamaban el sueño
Y cuando van ritmando llantos voluptuosos
El pueblo se arrodilla y su madre se levanta.
 
Aquellos son consolados, seguros y majestuosos;
Pero arrastran a su paso cien hermanos escarnecidos,
Irrisorios mártires de azares tortuosos.
 
La misma sal de las lágrimas roe su dulce mejilla,
Ellos comen ceniza con el mismo amor,
Pero vulgar o bufón, que el destino que los apalea.
 
Ellos podían excitar también como un tambor
La servil piedad de las razas de voces apagadas,
¡Iguales de Prometeo a quienes falta un buitre!
 
No, viles y asiduos de los desiertos sin cisterna,
Ellos corren bajo el látigo de un monarca rabioso,
El Infortunio, cuya risa inaudita los prosterna.
 
¡Amantes, él monta en la grupa de a tres, el desprendido!
Luego, franqueado el torrente, te zambulle en un charco
Y deja un terrón fangoso de la blanca pareja nadadora.
 
Gracias a él, si alguien sopla su extraña caracola,
Unos niños nos retorcerán en una risa obstinada
Y, con el puño en su culo, remedarán su fanfarria.
 
Gracias a él, si la urna adorna puntualmente un seno marchito
Con una rosa que núbil lo vuelve a encender,
La baba brillará sobre su ramillete maldito.
 
Y este esqueleto enano, tocado con un fieltro con plumas
Y con botas, cuya axila tiene por pelos verdaderos gusanos,
Para ellos es el infinito de la vasta amargura.
 
Vejados, ellos no provocarán al perverso,
Su espada rechinante sigue el rayo de la luna,
Que nieva en su armazón y que pasa a través.
 
Desolados sin el orgullo que consagra la desdicha,
Y tristes de vengar sus huesos de los picotazos,
Ellos codician el odio en lugar del rencor.
 
Ellos son la diversión de los malos tañedores de rabeles
De los muchachos, las putas y de la vieja ralea
De andrajosos que danzan cuando la jarra se ha secado.
 
Los poetas buenos para la limosna o la venganza,
Que no conocen el mal de estos dioses eclipsados,
Los llaman aburridos y sin inteligencia.
 
«Ellos pueden huir, teniendo suficiente de cada hazaña,
Como un caballo virgen espuma tempestades
En lugar de partir en galopes acorazados.
 
Embriagaremos de incienso al vencedor en la fiesta:
Pero ellos, ¡por qué no vestir a esos comediantes
Con harapos escarlatas que vociferan que nos detengamos!»
Cuando de frente todos les han escupido los desdenes,
 
Inútiles y con la barba con palabras bajas implorando el trueno,
Estos héroes hartos de malestares bromistas
Van ridículamente a colgarse de una farola. 
 
El infortunio.
Stéphane Mallarmé

***

Stéphane Mallarmé.
Esta noche.
 
La sombra amenazaba ya con su fatal ley
a un viejo Afán que mis vértebras ha deshecho;
triste por perecer bajo el fúnebre techo
sus alas posó en mí. ¡Ay, sala de carey
 
y de ébano, capaz de sobornar a un rey,
la Muerte las guirnaldas de gloria ha contrahecho
y es mentira tu orgullo para el que satisfecho
de fe, vive alejado de la equívoca grey!
 
Sé que en la inmensidad de esta noche la Tierra
arroja un resplandor de misterio que yerra
a través de los siglos, cual fúlgido remedio.
 
El idéntico espacio, anulado o crecido,
a los testigos fuegos muestra desde su tedio
que en un astro, entre fiestas, un genio se ha encendido. 
Esta noche.
Stéphane Mallarmé

Autor del 11 de Marzo
Torquato Tasso.
Compara su amada a la aurora.

Cuando sale la aurora y su faz mira
 En el espejo de las ondas; siento
 Las verdes hojas susurrar al viento;
 Como en mi pecho el corazón suspira.

También busco mi aurora; y si a mí gira
 Dulce mirada, muero de contento;
 Veo los nudos que en huir soy lento
 Y que hacen que ya el oro no se admira.

Mas al sol nuevo en el sereno cielo
 No derrama madeja tan ardiente
 La bella amiga de Titón celoso,

Como el dorado rutilante pelo
 Que orna y corona la nevada frente
 De la que hurtó a mi pecho su reposo.


Compara su amada a la aurora.
Torquato Tasso.

Traducción de Clemente Althaus.


***

Torquato Tasso.
La mejor belleza.

 Fuiste en tu mocedad como la rosa
 Que recatada entre el verdor ameno,
 Teñida de vergüenza, el casto seno
 Al rayo más suave abrir no osa.

 Fuiste, más bien, como la aurora hermosa
—Pues nada a ti se iguala en lo terreno
—Que el campo deja de sus perlas lleno
 Y al aire da su luz maravillosa.

 Nada te roba a ti la edad madura,
 Y a beldad moza que se adorna y prende
 Supera sin aliños tu hermosura.

 Fragante así su cerco alado extiende
 La flor; y el sol en su mayor altura,
 Muy más que al despuntar, brilla y esplende.


La mejor belleza.
Torquato Tasso.

Traducción de Miguel Antonio Caro.
 

 

Autor del 4 de Marzo
Emilio Prados.
SUEÑO
 
Te llamé. Me llamaste.
Brotamos como ríos.
Alzáronse en el cielo
los nombres confundidos.
 
Te llamé. Me llamaste.
Brotamos como ríos.
Nuestros cuerpos quedaron
frente a frente, vacíos.
 
Te llamé. Me llamaste.
Brotamos como ríos.
Entre nuestros dos cuerpos,
¡qué inolvidable abismo!
 
Sueños.
Emilio Prados.

***

Emilio Prados.
Aparente quietud.
 
Aparente quietud ante tus ojos,
aquí, esta herida —no hay ajenos límites—,
hoy es el fiel de tu equilibrio estable.
La herida es tuya, el cuerpo en que está abierta
es tuyo, aun yerto y lívido. Ven, toca,
baja, más cerca. ¿Acaso ves tu origen
entrando por tus ojos a esta parte
contraria de la vida? ¿Qué has hallado?
¿Algo que no sea tuyo en permanencia?
Tira tu daga. Tira tus sentidos.
Dentro de ti te engendra lo que has dado,
fue tuyo y siempre es acción continua.
Esta herida es testigo: nadie ha muerto.
 
Aparente quietud.
Emilio Prados.

***

Emilio Prados.
Dormido en la yerba.
 
Todos vienen a darme consejo. 
Yo estoy dormido junto a un pozo. 
 
Todos se acercan y me dicen: 
- La vida se te va, 
y tú te tiendes en la yerba, 
bajo la luz más tenue del crepúsculo, 
atento solamente 
a mirar cómo nace 
el temblor del lucero 
o el pequeño rumor 
del agua, entre los árboles. 
 
Y tú te tiendes sobre la yerba: 
cuando ya tus cabellos 
comienzan a sentir 
más cerca y fríos que nunca, 
la caricia y el beso 
de la mano constante 
y sueño de la luna. 
 
Y tú tiendes sobre la yerba: 
cuando apenas si pudes 
sentir en tu costado 
el húmedo calor 
del grano que germina 
y el amargo crujir 
de la rosa ya muerta. 
 
Y tú te tiendes sobre la yerba: 
cuando apenas si el viento 
contiene su rigor, 
al mirar en ruina 
los muros de tu espalda, 
y, el sol, ni se detiene 
a levantar tu sangre del silencio. 
 
Todos se acercan y me dicen: 
- La vida se te va, 
Tú, vienes de la orilla 
donde crece el romero y la alhucema 
entre la nieve y el jazmín, eternos, 
y, es un mar todo espumas 
lo que aquí te ha traído 
por que nos hables... 
Y tú te duermes sobre la yerba. 
 
Todos se acercan para decirme: 
- Tú duermes en la tierra 
y tu corazón sangra 
y sangra, gota a gota 
ya sin dolor, encima de tu sueño, 
como en lo más oculto 
del jardín, en la noche, 
ya sin olor, se muere la violeta. 
Todos vienen a darme consejo, 
Yo estoy dormido junto a un pozo. 
 
Sólo, si algún amigo 
se acerca, y, sin pregunta 
me da un abrazo entre las sombras: 
lo llevo hasta asomarnos 
al borde, juntos, del abismo, 
y, en sus profundas aguas, 
ver llorar a la luna y su reflejo, 
que más tarde ha de hundirse 
como piedra de oro, 
bajo el otoño frío de la muerte. 
 
Dormido en la yerba.
Emilio Prados
 

 

Autor del 26 de Febrero
Víctor Hugo.
La torrre de las ratas.
 
Desde que había empezado a anochecer, sólo tenía un pensamiento. Sabía que, antes de llegar a Bingen, un poco antes de la confluencia con el Nahe, encontraría un extraño edificio, una lúgubre morada ruinosa, de pie entre los juncos, en medio del río y entre dos altas montañas. Aquella morada ruinosa era la Maüsethurm.
 
Cuando era niño, por encima de mi cama tenía un pequeño cuadro rodeado de un marco negro que no sé qué criada alemana había colgado en la pared. Representaba una vieja torre aislada, enmohecida, destartalada, rodeada de aguas profundas y oscuras que la cubrían de vapores, y de montañas que la cubrían de sombras. El cielo por encima de aquella torre era sombrío y cubierto de nubes horrendas.
 
Por la noche, después de haber rezado a Dios y antes de dormirme, miraba siempre aquel cuadro. Lo volvía a ver en mis sueños y me parecía terrible. La torre aumentaba, el agua hervía, un relámpago caía de las nubes, el viento soplaba en las montañas y, por momentos, parecía lanzar clamores.
 
Un día le pregunté a la criada cómo se llamaba aquella torre. Santiguándose, me respondió que se llamaba la Maüsethurm. Y luego me contó una historia. Que en otros tiempos, en Maguncia, en su país, había habido un malvado arzobispo llamado Hatto, que era también abad de Fuld, sacerdote avaro, según ella, que «abría la mano más para bendecir que para dar». Que un mal año compró todo el trigo de las cosechas para revendérselo muy caro al pueblo, pues aquel cura quería ser muy rico. La hambruna fue tal que los campesinos morían de hambre en los pueblos del Rin. Que entonces el pueblo se reunió alrededor del burgo de Maguncia, llorando y solicitando pan. Que el arzobispo se lo negó.
 
En este punto, la historia se hacía terrible. El pueblo hambriento no se dispersaba y seguía rodeando el palacio del arzobispo, gimiendo. Hatto, enojado, hizo rodear aquellas pobres gentes por sus arqueros que detuvieron a hombres y mujeres, ancianos y niños, y los encerraron en un troje al que prendieron fuego. Fue, añadía la vieja criada, «un espectáculo ante el que hasta las piedras habrían llorado» pero Hatto no hizo sino reír; y cuando aquellos desgraciados, expirando entre las llamas, lanzaban gritos lamentables, éste dijo: «¿Estáis oyendo a las ratas silbar?»
 
Al día siguiente, del troje fatal sólo quedaban cenizas; no había nadie en Maguncia; la ciudad parecía muerta y desierta cuando, de repente, una multitud de ratas, que pululaban en el troje quemado como los gusanos en las úlceras de Asuero, salían de debajo de la tierra, surgían de entre las losas, salían por las grietas de los muros, renacían bajo el pie que las aplastaba, se multiplicaban bajo las piedras y bajo las mazas, e inundaron las calles, la ciudadela, el palacio, los sótanos, las salas y las alcobas. Era un azote, una plaga, un repugnante hormigueo.
 
Fuera de sí, Hatto abandonó Maguncia y huyó hacia la llanura pero las ratas lo siguieron; corrió a refugiarse en Bingen que tenía altas murallas, pero las ratas pasaron por encima de las murallas y entraron en Bingen. Entonces el arzobispo mandó construir una torre en medio del Rin y se refugió en ella con la ayuda de una barca alrededor de la cual diez arqueros golpeaban el agua; las ratas se arrojaron al agua, cruzaron el Rin, treparon por la torre, royeron las puertas, el tejado, las ventanas, los techos, los suelos y, llegadas por fin a la mazmorra en la que el miserable arzobispo se había escondido, lo devoraron vivo.
 
Ahora la maldición del cielo y el horror de los hombres pesan sobre esta torre llamada Maüsethurm. Está desierta, en ruinas en medio del río y, a veces, por la noche, se ve salir de ella un extraño vapor rojizo que parece el humo de una hoguera, pero es el alma de Hatto que regresa.
 
¿Han observado ustedes algo? La historia es en ocasiones inmoral, los cuentos son siempre honestos, morales y virtuosos. En la historia el más fuerte prospera, los tiranos triunfan, los verdugos gozan de buena salud, los monstruos engordan, los Sila se transforman en buenos burgueses, los Luis XI y los Cromwell mueren en su cama. En los cuentos el infierno es siempre visible. No hay falta que no tenga su castigo a veces incluso exagerado; no hay crimen que no traiga tras de sí un suplicio con frecuencia espantoso; no hay malvado que no se convierta en un desgraciado a veces digno de lástima. Eso ocurre porque la historia se mueve en lo infinito y el cuento en lo finito. El hombre, que hace el cuento, no se siente con derecho a exponer los hechos y dejar suponer las consecuencias de los mismos; porque palpa en la oscuridad, no está seguro de nada, necesita acotarlo todo por medio de una enseñanza, un consejo y una lección; y no se atrevería a inventar acontecimientos sin conclusión inmediata. Dios, que hace la historia, muestra lo que quiere y conoce el resto.
 
Maüsethurm es un término cómodo. Se ve en él lo que se quiere ver. Hay espíritus que se consideran positivos -y que no son sino áridos-, que expulsan de todo la poesía, y están siempre dispuestos a decirle, como aquel hombre positivo al ruiseñor: «¡Quieres callarte, maldito animal!» Este tipo de mentes explican que la palabra Maüsethurm viene de maus o mauth, que significa peaje. Declaran que en el siglo X, antes de que se ensanchara el cauce del río, el paso del Rin sólo estaba abierto por la orilla izquierda y que la ciudad de Bingen había establecido por medio de esta torre su derecho de fielato sobre los barcos. Se apoyan en que aún hay cerca de Estrasburgo dos torres parecidas dedicadas a la percepción de impuestos sobre los transeúntes, que también se llaman Maüsethurm. Para estos graves pensadores inaccesibles a las fábulas, la torre maldita es una puerta de consumos y Hatto un portalero o aduanero.
 
Para las gentes sencillas, entre las que me incluyo gustoso, Maüsethurm procede de maüse, que viene de mus y significa rata. Esa supuesta puerta de consumos es la torre de las ratas, y el aduanero un espectro.
 
Después de todo, las dos opiniones podrían conciliarse. No es absolutamente imposible que hacia el siglo XVI o el XVII, después de Lutero, después de Erasmo, los bugomaestres incrédulos hubieran utilizado la torre de Hatto y hubieran instalado provisionalmente alguna tasa y algún peaje en aquella ruina de mala fama. ¿Por qué no? Roma hizo del templo de Antonino su aduana, su dogana. Lo que Roma hizo respecto a la historia, Bingen pudo hacerlo respecto a la leyenda. Así, mauth tendría razón y maüse no estaría equivocada.
 
Sea como fuere, desde que la vieja criada me narró el cuento de Hatto, la Maüsethurm había sido una de las visiones habituales de mi espíritu. Ya saben, no hay hombre que no tenga sus fantasmas, como no hay hombre que no tenga sus quimeras. Por la noche pertenecemos a los sueños; a veces los atraviesa un rayo de sol, a veces lo hace una llama; y según el reflejo colorante, el mismo sueño es una gloria celestial o una aparición del infierno. Efecto de luz de Bengala que se produce en la imaginación.
 
Yo debo reconocer que la torre de las ratas, en medio de su charca de agua, siempre me pareció horrible. Por lo que -¿me atreveré a confesarlo?- cuando el azar, que me pasea a su antojo, me condujo a orillas del Rin, el primer pensamiento que se me ocurrió no fue que vería la cúpula de Maguncia, o la catedral de Colonia o el Palatinado, sino que podría visitar la torre de las ratas.
 
La torre de las ratas.
Víctor Hugo. 

***

Víctor Hugo.
La tumba y la rosa.

La tumba dijo a la rosa:
-¿Dime qué haces, flor preciosa,
lo que llora el alba en ti?

La rosa dijo a la tumba:
-de cuanto en ti se derrumba,
sima horrenda, ¿qué haces, di?

Y la rosa: -¡Tumba oscura
de cada lágrima pura
yo un perfume hago veloz.

Y la tumba: -¡Rosa ciega!
De cada alma que me llega
yo hago un ángel para Dios.


La tumba y la rosa.
Víctor Hugo.


***
b
Víctor Hugo.
Ayer, al anochecer.
 
Las sombras descendían, los pájaros callaban,
la luna desplegaba su nacarado olán.
La noche era de oro, los astros nos miraban
y el viento nos traía la esencia del galán.
 
El cielo azul tenía cambiantes de topacio,
la tierra oscura cabello de bálsamo sutil;
tus ojos más destellos que todo aquel espacio,
tu juventud más ámbar que todo aquel abril.
 
Aquella era la hora solemne en que me inspiro,
en que del alma brota el cántico nupcial,
el cántico inefable del beso y del suspiro,
el cántico más dulce, del idilio triunfal.
 
De súbito atraído quizá por una estrella,
volviste al éter puro tu rostro soñador...
Y dije a los luceros: "¡verted el cielo en ella!"
y dije a tus pupilas: "¡verted en mí el amor!" 
 
Ayer, al anochecer.
Víctor Hugo


***


Víctor Hugo.
Cuando por fin se encuentran dos almas.

Cuando por fin se encuentran dos almas, 
Que durante tanto tiempo se han buscado una a otra entre el gentío, 
Cuando advierten que son parejas, 
Que se comprenden y corresponden, 
En una palabra, que son semejantes, 
surge entonces para siempre una unión vehemente y pura como ellas mismas, 
una unión que comienza en la tierra y perdura en el cielo. 
Esa unión es amor, 
amor auténtico, como en verdad muy pocos hombres pueden concebir, 
amor que es una religión, 
Que deifica al ser amado cuya vida emana
Del fervor y de la pasión y para el que los sacrificios
Más grandes son los gozos más dulces.


Cuando por fin se encuentran dos almas.
Víctor Hugo.


***
 


Autor del 19 de Febrero
Octavio Rojas Amórtegui.
La espera. 

La madre, "una viejecita como hay tantas en Bogotá; una viejecita que tenía los ojos suaves, la sonrisa indulgente y el color de las páginas de su devocionario", espera inútilmente el regreso del hijo ausente del cual ni una carta recibe. El servicio doméstico le hacía más insoportable la espera, pues ninguna sirvienta permanecía dos semanas en aquella casa donde todo era tristeza y añoranza. Mas un día la ancianita decidió cambiar la intolerable situación. 
Veamos cómo: 
Y no tardó en presentarse la nueva fámula. Era una campesina del Valle de Tenza. Pasaba ya de los cuarenta, y hacía lo menos veinte que servía. Respiraba salud y energía; redonda la cara, redondos los brazos, redondos los pechos y las ancas, enrastrojadeis las cejas, arremangada de nariz, un corazón de bizcochuelo, y un nombre que la definía: Rosa. 
—Y ya lo sabe, Rosa: pórtese bien y no le pesará. Aquí no le faltará nada y no es gran cosa el trabajo. 
Mire: no somos más que yo y mi hijo, que se encuentra en este momento en el extranjero, pero que debe llegar de un momento a otro... Mire —^agregó, mostrándole el retrato— mire qué buen mozo, aunque me esté mal al decirlo... 
—-jAy, mi señora! Pero si es su misma cara. 
—¿No es verdad? 
—Si se ve que está que habla. 
—Ah, Rosa! Si supiera lo loco y lo enamorado y lo mujeriego que es, ¡Santo Dios! En cuanto ve un palo con faldas, ya está detrás. 
—Mejor, mi señora; ya sentará la cabeza cuando se case, como todos... 
—Cualquier día se casa este, y pobre mujer. 
-Ya lo verá, Rosa, ya lo verá. 
—Ja, Ja, Ja, Ave María con mi señora
-Bueno, con su permiso me voy a la cocina. 
Y se alejó sonriendo por todos los poros. 
Y comenzó la espera: 
—Debe venir hoy. 
—Ya no viene. 
—^Tal vez esta tarde. 
—Quizá mañana. 
Sabe, Rosa. Mientras usted salió por el pan, vino el cartero y me trajo una carta del niño. Pobrecito, tan cariñoso siempre... Dice que está bien y que vendrá muy pronto, que quiere darme una sorpresa... 
—¡Ay, qué alegría, mi señora; qué alegría! —decía la pobre Rosa, haciendo pucheritos y enjugándose los ojos con la punta del delantal. 
La viejecita, para hacer bien su papel, se escribía la carta del hijo y después... después escribía la respuesta. 
Pero éstas no se entendían. 
—¡Es que esta tinta está tan mala, Rosa! 
—Es que las lágrimas emborronan tanto, mi señora. 
—Hasta luego, Rosa; me voy a poner esta carta al correo... 
—Pero, ¡qué la había de poner! ¿Para dónde? Al armario era a donde iba a parar. A un lado, las cartas que ella hubiera querido recibir; al otro, las que hubiera querido contestar. Y gastaba mucho papel. 
Pero ahora el hijo se hacía a cada instante más presente. 
Ya se le sentía en la casa. Era evocación tan ferviente que... nada, al fin tendría que elegír un TIPO. 
De noche, en las altas horas, corría al armario, y como si las robase, sacaba las cartas y jugaba con ellas a la madre, lo mismo que de niña con las muñecas. 
Siempre nutriendo al hijo, ayer con la linfa de su leche: hoy con el hilo de su llanto. 
Y así pasaban los años. Esperando la esperanza. Y mudaban la cama y arreglaban los libros y cambiaban las flores del florero, y cada vez que llamaban a la puerta, corrían las dos a abrir. 
—¿Por qué abandona usted su cocina? 
—¿Qué viene a hacer aquí? —le decía la viejecita celosa. 
—Es que... que creí que era el niño, mi señora. 
El tiempo fluía y ante las vecindades atónitas, la viejecita conservaba la misma sirvienta. Eran ya como dos hermanas. El amor al ausente léis unía. Se ilusionaban y se consolaban mutuamente. 
Hasta que Rosa, ya vieja, o envejecida, enfermó. 
De redonda se hizo angulosa; de rosada, violácea; y comenzó a toser, a toser con una tos seca, que la maltrataba horriblemente, hinchándole las venas del cuello y llenándole los ojos de lágrimas. 
—Estas mujeres de "ahora", parecen mentira. 
¿A que los voy a enterrar a todos? —decía la viejecita. 
Y allá en el fondo de su corazón una voz respondía: 
tú no puedes morir hasta que vuelva tu hijo... 
Por fin, una mañana, la pobre Rosa, al volver del mercado, se metió en su cama y llamó a la viejecita: 
—Perdóneme, mi señora, que me muera en su casa. Pero ya no puedo moverme. No llame a ningún médico, que paia morir no hace falta. Que venga el señor cura, y si es posible, que me traigan a Nuestro Amo. Allí entre mi baúl tengo una camisita sin estrenar, mi señora. 
Y un violento acceso de tos le cortó la palabra. 
La viejecita corrió a llamar a los vecinos para que fueran a decir al señor cura que viniera con el Viático y los Santos Óleos, pues el caso era desesperado. La pobre Rosa se iba... 
Cuando en la esquina, precedido por el monaguillo, se agitaba la campanilla, y entre los vecinos prosternados apareció el señor cura, trayendo la hostia bajo palio, la viejecita se hincó de rodillas en el suelo, a la puerta de su casa, abierta de par en par, y alfombró con flores la calle para recibir la visita de Dios, haciéndole los honores de su morada, como todo una gran señora. Triste, pero al mismo tiempo orgullosa, de poder ostentar tan buenas relaciones... 
La pobre Rosa comulgó, y ya agónica, llamó a la viejecita y entre dos estertores, le dijo: 
—Mi señora: no se olvide de cambiar la cama del niño... Y mire, mi señora: en la cocina, entre la cesta de la compra, hay unas florecitas para el florero... 
Y después de una pausa muy fatigosa, agregó: 
—Y no me acompañe al cementerio, mi señora, porque podría venir el niño mientras tanto, y ¿quién le abriría la puerta? 
Dicho esto, la pobre Rosa dejó el servicio de la tierra y fue a encargarse de las cocinas del cielo. 


La espera. 
Octavio Amórtegui Rojas.


***

Octavio Rojas Amórtegui.
Mar Afuera.

Pescador, hermano mío:
si naufrago en tu ribera,
si largo por fin el cabo...
¡no me sepultes en tierra!
Escóndeme en un cayuco
de esos que el ostión gangrena,
un cayuco carcomido
de los que ya no navegan.
Escóndeme de la aduana
y de sus guardas. Haz cuenta
de que soy un contrabando
que le pasa al mar la tierra...
Colócame un caracol,
grande, bajo la cabeza;
y por si los alcatraces...
cúbreme con una vela.
Luego, en la noche, al pescar,
me remolcas mar afuera
y me olvidas bajo el cielo
que es una barca qub
e sueña!
Antes, con letra de fardo,
le pones, por si lo encuentran:
"no hagáis caso de esta barca
que es lo que el viento se lleva"
Bajo este silencio azul.
yo me iré sin tanta pena...
¡No se lo digas a nadie
pescador, porque me entierran!


Mar Afuera.
Octavio Rojas Amórtegui.


***

Octavio Rojas Amórtegui.
Playa.

Hombre que estás contigo a solas
sobre la playa, frente al mar,
pensando, en tanto desarbolas
tu flotilla crepuscular.

Y soplan en las caracolas
las raucas brisas del palmar:
¿De dónde vienen estas olas
cantando su mismo cantar?

¿Tras de su malla de reflejos
mecen recuerdos de otras vidas
y de otro amor, en sus espejos?

¡Tus quejas calla por sabidas,
las olas vienen, de muy lejos,
sólo a lamerte las heridas!

Playa.
Octavio Rojas Amórtegui.


***

Octavio Rojas Amórtegui.
Mural de rostros.

Cae la noche en Tlatelolco,
un anuncio de Coca-cola se enciende
                                         y se apaga.
En el Zócalo, politécnicos sueñan.
En la UNAM vientos lacandones,
un camión de bomberos se detiene.
María Sabina “viaja”.
Carlota de Habsburgo barre
en la Avenida Insurgentes y Reforma.
En una carroza pasa Juárez.
Con campanas, Hidalgo forja su voz.
Villa y Zapata por Querétaro cabalgan.
Cárdenas expropia el petróleo.
Rosario Ibarra y las mujeres de la Plaza de Mayo,
buscan y no encuentran.
Apagón en Nueva York, nueve meses después,
cigüeñas atareadas.

Pedro Infante canta ‘Amorcito corazón’.
Cerca de la Habana, Lincoln,
Washington y Fidel, pescan.
En París, en el Sena, Marcos rema
(en su bota izquierda lleva a Durito
                               de polizón).

Lenin navega en la noche del Volga.
Una voz pregunta ¿Quién va?
Otra responde: Nadie.
Marx camina por el Central Park
de Nueva York, ningún fantasma/le acompaña.

Trotski toma café en Coyoacán
con Flores Magón.
En la Casa Blanca, Martin Luther King
                              sueña, sueña, sueña.
Marilyn Monroe canta ‘Happy birthday
                              to you’.

David Coperfield desaparece la estatua/de la Libertad.
George W. Bush sonríe; James Carter
                          es Nobel de la paz…

Mural de rostros.
Octavio Rojas Amórtegui.

 


***

Octavio Rojas Amórtegui.
Vesperal.

Desgranaba un turpial en el sendero
Una canción que le aprendió a la fuente,
Y en el viejo jardín convaleciente
Daba todo su aroma un limonero.

Ebrio de sol, el aire jardinero
Incensó de azahares el ambiente
Y cuando la oración curvó su frente
Lloró la tarde su mejor lucero.

Hora de indefinibles añoranzas:
Porque bajó de la montaña, pura,
Rezó el agua sus bienaventuranzas…

Y el cielo fue tan diáfano y profundo
Que humedeció su azul, hecho ternura
La mirada del Padre sobre el mundo. 


Vesperal.
Octavio Rojas Amórtegui.

Autor del 19 de Febrero
Autor del 26 de Febrero
Autor del 4 de Marzo


Lou Andreas-Salomé
Reflexiones sobre el problema del amor 

Dentro de las relaciones sentimentales del hombre con el mundo que le rodea, incluyendo personas y cosas, parece a primera vista que todo puede encuadrarse en dos grandes grupos: de un lado lo que nos es homogéneo, simpático, conocido, y del otro lo que nos resulta desconocido, extraño y hasta hostil. Nuestro natural egoísmo se siente espontáneamente movido a expandirse, —para adentrarse, compartiendo dolor o gozo, en el yo del otro como si se tratara del propio yo—, o por el contrario, a replegarse, evitar el mundo exterior en un ademán de hostilidad o amenaza. El tipo de este egoísmo es, en el estricto sentido de la palabra, la firme voluntad individual que únicamente se ama a sí misma, que a sí misma se obedece, subordinando todo lo demás a sus propios fines; el tipo del egoísmo abierto, de lo que se llama altruismo, es la naturaleza del samaritano con su ideal de hermandad universal que en cualquiera, incluso en el ser más remoto, reconoce y siente la gran unidad total.
Ambas tendencias se agudizan de forma infatigable e inexorable en el transcurso del progreso de la humanidad, de manera que el conflicto, al que ambos son propensos, emerge a la superficie dando así su peculiar impronta a cada época de la cultura. No les podemos dar una reconciliación definitiva, y una de ambas tendencias pretende constituirse bruscamente en norma exclusiva, con toda justeza y autoridad, cuando la opuesta precisa de una corrección fuerte por una previa exageración.
Cada persona viva participa, en menor o mayor grado, de ambas, y su plena entrega a una debería ponerle en una situación de extremo peligro. El altruismo sin medida precisa de un freno en el amor de sí mismo para poder sacar cuanto da de su propia y segura reserva individual de bienes, y el más empedernido y logrado egoísta debe renunciar en su soledad a cientos de posibilidades de felicidad y de riqueza que no se pueden lograr como el fruto de un expolio, sino que sólo se dan a quien se abre a ellas.
Será difícil en la vida real apreciar con justeza y distinguir caso por caso los límites entre debilidad y bondad, entre rigor y poder, y habrá más opiniones y teorías que arena hay en el mar sobre cómo deben compaginarse bondad y poder en el hombre. Y ese tema se hace interesante incluso desde una perspectiva psicológica, puesto que el hombre no puede entrar en ninguno de ambos recintos sin mutilarse; e incluso ambas tendencias, pese a su aparente contradicción, pueden en último término aunarse en algún punto logrando una profunda compenetración; como si por debajo de ambas subyaciera un anhelo básico que constantemente se ramifica en la variedad de sus tendencias sin llegar por ello al aquietamiento: el anhelo del hombre individual para lograr la totalidad de la vida que le circunda, para adentrarse en ella, para sentirse colmado.
El egoísta que almacena y pugna por asimilar para sí cuanto le sea posible, y también el altruista, que se entrega participando en todo cuanto pueda, van musitando, cada uno en su propio idioma, una oración que en el fondo es la misma plegaria al mismo Dios, y en esa plegaria se confunde en una sola cosa el amor propio con la renuncia a sí mismo; y así el «quiero tenerlo todo» y el «quiero serlo todo» recobra un único significado último, el del anhelante deseo. Pero ninguno de ellos logra lo codiciado, pues ahí anida una contrariedad: el egoísta debería ser no-egoísta, y a la vez ser él mismo, mientras que el no-egoísta debería ser egoísta y ser él mismo a la par, a fin de aprender a remontarse por encima de los propios límites de su ser. Nuestro patrimonio siempre queda encerrado en nuestros propios muros, contra los que chocamos y en los que nos dibujamos una imagen del mundo, tanto si logramos ampliarlos como si los mantenemos altos, cerrados y angostos.
Además de las relaciones sentimentales de simpatía y de hostilidad, existe una tercera categoría, las interesadas: una relación que parece ahondar sus raíces donde el hombre se representa su propia impresión del mundo partiendo de su más atávica y sombría sensualidad. En este tercer tipo de impresiones sentimentales se presentan todavía indiferenciados los componentes de las otras dos, como mezclados de una forma extraña y paradójica; y es cabalmente en esa paradoja donde radica lo nuevo, su eficacia fuera de lo común, su fecundidad, pues produce la sensación de como si el hombre se adentrara en la totalidad de la vida a través de sí mismo y a la vez por encima de sí mismo.
Y ése es el campo de las relaciones eróticas. Con frecuencia se ha notado, y con toda razón, que el amor entre los sexos es la eterna lucha, la atávica enemistad de los sexos, y si ello se aplica a los casos individuales se evidencia como cierto que en el amor se juntan dos partes extrañas, dos contrarios, dos mundos entre los cuales nunca hay ni podrá haber aquellos puentes que nos conectan con lo conocido, semejante y familiar como cuando nos acercamos a nosotros mismos, nos movemos dentro de nuestro propio recinto y nos aproximamos a lo nuestro. No es casual que en unas mismas circunstancias puedan darse odio y amor, que ambos sean genuinamente fases de una misma tormenta de pasiones. Tampoco es casual, y emana de la naturaleza de la generación sexual —esa base de la sensación erótica que de ella resulta— que ésta se produzca por la unión de dos células de protoplasma lo más diferentes posible, de donde se derivan las diferencias sexuales y se fijan para siempre en su disparidad. En todo el reino animal no es casual aquella ley que en la mayoría de los casos amenaza la endogamia con la esterilidad, la degeneración y la extinción, e impele instintivamente a las criaturas a evitar la cría del propio nido en el apareamiento para orientarse hacia animales extraños en la especie.
En el amor nos coge el empuje, dispar de cualquier otro, la mutua atracción justamente porque algo nuevo, extraño, algo tal vez anhelado y soñado nos da la primera ocasión e iniciativa, algo que no es de nuestro entorno conocido y familiar en el que llevamos mucho tiempo metidos y que se nos va repitiendo. Y por eso es por lo que se teme el final de un arrebato amoroso cuando dos personas empiezan a conocerse demasiado bien y se desvanece el encanto de la novedad. Y por eso también el inicio de un enamoramiento queda definido por la luz incierta y trémula en la que empieza, y no sólo para prestarle un inefable encanto sino una hechizante fuerza, fructíferamente insinuante, que sacude todo el ser y que deja al alma en plena agitación, que apenas volverán a producirse más adelante. Y es cierto que en el momento en que el objeto amado actúa sobre nosotros como algo conocido, familiar y próximo y ya no —en ningún aspecto— como un símbolo de posibilidades y de extrañas fuerzas de amor, entonces el propio enamoramiento toca a su fin.
Bien puede ser que los amantes, tras haberse revelado mutuamente de una forma tan peligrosa, sigan un período de mutua simpatía interior pero que nada tiene en común con los precedentes sentimientos, con su estilo y colorido, y a menudo se caracteriza por estar plagado de muy pequeños encantos pese a toda su amistad muy seria. Y es más, aquello mismo que antes nos hechizara en sus múltiples detalles llega incluso a irritarnos en vez de dejarnos indiferentes, como sería el caso entre dos cuya relación inicial fuera de amistad. Y tras todo ello se nos revela el incómodo hecho de que no fue lo homogéneo, lo similar, lo que nos suscitó el erotismo, sino que nuestros nervios temblaron ante un mundo extraño en donde no podemos sentirnos en casa como en la propia, cómoda y sólita cotidianidad.
El amante, por cuanto respecta al amor, se comporta de forma más parecida a la del egoísta que al altruista; es antojadizo, exigente, está matizado por fuertes deseos egoístas a la par que carece de aquella franca y pronta buena voluntad por la que nos preocupamos por el otro, sin buscarnos a nosotros mismos, en el compartir los gozos y los dolores humanos. El egoísmo se revela en el amor, y ya no con tintes de misericordia y suavidad, sino que se afila firme y agudo como una temible arma de conquista. Pero no pretende esa arma, como hacemos al utilizar por puro egoísmo las personas y las cosas, despojar al objeto de su propia finalidad, admirarse de su propio señorío y plenitud, sino que por el contrario lo expolia cuando le otorga valor para todo, lo precia y supervalora, lo sienta sobre un trono y lo lleva sobre la mano. Y, por ello, en el amor erótico se cobijan todas las exageraciones tanto del egoísmo como de la bondad, ambas se han mudado en pasión, sin importarles la paradoja de haberse mezclado en un mismo y único sentimiento. Es como si se produjera en nuestra vida interior un pequeño desgarro o grieta por la que pudiéramos volcarnos como ebrios en el torbellino de la vida exterior, mientras que a la vez seguimos estando marcados por el mismo egoísmo pasional.
Nos hallamos por ello en situación de hermanarnos con el ser querido, con aquel amor que abraza en el otro una misma humanidad y la exalta para mantenerse así en el entorno de su propio ser; nos enaltecemos, en cambio, en nuestra propia singularidad y alteridad alejándonos precisamente del que amamos, nos creamos con extrema viveza la conciencia de la dualidad y distinción, pero en esa comprensión y profundización de nuestro más propio yo se nos perfila e intensifica justamente en la medida en que debemos rebosarnos y refocilarnos en el ser amado. En él, acosada por él, y mutuamente exprimida, desemboca, como en una comente liberadora, nuestra común fuerza y nos salva productivamente de nosotros mismos. El amante se siente pletórico de fuerza y trasladado a otro mundo, como si hubiera conquistado todo el mundo por mor de esa interna mezcla de sí mismo con algo que le inculca el concepto interior de todas las posibilidades de belleza y de todas las extrañezas del mundo entero. Ese sentimiento, sin embargo, no es más que el reverso psíquico del proceso físico en cuyas últimas consecuencias el hombre de veras se supera a sí mismo en cuanto se afirma y realiza de la forma más plena: en la pasión amorosa se mezcla y asume lo otro no para perderse sino para sobrepujarse, para perpetuarse en un nuevo hombre, en sus hijos.
La relación erótica es, pues, una forma intermedia entre el ser individual como tal, el egoísta, y el ser con sensibilidad social, el animal de rebaño, el hermano: en la honda y oscura forma esencial de lo erótico ambas corrientes, que nos mueven en su dualidad, se juntan en una corriente primitiva. Pero de ahí no puede derivarse, como se ha hecho con frecuencia, que el arrebato amoroso con su condicionante físico sea precisamente una interior forma de relación con respecto al total hermanamiento de espíritus de personas con parejas inclinaciones y, finalmente, de todo con todo, de forma que sólo constituya una etapa previa y siempre necesaria.
En realidad, lo erótico es de por sí un mundo propio, como el sentimiento social de comunidad o el del egoísta hombre individualizado; recorre todos los estadios, desde el más primigenio hasta el más complicado, dentro de su propio ámbito, y cuando en las mutaciones de la vida real se adentra en el recinto de los otros dos no por ello se perfila y refuerza, sino que sencillamente renuncia a su propio ser. Todos ellos tienen el mismo origen primario en la existencia general del ser, y los diversos mundos del sentimiento surgen de la circunstancia de que los sexos se ansían mutuamente en su erotismo; pero esa base común no tiene ya nada que ver en la evolución sucesiva, pese a lo que podría llamarse un parentesco de sangre: el impulso que mueve a los sexos a buscarse y a amarse sigue siendo por su naturaleza, y permanece así en todas sus fases, algo completamente diferente de las demás relaciones entre los seres.
Se explica, sin embargo, por qué una cualidad que en su meollo es tan paradójica como las sensaciones amorosas suele calificarse de forma tan vacilante; por qué de pronto se infravalora como algo egoísta, o de pronto se sobrevalora como altruista, cada vez según que la balanza se incline por la expresión de su dependencia física o de su exaltación anímica. Y ahí radica la segunda paradoja por la cual se hace diáfanamente claro que las manifestaciones tanto físicas como espirituales mezclan y toleran las más sorprendentes paradojas. Estamos habituados a distinguir nuestras necesidades corporales y sus tendencias de nuestras exigencias espirituales, pero a la vez sabemos cuán íntima es su mutua interdependencia y cuán inexorablemente también los procesos espirituales son manifestaciones paralelas de otros impulsos físicos; sin embargo, los procesos físicos no se revelan ni expresan sus exigencias con la misma fuerza para llamar constantemente nuestra atención y reclamar nuestra conciencia. Por desapercibimiento, por esa falta de atención es precisamente por donde se desliza el sentimiento erótico: nos llena, como nada más podría hacerlo, toda el alma con ilusiones e idealizaciones de tipo espiritual para luego hacernos chocar brutalmente contra la fuente de tal excitación, contra los cuerpos. Ya no podemos luego ignorarlo más, ni desviar de él nuestra mirada; y con cada mirada abierta al ser de lo erótico asistimos a la vez a una atávica y primitiva teatralización, un proceso de nacimiento de lo psíquico con toda su pompa del gran y abarcante seno maternal de lo físico.
Dado que nos hemos habituado a conectar distintos significados bajo las palabras de «corporal» y «espiritual», lo mismo que para los términos «egoísta» y «altruista», espontáneamente nos vemos llevados a entender parcialmente el fenómeno del amor para poderlo abarcar bajo una concepción unitaria. Y de ahí el sorprendente dualismo en la concepción de lo erótico, y por consiguiente su representación desde dos lados completamente antagónicos, hasta que finalmente sus extremas consecuencias desembocan en afirmaciones plenamente contrarias, a las que a la vez debe dárseles la razón. Pues razón tiene la magnífica exaltación de una pasión, como en el caso de Romeo y Julieta, y razón tiene a su modo su crítica vertida por un nervioso poeta de la actualidad, que en todo ello no acierta a ver más que «fastidiosas complicaciones del amor de la pubertad»; es auténtica la imagen de la pasión expresada por todos los hombres que son tocados por ella, que transidos por su herida van musitando amor, y auténtica es también la constatación, en su desnuda verdad fisiológica, en la cáustica frase del cínico francés cuando dice que «l’amour n’est que le frottement de deux épidermes».
La brusquedad de ambos contrastes se ve favorecida por una circunstancia especial. Nuestra vida sexual se ha localizado en nosotros en su aspecto físico y se ha distanciado de las demás funciones, algo así como la función digestiva se ha localizado en el vientre o la respiratoria en los pulmones; pero a diferencia de éstas conduce a una interna excitación de toda la persona, que arrastra a todo el ser hasta una extrema pasión. Su actividad es tan central y acaparadora como puede serlo la de la vida cerebral —el retoño más joven, tardío y tierno de la evolución— en sus íntimas exigencias espirituales, pero aquella fuerza tiene un impulso más brutal en el aparato corporal, y mucho más especial en el primer plano.
Y así lo erótico parece igualmente participar con soberana seguridad tanto de las ventajas de la diferenciación más propia de lo espiritual, que siempre reserva un recinto peculiar para su función, como de las ventajas de una excitación de las fuerzas indiferenciadas y unitarias, que sólo muestran pocas especies animales altamente organizadas. Y esa doble actividad logra imponerse con éxito en su empresa tal vez porque representa aquella fuerza que primero apareció —con los primeros destellos de energía nerviosa, de actividad psíquica— en la vida de los seres, que no sólo les acompañó en su ulterior evolución sino que se ha convertido en el paleoceno del ser desde donde surgen hasta el fin del mundo.
Incluso en la vida amorosa de los animales se produce el fenómeno humorístico de ver cómo su ardiente deseo por un lado se satisface de una forma simple y espontánea, al igual que cualquier otra necesidad vital, y por otro determina su mundo sensual hasta el éxtasis sentimental, o incluso la hipnosis pasional. En las relaciones eróticas entre personas no siempre prevalece el aspecto humorístico del ejemplo: se toman a veces de una forma tan groseramente cómica que se convierten en objetos, de lo que uno debería avergonzarse de hablar como si por ello se rozara lo vulgar, o se toma de forma casi trágica cuando las exaltaciones eróticas aparecen como ilusiones engañosas o fatales obcecaciones.
Una oscura sensación de ese aparente carácter dualista del fenómeno del amor puede incluso producirse en el amante, y es quizás uno de los más firmes fundamentos de aquella vergüenza hondamente instintiva que las inocentes personas muy jóvenes sienten mutuamente de su relación corporal. Ese atavismo de vergüenza no deriva únicamente ni siempre de la educación recibida, sino que surge espontáneamente: ellos expresaron y sintieron precisamente en el amor la totalidad de sí mismos, la totalidad de su ser plenamente experimentado, y el paso de esa captación de su totalidad hacia una implicación activa de un proceso corporal, que carece del pleno acento de una actividad que realiza, es lo que produce confusión; puede tener el mismo efecto que cuando —dicho en expresión paradójica— de repente se halla presente un tercero cuya participación no se había hecho plenamente evidente hasta el momento: los cuerpos como tales, los cuerpos como parte de la persona de por sí. Y ello puede suscitar la impresión de que en el fondo ellos se hubieran hallado más cerca antes, totalmente cerca, inmediatamente cerca —en la incondicionada orgía de su unión de almas.
No obstante, esa aparente dualidad en el proceso amoroso tiene precisamente su raíz en el hecho de que los «cuerpos» y también las «almas», ambos, expresan ahí sin tapujos todas sus paradojas y nos impelen por su efectiva implicación en todos nuestros movimientos. Lo que ahí se produce: la unión entre dos personas en virtud de la atracción erótica, no es quizás la única —ni incluso la más propia— unión que se realiza, pues ante todo se produce en cada persona, propiamente por ello, una especie de embriagante y jubilosa interoperación mutua de las más sublimes fuerzas productivas del propio cuerpo y de la más alta elevación espiritual.
Mientras que fuera de ahí nuestra conciencia de la propia corporeidad se nos antoja como un mundo bastante malo y difícilmente controlable, dentro de la que un ser debe moverse pero que en realidad malamente se tolera las más de las veces, de repente se produce e irrumpe una inervación comúnmente sentida entre los que mutuamente inflaman sus deseos y anhelos. Como la mayoría de personas casadas, que a menudo se pelean, pero no por ello se pierde la irrefutable sensación de la propia unidad viviente, de igual forma cuerpo y espíritu se reencuentran súbitamente ante la delicia del enlace renovado de hora en hora; entonces el gran día de fiesta y júbilo al son de trompetas y timbales, con el gozo que pulsa hasta en las puntas de los nervios, en una dicha sin fin. Y esa fiesta es la auténtica celebración del arrebato erótico en donde los cuerpos y las almas amantes se sienten uno en su íntimo abrazo, que causa una vital renovación de las fuerzas, de todo lo sano, como en un baño milagroso.
Y no sin razón se dice por eso que todo amor alegra incluso al más desdichado. La certeza de ese proverbio debe entenderse sin nada de sentimentalismo, sin referencia alguna al otro amante, simplemente como el gozo del amor en sí, que en su jubilosa animación enciende miles de luces incluso en el más recóndito rincón de nuestro ser, con un resplandor que ilumina a todas las cosas del exterior.
Y por ello puede ocurrir que personas de una cierta fuerza espiritual y profundidad de alma sepan todo lo esencial del amor incluso antes de haber amado, y —como la pobre Emily Brontë, de la que Maeterlinck habla en su último libro con demasiada admiración— fueran capaces de reflejar la felicidad del amor con sugestivo ardor y vehemencia. Lo que se recibe en la experiencia amorosa en la vida real, a través del amor y de la posesión del otro, es una especial clase de dicha, dicha a través del desdoblamiento —al igual que en los gritos del eco—, con sorpresa y gozo por ver que las cosas en el exterior reproducen nuestro grito de júbilo. Y en esa misma medida nos volvemos más receptivos y descubridores al despedir y volver a recibir todas las ternuras y reconditeces de nuestra alma, toda esa riqueza de entusiasmo, que ciertamente son ilusiones y ceguera amorosa en relación a la pura posesión personal del «otro», pero que tienen su realidad y verdad al ser expresión de nuestra emoción muda de corazones que por ello ha sido provocada, que no se limita únicamente a los adornos y esplendores festivos.
Aun cuando suspiremos por sentirnos colmados por el otro, somos únicamente nosotros quienes desde nuestra propia posición, y por el contrario, nos sentimos capaces de ocuparnos, embriagados, con la posesión de algo, lo que sea. La pasión amorosa está desde su raíz en condiciones de una real y objetiva asunción del otro, de su entrada en él, pero es más aun nuestra más profunda entrada en nosotros mismos, en nuestra pluriforme soledad, pero como si se colocara en derredor miles de espejos que reproducen nuestra soledad hasta parecer que abarca y engloba a todo el mundo. El objeto amado, sin embargo, es únicamente ahí la ocasión que procura el acceso a todo, algo así como un molesto sueño nocturno que se encierra en un olor o un ruido que nos perturba el sueño y nos lleva a soñar.
Y así es como cualquier tipo de actividad espiritual y creativa puede verse influida por la ocasión erótica, y a la vez verse elevada y como electrizada, incluso en ámbitos que por su aspecto práctico o de abstracción se alejan mucho de lo personal; sobre todo pueden verse acrecentadas aquellas actividades que son mayormente diferenciadas y disgregadas gracias a ese empuje que les brinda calor y ardor. Entonces destellan ciertas combinaciones, se forman y colorean ciertas imágenes que antes estaban muertas, pues toda actividad creativa tiene sus antecedentes, no ya en un estado anímico claramente desarrollado, sino en la capacidad de irse vinculando, desde esa clara cota del desarrollo y en un potente enlace, con toda vida que en nosotros ansia y estruja, que en nosotros habla y susurra, hasta su más honda raíz. Y de ahí emana su fuerza generativa, de ahí brota siempre algo que por ser de por sí una totalidad viviente puede vivir con fuerza propia al lado de su genitor, algo que a la vez es su obra pero independiente, lo mismo que el proceso que se revive constantemente en la vida física cuando la madurez del cuerpo conduce a la reproducción.
Al sumirse en esa hondura de la vida, nuestro espíritu revela, a menudo gracias al estupor erótico, unas fuerzas que antes no poseía, con menoscabo de otras que hasta entonces había poseído. Y ahí en esa introspección parece a veces como si la persona en un preciso momento adoptara la expresión de un espectador cuyos labios podrían manifestar más de cuanto él hubiera podido sospechar por el perfil de su rostro; sin embargo, al poner orden y reflexión en los hechos del día, y sobre todo con respecto al objeto amado, que nunca sabe adecuarse del todo al contexto, la expresión del rostro tal vez sea la de un niño sonriente y sorprendido. Y puede que de hecho todo eso ya esté en él más que cualquier otra cosa, centrado en un núcleo fructífero que no puede desplegarse en actividades parciales. Y entonces se parece a un niño, y de hecho se ha convertido en un niño en su atávico equilibrio entre cuerpo y alma y la ingenua conciencia de ambos; un niño que todo lo toma en serio, para el que todo es nuevo, que lleno de fe y confianza ilimitadas quiere asomarse al mundo insospechadamente magnífico y su única inclinación ante la sabia razón es su más bonita voltereta.
Por muy asombroso que parezca, existen finos y sutiles rasgos que relacionan al ser auténticamente querido, de todo corazón, con la constantemente loada niñez de las naturalezas genialmente creativas. Pues el amante toca, en un momento transitorio provocado por lo físico, y de ahí por otro camino, esa profundidad donde ahondan esos hombres excepcionales, y él sabe, como balbuceando en sueños, contar algo de las delicias que hay ahí abajo, pero de ello, ¡qué pena!, ha olvidado muchas cosas útiles y necesarias. Esa espontánea infantilidad que incluso el más sesudo y empedernido pedante puede lograr por medio del rejuvenecimiento erótico distingue claramente, insobornablemente, lo realmente erótico de aquella especie de simple codicia lasciva, ya sea más o menos refinada, pues en ésta la excitación corporal siempre se halla aislada, parcial, y no incide sobre el característico estado de arrebato del hombre como totalidad.
De la conciencia de no ser el uno para el otro un objeto de apreciación objetiva, como podrían serlo las demás cosas, sino simple y llanamente una fábula original, es de donde la actitud de los amantes toma su distintiva impronta durante los primeros tiempos de su relación. Es como si cada uno de ellos se revistiera para el otro con la imagen y la postura de una benévola idealización, que se esfuerza por mantener. Sería injusto confundir esto con algún tipo de afectación o escenificación de simple vanidad; ello se produce más bien como una derivación del propio sentimiento amoroso seriamente asumido, como si no se pudiera evitar el crear por la simple apariencia otro ambiente, en vez del real y diario de las cosas, otro nivel distinto de la vida de cada día. Todo eso que procura al amante una atmósfera especial, una singular luminosidad, no es plenamente auténtico ni asequible desde el punto de vista de la cotidianidad, pero se supedita a un serio anhelo de belleza al que el hombre se entrega con mayor recato que nunca, con mayor desparpajo que nunca, en busca de un enlace de seres plenamente nuevo.
Ciertas cosas no permiten, por así decirlo, vivirse más que de forma estilizada, no realista, para ser vividas en su sentido pleno, quizás porque su enorme plenitud poética tan sólo puede captarse manteniéndolas así. La puerta de recepción por la que nos da entrada el amor se abre en su peculiarmente adornado edificio de una forma distinta a la de cualquier otra puerta, ya sea de la mayor amistad y de la apreciación de valores. Y no hay otra puerta de entrada y es bien posible que no haya luego otro camino, pues no nos movemos ahí en un mundo de realidad, y nosotros somos sólo el espacio y el excitador de ese potente e irrefrenado mundo de sueños.
El amor entre dos personas llegará tan lejos como estén dispuestos a darle juntos esa posibilidad. Y esa dimensión, sea cual sea su ámbito vital, se perfila concentrándose y desplegándose por sí misma en su creatividad de una forma análoga a como puede ocurrir en el acto físico del amor entre los cuerpos: lo que internamente actúa en ellos no se puede exponer de forma racional, ni tampoco puede fundarse en la concepción de los elementos comunes de su ser, pues podría arraigar en rasgos más centrales, más ocultos y oscuros de cuanto aparece en la conciencia.
Así como dos cuerpos nunca se unen en toda su totalidad, sino más bien en relación con unos aspectos puntuales en su relación sexual, también ocurre ahí como si dos superficies de dos seres no se acoplaran en toda su extensión sino únicamente en un hondo punto de estímulo que suscita en ellos toda su creatividad. Para valorar una relación, a la que le debemos esa sensación de unidad, no la tasamos según la fuerza o la carencia de todo lo que fácticamente nos unifica con el «otro», sino que más bien nos fiamos como criterio de los impulsos amorosos reales, de las inmediatas e irresistibles propensiones de nuestros nervios antes que de las claras valoraciones de nuestra conciencia y de cuanto ésta puede percibir.
Sucede exactamente lo mismo que en el terreno artístico para los casos del proceso creativo; y de nuevo topamos con la analogía del amor con la creación artística. De las cosas que, honda y genialmente, estimulan al artista en su creatividad, éste sólo toma ciertos aspectos, determinadas facetas de su motivación, mientras que deja de lado, sin atender ni explotar, toda la demás plenitud de fuerza motivadora. Si un paisaje inspira un cuadro o una poesía, el artista lo tomará como ocasión puntual, dándole un tratamiento creativo en el que todo se supedita a su idea: todo cuanto le ha impulsado parece luego concentrarse, resumirse en el momento creativo de su arrebatada y grata sobrevaloración. En la fuerza del amor, en la que el artista ahonda, parece como si todas las cosas externas del amor se poetizaran en él como en algo profundamente conocido, como si el mundo exterior se asumiera ahí misteriosamente en su propia forma, o como si ahí perdiera su propio ser en esa oblación que constituye el auténtico proceso anímico.
Así como juzgamos la vida más interesante cuando nos perdemos a nosotros mismos en la entrega física, así también en esa honda y misteriosa paradoja de toda vida la soberanía del objeto amado se nos revela con toda su fuerza cuando —al igual que hace el artista con el paisaje no poetizado— desde nuestra pasión lo revelamos y plasmamos de forma puramente subjetiva, que nace de nuestra exaltación. En realidad, a la vez que por nuestra parte nos sumergimos plenamente en él, también de él lo tomamos todo para nosotros: le quitamos justamente cuanto nos es preciso para salir plenamente de nosotros mismos.
De ahí que amor y creación sean en su raíz una misma cosa: en la creación la obra viva surge, ante la ocasión que la incita, del amor desbordante, de la desbordante sensación de bienestar; el sentido íntimo de una acción amorosa, y por ello todo amor, es acción creadora, gozo de crear ocasionado por la persona amada pero no a causa de ella, sino por y a causa de sí mismo.
Por ello lo erótico debe sin duda ser considerado, por su propio ser —lo mismo que la actividad creativa del espíritu— como un estado intermitente que surge y amaina, y cuya intensidad o plenitud de dicha no puede predecirse en ningún caso concreto en su probable duración. Puede garantizársele cierta duración en cuanto que una mayor vehemencia se puede extinguir con mayor rapidez, en ciertas circunstancias. No obstante, al igual que todas las circunstancias que exceden de lo normal, el fuerte sentimiento amoroso no está en condiciones de creer en su propio fin, de formarse una imagen de su muerte, de su fenecer, y se regodea tanto de la más desenfadada seguridad de vida como de la más probada fidelidad carente de erotismo; todas esas erupciones de nosotros mismos, ya sean gozos, dolores o pasiones, carecen de conciencia del tiempo en virtud de su fuerza arrebatadora; y precisamente por su caducidad están nimbadas y cercadas por una honda eternidad, y sólo ese acento de tinte casi mítico es lo que hace el gozo tan feliz y el dolor tan trágico en nuestro mundo tornadizo.
Naturalmente que no podemos mostrar muchas exultaciones ni para el amor ni para la creación, sino que nos movemos siempre en aquella planicie banal donde todas las cosas sólo nos hablan por sus relaciones divisas, parciales, sin que en ningún punto puedan estimularnos con su hechizo unitario. Somos, pues, capaces de ejecuciones singulares, pero en los terrenos en donde nuestro ser pleno debe empujar con su arrojo para una actividad creativa, ahí tan sólo podemos alternar en el mal uso con los momentos cumbre, como el artista, por ejemplo, que se entrega a su trabajo con el corazón partido, que sufre impaciente en tales horas y puesto que entonces tan sólo hasta cierto punto puede disponer de sus expertas manos, de sus ojos, ideas o formas de talento.
Lo mismo le ocurre al ser humano anhelante, que hace funcionar su cuerpo en el amor como su utillaje de una forma consciente, sin sentirse internamente poseído y prendido por ese comportamiento. Lo que en el fondo aúna a tales casos, tan pronto como se expresan con toda su fuerza y hervor, no es esa extrañeza, exagerada o excesiva parcialmente, que le deja a uno sorprendido; es, por el contrario, sólo un pleno adentrarnos en el hogar de nosotros mismos, un volver a casa en un secreto acorde de todas las fuerzas, en un descanso y un respiro tras todas las disgregadas, individualizadas y distorsionadas peripecias y actividades de nuestra vida. Y por eso es por lo que nos eleva tan alto y nos hace tan singularmente felices, y por eso tanto en el amor como en la creación la renuncia es mejor que la mala, la insuficiente realización.
Es mejor esperar, renunciantes, a la puerta de nosotros mismos, de nuestro hogar y casa, y aguardar allí pacientes a lo que venga cuando todo esté dispuesto para la fiesta, cuando todo se ofrece voluntariamente, que abrir y forzar esa puerta y meterse en un interior hosco como un advenedizo que llega en mala hora. Es mejor dejarnos llevar por la serena fe de que es algo natural y cabal para la naturaleza intermitente del gozo genuino y de la creación, pues siempre nos hallamos en camino hacia él con cada paso con el que nos vamos acercando a la hora fijada.
Tampoco los amantes pueden hallar ningún fondo para su áncora y sus esperanzas de que su regreso a su propia casa sea a la vez mutuo encuentro, que coincidan regreso a casa y encuentro, pues muchas veces todos nos hallamos fuera de nosotros mismos, en la calle, en un desorientado vagar. Esos tiempos de demora y espera son frecuentemente difíciles de aguantar y mucho más cuando no siempre coinciden necesariamente entre los dos. Incluso para el artista, el creador, que tiene que actuar solo, significan los instantes más míseros, el hoyo, el infierno de la vida, y a veces pueden hacer que un espíritu de disposición nerviosa, de estados de ánimo tornadizos se abisme en el desconsuelo, en el tedio.
No es una diferencia de grado lo que en el ánimo separa el placer sumo de la vaciedad del placer; es más bien, se siente más bien, como una diferencia esencial: el mundo de la creación y del amor significa hogar y cielo, mientras que, en cambio, la actitud improductiva y vacía de amor supone una desamparada extrañeza desde la que no se divisa ni el más perdido sendero hacia lo desconocido, como si todo se hubiera desvanecido en la más absurda nada. Y se comprende, pues ni el entendimiento ni la voluntad bastan para reconducir la situación, porque no se puede lograr y reconvocar nada; nuestras destrezas individuales, entrenadas por la disciplina y el dominio naturales, responden mejor que nuestra capacidad de dominio sobre nuestra actitud total de una vivencia intensiva. Y así ya no actúan ni responden nuestros impulsos voluntarios en el ámbito donde lo espontáneamente vital se manifiesta; eso que nos es más sublime, esa vida de nuestra vida, eso que justamente parece hacernos más activos, que nos hace ser nosotros mismos como primer factor, tan sólo lo sufrimos, únicamente lo recibimos; debe superarnos.
El carácter intermitente de toda pasión amorosa, igual que el carácter de la creación, nos llevaría a recintos menos peligrosos si no se le adosara un malentendido. El artista que dibuja un prado tiene conciencia de que el valor sólo radica en el hecho de producir, mientras que le deja indiferente si encajan o no los elogios espontáneos, si se le justiprecia o desestima, y cuánta hierba crece en el prado. El amante, en cambio, no consigue dejar de lado sus propios elogios del ser amado para darles un valor real y así situar su justo valor en un punto de equilibrio. Se confunde, pues, al querer ver en cualquier rasgo del otro el delirio que incita su excitación erótica, como un soplo que levanta burbujas en el agua, para verlo confirmado y verificado a cualquier precio, y a todo ello le da una credulidad espantosamente proclive. La consecuencia es la consabida caída desde las nubes del quinto cielo hasta la cruda realidad en la primera y definitiva decepción. Esa pobre pasión amorosa, incluso en la embriagada felicidad de una reina de oropeles de repente encandilada, se vuelve súbitamente y se degrada en una cenicienta que sólo tiene el derecho de quedarse ahí para atender a las prácticas tareas de la vida: vida y amor vienen, pues, a coincidir y se hacen mutuamente las concesiones precisas para seguir viviendo juntas: el amor se recinta en su reducto de oropeles y se conforma con despojarse de sus vestidos de fiesta para quedarse luego ahí en el rincón con sus ropas de faena.
Pero ese final falaz que la persona experimentada suele predecir con ardiente certeza, para cualquier amante resulta de haber tomado primero los oropeles del amor demasiado en serio pero sin justipreciar el derecho al propio vestido de fiesta y a la propia tarea festiva.
Demasiada importancia al oropel, pues incluso durante el arrebato amoroso que da nombres tan dulces al ser amado y no parece soñar en nada más que en él, no era ése, por mucho que se lo figurara, el contenido, ni la meta ni el centro de su impulso erótico, sino únicamente la ocasión; en realidad se hallaba ya de antemano en la más alejada periferia del círculo del ser que tan ardientemente amaba, estaba condenado a una acción indirecta. No puede existir ningún enlace erótico entre dos personas cuya mayor bendición no sea justamente su influencia sobre nuestro amplio y libre despliegue de la propia personalidad en el espacio que nuestras capacidades nos reservan, mientras que otros sentimientos, más impersonales pero de colores más desvaídos, como la compasión, la conciencia del deber o la consideración no logran sino reducir la personalidad de una persona por mor del otro.
Bien puede que eso parezca triste, como un sermón de aislamiento siempre más profundo para aquél que quiera salir de sí mismo por el amor. Pero es justamente eso lo que da al amor su dominio en lugar de despojarle de su fuerza tras un efímero apogeo y arrojarlo al campo de las precarias necesidades de la vida. Cuando el amor actúa como una ocasión, cuando utiliza a la persona amada como un mero encendedor en vez de como un fuego al que se calienta, se queda entonces como una fuerza restringida, por mucho que dure y por más que se extienda, sin llegar nunca a todos los ámbitos de la vida.
Una y otra vez puede actuar como sucede en la unión física: así como ahí la persona tocada por él engendra vida a través del contacto con el otro, despliega desde sí su fuerza creadora, también todas las obras vitales, toda la fertilidad interior y toda la belleza pueden emanar del simple contacto. Tanto si se queda para siempre como una ocasión «externa», cerrada a su vez en su interior, no por eso deja de ser todo para el otro; su punto de unión con la vida significa su permanente conexión con el aspecto «exterior» de las cosas, que no podría alcanzar de otro modo. Es el medio por el que la vida le habla y de pronto se convierte en oyente, como si hablara con lenguas de ángeles por las que halla las palabras y tonos justos.
Amar significa: conocer a alguien cuyos colores las cosas deben tomar cuando lleguen a nosotros para que dejen de sernos extrañas y espantosas, o frías y hueras, de manera que se acurruquen a nuestros pies como las fieras en el paraíso. En muchas canciones de amor persiste, junto con el erotismo que suspira por el amado, algo de esa sensación poderosa, como si la amada no fuera sólo ella misma sino también el mundo entero, el todo en su plenitud, como si fuera la hoja trémula en la rama, o el rayo que se espejea en el agua, la que lo transforma todo, la que se transforma en todo. Y de hecho el amor proyecta su imagen en cientos de imágenes, en un fértil reino en derredor que hace que, doquiera que ande, siempre se mueva por senderos de amor y dentro de una patria.
Y aunque eso sea así, no constituye ciertamente un peligro mayor para la pasión amorosa que cuando una persona en su alocada ceguera para el otro pretende imaginar algo más que dicha mediación, una descarga productiva en el más sublime sentido, y en vez de eso busca lo contrario: cuando quiere modelar artísticamente su propio ser al estilo del otro, y no sólo en la fantasía amorosa, para volverse uno con él. Sólo quien sigue siendo fiel a sí mismo está en condiciones de ser duraderamente amado, pues únicamente en su plenitud viva podrá simbolizar la vida para el otro, podrá ser visto como una auténtica fuerza de la vida. Nada es tan opuesto al amor como un medroso ajuste y adaptación al otro, en un sistema de infinitas concesiones mutuas que sólo soportan aquellas personas que deben mantener por motivos prácticos relaciones de naturaleza impersonal y a la par iluminar con el raciocinio esa necesidad. Cuanto más plena y sutilmente se hayan desarrollado en una situación de amor a medias, parasitándose el uno al otro, en vez de ahondar cada uno en su propia raíz, en su terreno autónomo, para que ése se convierta también en el mundo del otro.
Y es un espectáculo asaz frecuente que, cuando tras una larga vida de aparente amor feliz la muerte separa una pareja, luego tras un período de seria y desconsolada desesperación, el sobreviviente vuelva a florecer de una manera completamente distinta. A veces ciertas mujeres maduras que con excesiva devoción se habían reducido simplemente al papel de «media naranja» de su consorte ven de nuevo florecer con sorpresa, tras su viudez, un tardío esplendor de su sometido y casi olvidado ser.
De hecho esas «medias naranjas» se han sentido siempre agobiadas en su morada cuando no ha existido una plena compenetración: han seguido diciendo «nosotros» en lugar de «yo», pero ese «nosotros» ha dejado de tener un suelo firme donde edificar un pedazo de vida y el «yo» ha seguido manteniéndose; y eso no vale únicamente para algunas infelices, sino también para personalidades ricas, pues también éstas se agotan cuando uno ingenuamente va despojando al otro de su contenido y le va metiendo el propio hasta que llega a producirse la alteración.
Tal vez llegaran a ser personas con una confianza como de hermanos, antes que amantes, con los recuerdos y ansias del pleno amor, que por descuidar dos ricas y fértiles unidades llegaron a la muerte trivial. Y para tocarse vivamente se conocen todavía ambos bien, sorprendentemente bien, y así van comiendo lo necesario del más hermoso manjar. Y cuando va acercándose ese momento, el amor se siente cada vez más harto y acaba por dejarlos vestidos con las ropas de la pobreza y con la vergüenza del hambre en solitario, como dos mitades que se han ido perfilando con demasiada precisión.
Dentro de la pasión no existe ningún «conocerse» a fondo; por mucho que ese conocerse crezca y se amplíe, siempre pone entre ambas personas aquel fructífero contacto que no puede compararse con ningún tacto ni relación de simpatía y que las vuelve a situar de nuevo a ambas en el punto de la relación primigenia; es decir, en la fuerza de la experiencia, en su propio adentrarse en sí mismas, en su crecer propio, ante el que toda exploración objetiva siempre se queda corta.
El amor llena el egoísmo de cada uno con demasiada dicha, esplendor y vasteza para pretender llegar a conocerse; y para su vergüenza, el amor debe más bien asentir. Ese conocimiento ordenado se ve confundido no sólo en el primer arrebato de los sentidos para trocarse en patraña y creerse simplemente algo totalmente maravilloso, sino que luego sigue viéndose interferido y confuso una y otra vez. El amor siempre ha pertenecido y seguirá perteneciendo a las cualidades frívolas del ser humano, al correr por otros senderos de los que la prudencia podría sospechar.
Es sorprendente decirlo, pero en el fondo no le interesa mucho al amante saber cómo «es el otro». Impelido por un monstruoso anhelo, le basta saber que se le presenta como algo incomprensiblemente bueno. Y se queda sin saber a qué se debe eso; ambos siguen siendo un misterio final el uno para el otro.
Y así es todo lo contrario de un asunto preciso: en las diversas formas en que han podido saborear la vida fuera del amor, esa vida se les antoja como nunca cumplida, pues ilusión y realidad se les confunden lo mismo que en el caso del amor; e igual que en los arrebatos físicos, se quedan perplejos, pues también ahí el juicio se ve siempre algo sobornado, y las obras llegan siempre mucho más lejos que la causa, y parece como si lo avasallaran todo, como si lo magnificaran todo. Y por esa confusión siguen idealizándose un tanto mutuamente, dejando de obrar con la actitud del experto. Y así ambas partes se quedan satisfechas.
¿Y al envejecer? Sí, me temo que entonces seguirán igual. Seguro que los arrebatos del amor, del gozo de los sentidos, se vuelven más y más espaciados, con mayor sordina, hasta que finalmente se duerme el gran sueño. Pero entonces su pasado les es tan íntimo como el calmoso presente, y de ahí precisamente brota su senil amor. Como un compañero de recuerdos, les está ahí cerca y familiar como si todavía vivieran juntos y serenos en la morada de su amor. Como el primer rincón que les cobijó antes de seguir construyendo: salones altos, familiar taller de trabajo, amplios balcones. Y ahora sigue siempre ahí, si bien un tanto envejecido y descuidado, y cobija aún todas las cosas del ajetreo de antes que suscita la sonrisa de los viejos. «¿Recuerdas?», se dicen al verlo, y se aposentan y sueñan. Y es entonces como un recuerdo de niños. De pronto tan lejano como la infancia, pero igualmente inocente e inconmensurablemente hondo. Un recuerdo lleno de locuras, pero esa locura, con toda su euforia de juegos se les antoja ahí como la fuente de donde bebieron su vida. «Soñamos uno del otro en nuestra feliz locura pero siempre para vivirnos más plenamente; no nos entregamos el uno al otro, tan sólo nos incitamos mutuamente. Y así nuestros días fueron ricos y nos transmitimos en florecientes hijos y engendramos vida en todas nuestras obras».
Y así sentados van hablando y exagerando visiblemente su amor. Y es que también hoy exageran; deben hacerlo porque no saben explicarlo de otro modo —no son su fuerte las explicaciones—, pues resulta que uno es más egoísta cuanto más ama, y dos siguen siendo uno sólo cuando permanecen como dos.
Raramente los amantes persisten como «dos», pues con frecuencia unidad significa mutilación, y de ahí nace la insatisfacción al dejarse prender con demasiada fuerza por la pasión amorosa. Uno teme verse reducido, quedarse en algún modo sin las manos libres, dejar de disponer ya de posibilidades para el desarrollo y el intercambio, y se miran con creciente desconfianza «los amores eternos» con su tradicional fidelidad. Hoy en día ya no nos consideramos tanto seres compactos, de una sola pieza, incambiables, como antes cuando nos dejábamos atribuir una firme concepción de nuestro ser, un carácter racional de nuestro existir para confirmarlo fehacientemente con nuestro obrar. Y por ello, una concordancia con otra persona ya no nos parece una garantía tan duradera ni fundada. Y es fácil tener la impresión de que el amor se resuelve en efímeros recorridos, en juegos y fatigas. Es más, parece ser como si los hombres de antes entendieran mejor el amor al complicarlo menos, o al menos al no tener una conciencia tan nerviosa de su complicación, y así podían estar más seguros de su amor interno. No es difícil ver, sin embargo, que uno se equivoca, pues justamente de esas aparentes carencias e impedimentos deriva mucho bien para el amor.
El amor está hondamente vinculado con la plena autorrealización de la persona, y esencialmente en sus subidas y bajadas. En comparación con otros tiempos existen hoy día nuevos ámbitos, a centenares, en los que los hombres se mueven, cientos de distintivos, de mutuos saludos e invitaciones que multiplican la fuerte diferenciación del individuo, y asimismo para los amantes se configuran muchos mundos dentro de los cuales pueden contactar.
En la fidelidad primitiva se albergaba la primitiva suficiencia en relación al sentimiento amoroso realmente vivo: la necesidad de sentirlo vibrante y latente en cada experiencia era tan escasa que casi se podrían montar unos tenderetes de fiesta para las ocasiones que lo propiciaban. Bastaba con haberlo sentido una vez para que se convirtiera en «propiedad» con todas sus formalidades. El hombre de hoy sabe mejor que las personas nunca se «poseen», que se ganan o se pierden en cada instante de la vida, y que el amor sólo existe en su efectiva acción espontánea. Por ese motivo se hace hoy en día más difícil distinguir entre frivolidad o juego y enamoramiento real, aunque no estén tan fuertemente mezclados como entonces: importa mucho menos que entonces saber cuándo y cómo se ama.
Mientras que antes, en cambio, incluso una relación insignificante y mezquina, una relación harto estéril, podía considerarse a lo largo de toda una vida como una atribuida gracia de Dios, hoy en día una relación amorosa relativamente rica y profunda no puede otorgarse un plazo mayor de tiempo que otrora un «juego», pues existe la conciencia de que ningún huero pretexto puede mantener ese amor y que, por tanto, es mejor seguir separados. Ciertamente hay cierta crueldad en esa opinión, pero no es algo distinto de la crueldad que nos empuja a superar la sabida carencia y responde a menudo a la seriedad de la vida; nace también de la conciencia de que nuestra fuerza amorosa cae irremisiblemente en la muerte cuando no se evidencia como fructífera para nuestra vida interior. Es consciente de que cuando el amor puede ser más que un pasatiempo sensual o ardoroso, debe cultivarse en la misma tarea del vivir como una parte de nuestras más sublimes metas y más sagradas esperanzas y que desde su ámbito debe irse conquistando la vida un pedazo tras otro. La plenitud del amor será siempre la que logre su objetivo en la mayoría de puntos y ámbitos hasta que una persona lo haya vivido todo por mediación de otro, más aún, hasta que ellos estén en condiciones de serlo todo: amantes, esposos, hermanos, amigos, padres, camaradas, niños que juegan juntos, severos jueces, ángeles de compasión.
La concepción del amor va cambiando con relación a las distintas etapas de su lenta evolución. Si echamos una ojeada al mundo de la vida inferior vemos cómo las pequeñas amebas se juntan y reproducen al enquistarse en pareja en una unión que da nueva vida y que origina nuevas amebas. Nos parece natural, cuando nos faltan otros ejemplos en la vida física, que nuestros cuerpos se conformen con darse unas pequeñas partículas en la cópula participando ahí sólo con una función limitada que deja intacto e independiente todo lo demás. Pero en cuanto a lo psíquico rara vez nos ocurrirá que la situación de la ameba nos sea extraña si se nos impone como deber, por así decirlo, disolverse mutuamente uno en otro para desaparecer. Es precisamente como si con este criterio nos hubiéramos quedado más retrasados en nuestra diferenciación de las almas que en la de los cuerpos. Y, en cambio, debería iluminarlos para saber que de la pasión amorosa pretendemos lo mismo en el sentido psíquico que en el corporal: nada de disolverse en el otro sino volverse más fructíferos por medio del contacto, en un robustecimiento hasta un desborde de fertilidad. Nuestra fertilidad es, en cambio, como en el caso de la ameba, una disgregación en partes, y a la vez una función parcial, un elevado grado de especialización, un estado de saturación. En el mismo sentido se despliega el artista, pues él, ya más parecido a una ameba, ha producido su obra desde sí mismo, desde su propia fantasía, sin quedarse por ello incorporado a su obra.
Esa analogía de formas de manifestación corporal y anímica en la recepción y expresión del sentimiento amoroso nunca puede ser lo bastante matizada, pues ahí se configuran las dos caras del mismo proceso. Así como la inspiración artística arraiga en los procesos de la fantasía que implican en su «compasión» todo el ser del artista, también la excitación erótica en la vida sexual no puede derivar de otro sitio que de la fantasía como su centro de fertilidad, por mucho que luego vaya implicando otras cosas, sea lo que sea, incluso al mundo entero; y ese proceso erótico tampoco sale luego del ámbito de lo sexual, aunque arrastre diversas fuerzas psíquicas que luego prolonguen su alcance hacia el exterior. Es una sinrazón reducirlo y limitarlo a los burdos límites de la actividad física y no atribuirle todo lo demás, el conjunto de sentimientos y fuerzas; pero también es una sinrazón cuando en un afán moralizante o estetizante se pretende falsificar su auténtica naturaleza.
Lo erótico es justamente cuanto es gracias a la fuerza elemental por la que toda la aparente separación y extrañeza entre manifestaciones corporales y espirituales se ve superada, aquella que nos permite señalar el momento físico en lo espiritual, y viceversa. En su mundo físico se encierra ya todo lo demás, incluido y comprendido todo el impulso espiritual, al igual que las nubes preñadas de tormenta lo mismo sacuden que rugen o mojan en su descarga eléctrica con rayo, trueno y agua. Sería igualmente posible y relevante pretender trazar el juego de nuestro espíritu en la constitución corporal del arrebato amoroso que, viceversa, investigar el estallido de los sentidos en su supraterrena divinización. Ambos elementos pueden mezclarse ahí con una fuerza y modalidad desiguales, pero lo esencial sigue siendo que se trata de un mismo fenómeno único. Justamente eso hace posible que lo erótico se halle presente tanto en el ciego anhelo sensible como entre el contacto de dos personas en el ámbito espiritual de la vida: si se quieren, saltan las mismas chispas eróticas del uno al otro y lo erótico anima sus pensamientos, lo mismo que su cuerpo.
En su soberana autonomía que constituye el mundo de lo erótico tanto en todas sus manifestaciones físicas como espirituales, se presentan numerosos conflictos con otros mundos de sentimientos y con la fluctuante forma de juzgar de los hombres. Y hay un ejemplo de ello en una expresión que encierra un degradante desdén: que a la vez se puede amar y despreciar. Me fijo muy especialmente en el frecuente caso en que nuestro «desprecio» tan sólo es fruto de la educación, y el amor en realidad viene a concordar con nuestra valoración individual de las cosas. Es de hecho bien posible amar a alguien, es decir sentir por medio de él la influencia vivificante y creativa que de ahí emana, y a la vez rechazarlo con todas nuestras alertas y conscientes fuerzas del espíritu. Lo mismo que existen hombres que no sienten en absoluto, o casi nada, lo erótico, también puede suceder que alguien nos atraiga eróticamente en el oscuro fondo de nuestro ser sin que ese atractivo tenga la suficiente fuerza para poner en agitación los demás reductos de nuestro ser. Se queda como un fuerte impulso, un impulso de nuestro ser total, pero tan sólo actuante en determinados puntos mientras que en otros deja lugar a la frialdad, al desencanto.
Y si ello ocurre en lugares muy sensibles, si le son contrarios fuertes tendencias y valores en nuestra orientación personal, entonces le damos el nombre de lucha entre el amor y el desprecio, y pocas veces esperamos de un hombre firme que sin más venza su pasión; si bien nadie, ni siquiera él mismo, llega a saber en el fondo qué dioses luchan en su corazón y de qué lado caerá el peso, por dónde se producirá la escisión. Es cierto, pues, que el hombre no vive sólo de sus impulsos elementales, pero no lo es menos que tampoco vive únicamente de su razón.
En términos generales la pregunta podría plantearse así: ¿Por qué si el objeto amado tan frecuentemente se nos compagina en tan pocas cosas, menos que tantos otros hombres con nuestras propias inclinaciones, por qué entonces todo debe venirnos de él? Casi en todas las relaciones con otros hay algo que nos lleva a preguntárnoslo, pero en muchos otros casos incluso el mismo sujeto se lo pregunta sin hallar una respuesta. Y así sucede a menudo que una persona siente inclinación y pasión por otra cuya physis habla un lenguaje completamente distinto, es decir, que simboliza algo muy diferente de cuanto confirma su psiché en una más íntima familiaridad. Es como si su aspecto, su porte, su sonrisa, el tono de su voz, todo en resumen, incluso sus más pequeños rasgos, hablaran de alguien distinto del que en realidad es. Y no cambia mucho el caso aun cuando se trate de una pasión ligera, pues ella sigue amando, como cualquier auténtica pasión, al cuerpo humano, si bien como forma y signo del hombre interior; y su conflicto no es menor, por tanto, del que pueda haber entre amor y desprecio, incluso si su intensidad fuera la mayor. Nunca y para nada se equivoca en su impresión física: su instinto nunca puede equivocarse, eso es bien cierto. Pero bien puede suceder que cuanto ve y capta tan sólo se produzca corporalmente en ese individuo, tal vez desde antiguo, como fruto de antecedentes y rasgos familiares, quizá desde la infancia, por lo cual las cualidades adquiridas después hayan borrado lo exterior; o que, dicho brevemente, ya no exista.
El cuerpo es la fuerza más conservadora y muchas cosas tan sólo lentamente llegan a expresarse en él, lo mismo que lentamente desaparecen. Creo que en un acento extraño, que luego impregna todo el cuerpo en lo erótico, si no se tienen oídos sordos para ello —ese acento que puede lograr que una línea de cuello nos enamore para siempre o que un tono de voz nos decepcione de una vez por todas—, hace que el cuerpo pueda desempeñar un papel extraordinariamente trágico.
Y así el cuerpo muestra la instintiva sabiduría de lo erótico, que con razón radica en el inconfundible uno y todo, para lo que no hay otra línea definida; pero lo que nos interpela y realmente se expresa no radica en una realidad inmediata, ni tampoco se halla a menudo en concordancia con la forma de ser y condición del hombre interior, y —en el peor de los casos— nos habla únicamente de una vida interior que ya no existe, que sólo se mantiene en los rasgos del cuerpo. En tales casos nos pasa lo mismo con aquél al que amamos que con la luz de aquellas estrellas tan alejadas de nosotros que únicamente nos llega cuando precisamente ya están extinguidas. Entonces amamos algo que es, pero a la vez ya no existe. Pero incluso entonces no amamos en vano, pues justamente el rayo todavía visible de esa luz tal vez llegue a encender todo el fuego de nuestro ser de una forma que ni siquiera la otra realidad habría podido inflamar.
Y algo de ese aspecto trágico, por el que en tal singular caso nos jugamos el esplendor de nuestra alma, anida singularmente en cada amor erótico debido a una vinculación corporal. Tan sólo amamos eróticamente lo que, en un sentido general, se expresa de forma física, lo que se ha simbolizado corporalmente, y eso significa un camino muy indirecto de una persona a otra. Significa que nosotros nunca nos compenetramos en realidad, sino que a la vez sólo quedamos marcados corporalmente mientras que entretanto, en virtud de esa ocasión física, se forma en nosotros la brillante imagen del otro que así anima, revive y desata todas nuestras fuerzas. Ese es también el motivo por el que se puede amar y seguir amando a una persona mutilada o desprovista, pero únicamente porque antes, dotada y entera, nos dio acogida física junto a sí; sería difícil, por lo contrario, inclinarnos hacia su amor de antemano por una carencia física de su cuerpo. Ese amor, ya sea el más físico como el más aparentemente espiritualizado, que es tan crédulo, es lo que nos trasguea; el amor vive enteramente en los cuerpos, pero ahí sólo como símbolo, como imagen del hombre total, para despertar cuanto anida en nuestra alma entrando por la puerta de los sentidos.
Cualquier amor tiene una característica primigenia y nunca la pierde: la de permanecer extraños viviendo eternamente en una eterna proximidad. Y no sólo en aquel caso extremo citado, y no sólo en el desprecio o en el amor no retornado, sino en cualquier momento y caso en que las personas se quieran, uno se acerca al otro tan sólo superficialmente y luego le deja siendo uno mismo. Es siempre una estrella inasequible lo que amamos, y en lo profundo todo amor es siempre una secreta tragedia, que no obstante, por ser precisamente lo que es, puede exteriorizar la eficacia de sus frutos. Uno no puede adentrarse tan hondo en sí mismo, no se puede hurgar en el fondo de la vida donde todas las fuerzas se enredan y todos los extremos se quedan sin perfilar… sin sentir a la vez dicha y tormento en una misteriosa relación. Cuanto ahí sucede al hombre se queda más allá de cualquier parcialidad y definición entre egoísmo y desinterés, entre corporal y espiritual, incluso más allá de cualquier anhelante, esforzada e insatisfecha sensación de bienestar por las que a lo largo de nuestra vida procuramos defendernos del dolor como de nuestro acérrimo enemigo. Hay sólo uno que sabe que dicha y tormento son lo mismo en las más intensas y creativas experiencias de nuestra vida: el hombre que crea. Pero mucho antes que él ha habido ya un ser humano que amaba, juntando sus manos en súplica y alargándolas hacia una estrella sin preguntarse si ello le producía gozo o dolor.

Reflexiones sobre el problema del amor.
Lou Andreas-Salomé
 
Traducción: Mateu Grimalt

Autoradel 12 Febrero

AUTOR DEL 1 DE ABRIL
Edgar Wallace. 
La caída de Mr. Reader.

«El Orador» era un hombre de gustos sencillos y poco aficionado a las novedades. Si tenía un aparato de radio era porque se lo había regalado un admirador suyo, pues de no ser así jamás se le habría ocurrido comprar uno. Lo tuvo en el salón de su casa sin utilizarlo ni una sola vez, durante seis meses, y cuando, por fin, se decidió, se dio cuenta de que no funcionaban las baterías, dejando pasar otros seis meses hasta mandarlo arreglar.
Evitaba los programas musicales, sobre todo los clásicos, y prefería las conferencias y charlas, tal vez porque encontraba agradable oír hablar sin tener que dar una respuesta. No obstante, a veces, escuchaba a las orquestas de baile, recreándose en atrapar al vuelo los distintos trozos de conversación que llegaban desde las parejas hasta el micrófono.
En una ocasión pudo oír la voz de un hombre, algo cansado, mencionando algo relativo a sus negocios, con tanta claridad como si el que hablaba se hallase ante él.
—… opino que las cuentas atrasadas nunca deben cancelarse. Yo sé que nos escribió a Glasgow…
Después sintió algo confuso, al mismo tiempo que se oía una risa femenina.
—… precisamente hoy me di de cara con él en la calle y le dije: «¡Oiga! ¡Todavía nos debe usted aquello!…». Es formidable la memoria que tengo; no lo había visto más que una vez… No, únicamente facilitamos el arsénico a los agentes de ventas…
«El Orador» creía ciegamente en la ley de las coincidencias, y por ello no quedó muy sorprendido al leer la palabra «arsénico», la mañana siguiente, en el primer informe redactado por el Jefe de Policía de Wessex, referente al caso «Fainer».
Este informe fue recibido en Scotland Yard con bastante retraso, cuando Mrs. Fainer estaba ya en la cárcel esperando la vista de la causa. «El Orador» leyó la carta con su tranquilidad habitual.
«No estoy convencido de que esa mujer sea la culpable (escribía el jefe de Policía, que, además de buen amigo del “Orador”, era el más inteligente de los que ostentaban el cargo), y tampoco creo que mis hombres hayan hecho en esta investigación un papel tan lucido como hubiera sido de desear. Fui algo torpe no llamando a Scotland Yard desde el primer momento, pero si no es demasiado tarde, le agradecería que viniese usted por aquí a fin de esclarecer varios extremos dudosos».
Después de consultar con el comisario, Mr. Reader tomó el tren para Burntown donde el jefe de Policía le esperaba en la estación.
—La causa se verá la semana próxima, y me parece difícil obtener más pruebas de las que ya poseemos; hay bastante para colgar a esa infeliz —dijo—. Una chica muy guapa, Reader… Valía mucho más que su esposo, un semiinválido regañón, que no hacía más que quejarse desde la mañana hasta la noche. ¡Le aseguro que, a veces, le doy la razón a ella por haberse desembarazado de ese hombre!
Fainer, el muerto, había sido un comerciante que se retiró de los negocios poco después de cumplir los treinta años, cuando había ya redondeado una fortuna regular, y diez años más tarde contrajo matrimonio con la joven que ahora se hallaba en la cárcel. Para ella, la vida matrimonial no había resultado precisamente agradable; sin embargo, la soportó con resignación. Tenían uno o dos amigos, el principal de los cuales era un tal míster Alejandro Brait, representante de varios fabricantes de loza y quincalla en la región, al mismo tiempo que agente de negocios.
Mr. Brait era muy respetado en Burntown. Figuraba como uno de los iniciadores de la Junta local para la reforma de menores, había pronunciado varias conferencias, cantaba en el coro de la iglesia y, en general, se le tenía por una de las personas más formales y bondadosas de la localidad.
—No cabe duda —decía el Jefe— que Fainer confiaba en Brait más que en cualquier otro. No tiene nada de extraño, porque Brait es campechano y optimista, y con su charla le hacía olvidar sus padecimientos, contribuyendo de paso a hacer la vida más soportable a Mrs. Fainer. Lo trágico es que va a figurar como testigo principal de la acusación.
—¿Por qué precisamente como testigo principal? ¿Vio a la culpable envenenar a su víctima? —inquirió «El Orador».
Con gran sorpresa por su parte, el jefe asintió.
—Es evidente que el veneno fue administrado en el momento de tomar el té. En la instancia estaban Mr. Fainer, su esposa y Brait, que la vio pasar a su esposo un plato con dulces. Fainer murió a la mañana siguiente, y según el dictamen médico la muerte fue debida a envenenamiento con arsénico. Cuando Brait se enteró se vio en un apuro, porque una tarde se había encontrado en la calle con Mrs. Fainer que le había pedido algo extraordinario: que le procurase un poco de arsénico en la farmacia. El pobre no supo qué contestar, y temiendo decir algo imprudente, la informó de que únicamente podía conseguir arsénico firmando en el libro que las farmacias tienen para controlar las ventas de venenos, y que tendría que declarar el fin a que se destinaba el producto. Mrs. Fainer pareció algo turbada al oír aquello y desistió de su idea. Aquella tarde se vieron de nuevo a la hora del té, pero ella no volvió a hablar del asunto.
—¿Han encontrado arsénico en su domicilio? —preguntó Reader.
El jefe de Policía movió la cabeza negativamente.
—No. Hemos registrado por todas partes, sin encontrar nada; y tampoco sabemos de dónde lo sacó. Ella, naturalmente, niega haber envenenado a su esposo; confirma que encontró a Brait en la calle, cerca de Broadway, pero niega haber hablado de arsénico. Brait no se ha disgustado por esto; es hombre comprensivo y se da cuenta de que esa desgraciada tiene que mentir para que no la condenen.
—¿Cuánto tiempo lleva Brait en esta ciudad?
—Pues… unos cinco años. Es persona muy estimada…
—¿Tenía ella algún amante? —interrumpió «El Orador».
—¿Amante? ¡No!… ¡Válgame Dios!… No, de ningún modo. Hemos hecho pesquisas, y no hemos descubierto nada reprobable.
«El Orador» removió el té con su cucharilla en actitud pensativa.
—No creo que por ahora pueda hacer otra cosa que averiguar de dónde obtuvo el arsénico esa desgraciada.
A su regreso a Londres recordó su costumbre de no despreciar las coincidencias, y lo primero que hizo fue dirigirse al hotel cuya orquesta se oía en el programa de radio del que le llegaron las ya conocidas frases sueltas. Fue recibido por el «maitre», que era bastante amigo suyo.
—¿Dice usted que hablaban de arsénico? ¡Hum!… Sería míster Langfort, un señor de Glasgow. Tiene una fábrica de productos químicos. Estuvo aquí anoche y marcha a Glasgow en uno de los trenes de esta mañana. ¿Quiere usted hablar con él?
«El Orador» tuvo que esperar cinco minutos mientras se buscaba a Mr. Langfort; finalmente le condujeron al teléfono, por el cual habló con dicho señor, que, evidentemente, se hallaba preparando el equipaje en sus habitaciones. Reconociendo inmediatamente la voz que había oído por radio, Mr. Reader explicó en pocas palabras el motivo de su llamada.
—¡Hombre, es curioso! —exclamó Mr. Langfort, con marcado acento escocés—. ¡De modo que me oyó por la radio! A mi esposa le parecerá muy gracioso cuando se lo diga. Sí, en efecto; estaba hablando de arsénico. A propósito: le ruego no divulgue que mi acompañante era una señora…
«El Orador» acogió aquello con una mueca y le aseguró que podía contar con su silencio.
—Hablaba de un individuo a quien encontré ayer en la calle —continuó Mr. Langfort—. Es viajante o agente de compras de una casa importante, y vino a Glasgow en una ocasión; yo acerté a verlo por causalidad. Nos compró una libra de arsénico. Se llamaba… verá… se llamaba Grinnet. Recuerdo que dijo que tenía su oficina en Bristol. Pero se llevó el arsénico sin pagarlo, y ahora, al cabo de los años, le reconocí al verlo por la calle…
—¿Y le pagó?
—¡No faltaba más! —exclamó Mr. Langfort, con acento triunfal.
Mr Reader continuó tomando nota de la declaración del fabricante. Más tarde, cuando se hallaba cenando con el comisario, se atrevió a hacerle un ruego.
—Sí, desde luego —asintió su interlocutor—. Puede usted visitar la cárcel; dando mi nombre, le dejarán entrar. Me imagino que Mrs. Fainer no sentirá deseo alguno de hablar más de su desgracia, pero tal vez usted pueda convencerla de que nos ayudaría a esclarecer los hechos si nos dijese todo lo que sabe.
A las nueve en punto de la mañana siguiente, «El Orador» entraba en la prisión de Wilsey, y era conducido al departamento de mujeres, donde se le introdujo en un salón de espera. Al poco rato abrióse una puerta al otro extremo y entró una mujer pálida y de expresión asustada, aunque se adivinaba en su porte cierta distinción y dignidad. Además, poseía una belleza nada corriente.
«El Orador» era hombre poco sentimental. Había visto en muchas ocasiones a mujeres de gran atractivo, pero lo cierto es que ésta le causó una profunda impresión, tanto por su belleza como por la terrible situación en que se hallaba.
—Buenos días, Mrs. Fainer; soy el inspector Reader, de Scotland Yard —dijo, plácidamente—. He venido a hablar un poco con usted.
Ella cerró los ojos y movió negativamente la cabeza con aire de cansancio.
—No creo que pueda decirle a usted algo que no haya dicho ya a los demás, inspector.
«El Orador» dio la vuelta a la mesa y tomó asiento junto a la detenida, haciendo un gesto para indicar al vigilante que podía retirarse al otro extremo del amplio salón.
—Le diré lo que me interesa saber… —comenzó.
—¿De dónde saqué el veneno, tal vez? —adivinó ella—. No fui yo quien lo puso. Ni sé de dónde procedía. Estoy cansada de repetirlo y nadie me cree. Usted tampoco, seguramente.
—El juicio tendrá lugar la semana próxima. ¿Insiste usted en lo que ya declaró respecto a Mr Brait?
Al oír esto Mrs. Fainer elevó hacia él su mirada.
—Jamás dije a Mr. Brait nada acerca de ése ni otro veneno. Lo juraré ante el Tribunal, aunque no creo que me sirva.
—Entonces, ¿por qué miente ese hombre? —inquirió Reader.
La joven miró al suelo y se encogió de hombros.
—Eso sí que no lo sé —contestó con voz que casi era un susurro.
«El Orador» era un hombre dotado de instinto prodigioso y aquella actitud le reveló algo que ella no quería decirle.
—¿Es usted muy amiga de Mr. Brait?
—No, no —contestó ella, titubeando—. No muy amiga.
—¿Le dijo él alguna vez que estaba enamorado de usted?
Ahora la joven le miró con ojos asustados.
—¿Quién se lo ha dicho? Sí, en efecto; así es.
—Bien… ¿Qué aspecto tiene ese Mr. Brait?
La acusada le miró con expresión de asombro.
—¿No le conoce usted? ¿No le ha visto nunca?
—El único a quien he visto es al jefe de Policía. No sé si me creerá, Mrs. Fainer; pero tenga por seguro que mi intención es ayudarla en lo que pueda, y que no trato de hacerle decir nada que la comprometa.
Ella se quedó mirándole fijamente durante unos momentos.
—Le creo —dijo, finalmente—. Ya había oído hablar de usted antes, Mr. Reader. Sé que le llaman «El Orador» —añadió, mientras su pálido rostro se iluminaba con una leve sonrisa—, aunque ahora está usted hablando más de lo que dice la gente.
Por muchos esfuerzos que hizo, «El Orador» no pudo disimular su turbación, ni evitar un marcado sonrojo.
—Es posible que tenga razón —dijo—. Y ahora, ¿quiere decirme lo que sabe de Mr. Brait?
La joven no tenía mucho que contar. Mr. Brait la había galanteado atrevidamente en dos o tres ocasiones, y le había escrito algunas cartas.
«El Orador» adivinó que la joven no lo decía todo; que aquellas dos o tres ocasiones habían sido bastante penosas para ella. Y en cuanto a las cartas…
—¿Conserva usted alguna? —inquirió.
Nuevamente titubeó la joven.
—Le diré. Las guardé, porque aunque representaban un motivo de preocupación, tenía interés en conservarlas, por si acaso…, comprenda lo que quiero decirle: ¡Mi marido tenía en Mr. Brait una confianza sin límites! Hasta que un día tuve un susto horroroso. Las había guardado en un cofrecito que cerré con llave, y seguramente, un día que salí de casa, mi marido debió de abrirlo, y apoderarse de las cartas. Lo cierto es que desaparecieron de allí. No comprendo por qué se le ocurrió abrir el cofre. No había guardado nunca en él más que papel de cartas y sobres.
—¿No le habló nunca de esas cartas su marido?
Mrs. Fainer negó con la cabeza.
—Tal vez fuera alguna de las criadas —rumió el detective—. ¿Está usted segura de que se las robaron, de que no las tiene en el cofre?
—Completamente. Creo que el cofre está ahora en poder de la Policía.
—¿Qué aspecto tiene ese Brait? —inquirió «El Orador».
—Como amigo es bastante simpático; aparte, naturalmente, de sus atrevimientos conmigo, Y, después de todo, tampoco se le puede reprochar a un hombre que se enamore de una mujer… si verdaderamente era amor lo que sentía por mí. No es mal parecido, rubio, con ojos azules. Ya le verá usted por ahí.
—Me propongo verle esta noche —anunció Reader, levantándose de su asiento—. Creo que ya no tengo más que preguntarle; únicamente algo acerca de ese cofre. ¿Tenía una cerradura corriente?
Su interlocutora sacudió la cabeza en señal negativa.
—No; eso es lo más curioso. Tenía una cerradura «Yale», muy difícil de abrir. Fue uno de mis regalos de boda, y yo tenía la única llave. Guardaba allí varias cosas además de las cartas; y sin embargo, éstas habían desaparecido.
—¿Por qué guardaba usted en él los papeles de cartas y los sobres? —preguntó «El Orador».
La presunta envenenadora se puso roja como una amapola.
—A mi esposo le desagradaba verme escribir cartas —confesó—, y decía que era un gasto inútil. Tenía costumbre de contar las hojas de papel y los sobres en su escritorio, y si veía que faltaba alguna pedía explicaciones. Parece ridículo, ¿verdad? A causa de esa rareza suya me veía obligada a comprar papel y sobres sin que lo supiese. Mi esposo también se sentía celoso de todo lo que recordase mis antiguas amistades, y yo insistía en seguir escribiendo a las amigas con quienes estuve en colegio. Usted mismo podrá comprobar la verdad de lo que le digo.
—¿Por qué no informó a la Policía respecto a las insinuaciones amorosas de Mr. Brait tan pronto como la detuvieron?
La joven viuda se estremeció visiblemente.
—¿De qué me habría servido? —dijo.
Cuando salió de la prisión, «El Orador» era otro hombre. No era la primera vez que defendía a un acusado; pero jamás se había sentido tan convencido de la inocencia de una persona a quien todos creían culpable.
Aquella noche se vio con Mr. Brait y le contó parte de lo hablado con Mrs. Fainer. Su interlocutor le escuchó atentamente, con expresión de indefinible tristeza.
—Ojalá no la hubiese encontrado aquel día —dijo—. Fue la maldita casualidad la que me hizo pasar por las calles del centro y ver a esa infeliz cerca de la farmacia. Aprecio mucho a esa pobre señora.
—¿Qué quiere usted decir con eso de aprecio? ¿Qué está enamorado de ella? —preguntó Reader, sin andarse por las ramas.
Mr. Brait se sonrojó como una colegiala.
—No sé por qué me pregunta eso —dijo con acento altivo—. La aprecio, simplemente; es simpática. Apreciaba aún más a su esposo… Eso es todo.
—¿Le ha escrito usted alguna vez?
—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Brait sonriendo—. Si es así, no serviría de nada que yo lo negase. Le he escrito esquelitas alguna que otra ocasión para avisarle que iría a pasar la tarde jugando a las cartas con su esposo, pero nada más. ¿Va usted a insinuar que escribí otra clase de cartas?
—No insinúo nada; estoy interrogándole —dijo «El Orador» con el tono más brusco que era capaz de emplear.
La entrevista tenía lugar en la oficina del jefe de Policía a altas horas de la noche, y, cuando Brait se hubo marchado, el jefe se dirigió a Reader con aire de reproche:
—No debe usted tratar así a Brait; es una bellísima persona, incapaz de hacerle daño a nadie. ¿Qué opina usted de ella?
—¿De Mrs. Fainer? ¡Que es una mujer admirable!
El jefe pensó que un hombre que ya había cumplido los cincuenta y dos, y que aún estaba soltero, no debía considerar a una persona acusada de asesinato como «El Orador» consideraba a aquella mujer.
A la mañana siguiente, el detective seguía atareado con sus investigaciones. Pronto surgieron los resultados: el joven que le servía de ayudante llegó con algunas noticias de interés.
—El muchacho que trabajaba como ordenanza en la oficina de Brait ha sido despedido. He estado hablando con él y parece un chico inteligente.
—Odio a los chicos inteligentes; prefiero a los que no sobresalen en nada —gruñó «El Orador».
No obstante, la inteligencia de aquel chico quedó demostrada sin lugar a dudas cuando, a las diez de la noche, fue al domicilio del ayudante de Mr. Reader con un libro de apuntes bajo el brazo. Al día siguiente «El Orador» hizo tres visitas al pueblo vecino, desde donde podía telefonear sin despertar la curiosidad de las telefonistas. Celebró varias conferencias con la localidad de St. Helens, en Lancashire, habló también con el cura de un pueblo en Somerset, y cuando llegó la noche sólo quedaba por descifrar el problema del cofre.
—Carece de interés —dijo el jefe de Policía, que lo tenía en su poder—. Su dueña nos dio la llave; dentro no hay nada que valga la pena.
—¿Contiene todavía el papel de cartas?
—Supongo que sí —contestó el jefe, algo sorprendido.
Dos minutos más tarde, «El Orador» tenía ante él, sobre la mesa, el cofre de referencia, que abrió acto seguido.
En el fondo se veían hojas de papel de cartas de diferentes colores y tamaños, con media docena de sobres.
—¿Por qué compraría tantas clases diferentes de papel? —murmuró «El Orador».
Sacó las hojas y las distribuyó sobre la mesa, clasificándolas según el tamaño.
—¿Y por qué guardaba un papel tan descolorido? —preguntóse otra vez—. Mire, jefe: si no le importa, me llevaré todo esto a Londres mañana. Pienso regresar el domingo. Y ahora, antes de irme, quisiera ver otra vez a la detenida.
Su entrevista con ella fue algo curiosa. Cuando la viuda entró en la estancia, lo hizo con paso firme y mirada brillante; notábase en su porte cierto aire decidido del que había carecido en la anterior ocasión. No obstante, el motivo estaba lejos de ser lo que Reader imaginaba.
—Me he resignado —dijo la joven—, y estoy preparada para morir si es que me condenan.
—¿Por qué dice esas tonterías? —gruñó «El Orador» con acento malhumorado.
—Mire, Mr. Reader: figúrese que, por un milagro, el jurado me absolviese. No lo creo posible, pero supongamos que se dejan convencer por mi abogado. Yo no tengo medios para vivir. Desde ahora me señalaría todo el mundo con el dedo y me vería obligada a irme lejos de aquí. Mi esposo me dejó sin un céntimo. Como en sus últimos momentos creyó que era yo quien le había envenenado, se apresuró a hacer un nuevo testamento en el que no me dejaba nada. Como usted comprenderá, no me seduce la idea de volver al mundo para soportar tan pesada carga.
—Podría casarse otra vez —gruñó «El Orador» sin atreverse a mirarla.
Ella, en cambio, le contempló con gran curiosidad.
—¡Qué hombre tan extraño es usted, Mr. Reader! No se parece nada a las descripciones que me habían hecho. Resulta que habla mucho más de lo que dice la gente.
«El Orador» se levantó del asiento y carraspeó alzo azorado.
—Le diré algo en confianza, Mrs. Fainer —dijo—. Tiene usted que prepararse para hacer frente a la vida.
La viuda escrutó ansiosamente el rostro del detective.
—¿Quiere decir que me absolverán?
—Pues, naturalmente —afirmó Mr. Reader, con acento firme—. Estoy seguro de ello; ya sabemos que la mujer del basurero cogió unos trozos de chaqueta para remendar los pantalones de su pequeñuelo.
Mrs. Fainer creyó que Reader estaba borracho, muda calumnia que el inspector pudo leer en sus ojos.
—No me tome por borracho o por loco —dijo, y se despidió de ella, partiendo precipitadamente.
Lo de la mujer del basurero había sido un descubrimiento del joven ayudante, para cuyo ascenso en Scotland Yard habían cursado ya una recomendación a la superioridad.
«El Orador» pasó dos días en la ciudad, principalmente en Whitehall. Regresó a Burntown en el tren de las seis, y el jefe de Policía le esperaba en la estación.
—Hemos pedido a Mr. Brait que venga a mi oficina —anunció a Reader con cierta sequedad en el tono.
Era evidente que comenzaba a arrepentirse de haber solicitado la ayuda de Scotland Yard.
—Y no olvide, Mr. Reader, que debe usted procurar no ofender a ese caballero. Nos ha prestado su colaboración, facilitándonos toda la información que ha podido.
—No sé si tendré que ofenderle o no —dijo «El Orador»—; pero, en cambio, he descubierto lo que le interesaba a usted, jefe, y debía usted estar satisfecho.
—¿Cómo? ¿Descubrió usted la procedencia del veneno?
«El Orador» asintió, pero negóse a revelar más hasta que entraron en la amplia oficina que el jefe de Policía tenía en el Edificio del Ayuntamiento. Cuando llegaron, vieron allí a otros dos detectives en compañía de Mr. Brait, el cual se levantó de su asiento, saludando a Reader con aire sonriente; pero el inspector no hizo caso alguno de la mano que se le ofrecía.
—¿Cuánto tiempo hace que vive usted en esta ciudad, míster Brait? —le preguntó, apoyándose en la repisa de la chimenea:
—Cinco años —contestó el interpelado, un poco sorprendido.
—¿Dónde había vivido usted antes?
Mr. Brait pasó a informarle sobre aquel extremo.
—¿Era usted también agente de negocios allí?
Su interlocutor se limitó a asentir inclinando la cabeza.
—¿Le sorprendió a usted mucho el que Mrs. Fainer le pidiese que le procurase arsénico?
—Naturalmente —contestó Mr. Brait.
—No ha traficado nunca con arsénico, ¿verdad?
—No, desde luego —afirmó Brait secamente.
—¿Nunca compró usted arsénico a un almacenista? Le pregunto eso porque sé que el mismo día en que Mr. Fainer se sintió indispuesto por haber tomado el veneno recibió usted un paquete por correo certificado. En sus libros lo anotó como si se tratase de productos químicos, pero yo conozco la Casa de St. Helens, que se lo envió.
Brait asintió con gran sangre fría.
—Sí, ahora recuerdo. Compré una libra… o media libra, no estoy seguro… y lo remití el mismo día a un cliente de Shanghai.
—¿Recuerda usted el nombre de ese cliente?
—No; ahora mismo no me acuerdo.
—¿Conserva el recibo del envío certificado a Shanghai?
Advirtióse en Mr. Brait una breve vacilación.
—No lo envié por correo certificado —dijo.
—¿Y por qué no? —saltó «El Orador» vivamente—. Usted pidió que se lo enviasen certificado desde St. Helens, que no está lejos. ¿Cómo es que luego lo remitió sin certificar nada menos que a la China?
A esto no hubo respuesta alguna del interrogado.
—¿A qué hora lo depositó en Correos?
—Alrededor de la una —fue la incauta respuesta, que casi hizo al «Orador» abalanzarse impacientemente hacia Brait.
—¿Diez minutos antes de separarse de Mrs. Fainer en la calle? ¿Lo llevaba usted entonces en el bolsillo?
Brait pasó de rojo escarlata a una palidez cadavérica.
—Le advierto que no tengo por qué contestar a preguntas…
—¡Contestará usted a todas las que yo quiera hacerle! —le cortó «El Orador»—. No fue usted a Correos inmediatamente, ¿verdad?
—No; lo deposité aquella noche —dijo Brait agriamente.
—Y, por lo tanto, lo llevaba en el bolsillo cuando estuvo en casa de los Fainer tomando el té, ¿no? Yo le diré lo que pasó: cuando usted volvió a su casa, ya llevaba el paquete roto dentro del bolsillo —roto por haber sacado arsénico de él— y el día siguiente quemó usted su chaqueta para evitar sospechas. Pero no tuvo suerte: el basurero de su distrito guardó varios trozos del bolsillo que no habían ardido, y que están impregnados de arsénico. ¿No lo sabía?
El acusado se dejó caer en un sillón, como abrumado por el peso de los argumentos del inspector.
—Y ahora le diré algo más; hace cinco años compró usted arsénico a una casa de Glasgow, y no lo pagó hasta hace unos días, cuando el director de la casa vendedora le vio en la calle. Ese señor está dispuesto a venir a identificarlo. En aquella ocasión, el arsénico le fue remitido a la ciudad donde vivía usted entonces. También tenía usted allí una agencia de negocios. ¿Lo envió también a China?
El acusado no contestó a nada de aquello.
—Y tres días después, murió su primera esposa.
Ahora Brait se levantó, lanzando un rugido de cólera.
—¿Qué trata usted de insinuar? —barbotó—. ¿Por qué iba yo a querer matar a Fainer… mi mejor amigo?
—Porque estaba enamorado de su mujer, a quien le escribía cartas proponiéndole que se fugase con usted.
—¡Tendrá que probarlo enseñándonos esas cartas!
—Naturalmente. Las enseñaré; no se apure. Mrs. Fainer guardaba tres en un cofrecito, y creyó que habían desaparecido, cuando, en realidad, lo que había ocurrido era que la tinta se había descolorido. El hombre que escribe cartas de amor con tinta invisible, merece todavía más que la horca que le espera a usted… ¡No le dejen escapar!
El jefe de Policía se precipitó hacia la puerta, a fin de interceptar el paso al fugitivo. Por un momento, Brait se quedó en actitud indecisa, y luego, antes de que «El Orador» pudiese evitarlo, metió una mano en el bolsillo… Brilló un fogonazo y retumbó un disparo, y el criminal cayó inerte al suelo.
La vista de la causa de Mrs. Fainer por la muerte de su esposo tuvo muy poca duración. Una vez terminada, «El Orador» condujo a la viuda a Londres en su automóvil de dos plazas, y en todo el trayecto no habló más que una sola vez. Ello ocurrió cuando detuvo el coche en una curva del camino desde donde se dominaba el paisaje maravilloso de un valle por el que un río deslizaba sus plácidas aguas. En aquel lugar fue donde el inspector, contra su costumbre, habló por los codos.
Su esposa, la exacusada de asesinato, complacíase a menudo en recordarle aquel comienzo de su «caída».


La caída de Mr. Reader.
Edgar Wallace.

 

***

Edgar Wallace.
El criminal perfecto.

El señor Felix O’Hara Golbeater sabía algo de investigación criminal, pues, habiendo ejercido como solicitor durante dieciocho años, había mantenido asiduo contacto con las clases delincuentes, y su ingenio y agudas facultades de observación le habían permitido obtener sentencias condenatorias en casos en los que los métodos ordinarios de la policía habían fracasado.
Hombre escaso de carnes, avecinado en la cincuentena, se distinguía por una barba cerrada y mocha y unas cejas cargadas, siendo objeto una y otra de desvelados y pacientes cuidados.
No es habitual, ni siquiera entre las gentes de toga, tan dadas a costumbres singulares, extremarse en el cuidado de las cejas, pero O’Hara Golbeater era hombre precavido y preveía el día en que la gente interesada en ello buscaría sus cejas cuando su retrato figurase en los tablones de anuncios de las delegaciones de policía; pues el señor Felix O’Hara Golbeater, que no pecaba de iluso, se daba perfecta cuenta del hecho primordial de que no se puede engañar a todo el mundo indefinidamente. En consecuencia, vivía eternamente alerta a causa de la misteriosa persona que, tarde o temprano, acabaría por entrar en escena y sabría ver a través de la máscara de Golbeater el abogado, de Golbeater el fideicomisario, de Golbeater el mecenas deportivo y de (última y mayor de sus distinciones) Golbeater el aviador, cuyos vuelos habían causado cierta sensación en el pueblecito de Buckingham donde tenía su «sede campesina».
Una noche de abril estaba sentado en su despacho. Sus amanuenses se habían ido a casa hacía ya mucho tiempo, y la encargada de la limpieza también se había marchado.
No era costumbre de Felix O’Hara Golbeater quedarse en la oficina hasta las once de la noche, pero las circunstancias eran excepcionales y justificaban la desusada conducta.
A sus espaldas había una serie de cajas de acero laqueadas. Estaban dispuestas en estantes y ocupaban media pared.
En cada caja, pintado con pulcros caracteres blancos, figuraba el nombre de la persona o entidad para cuyos documentos estaba reservado el receptáculo. Había una caja dedicada al «Sindicato Alfarero Anglochino» (en liquidación), otra destinada a «La testamentaría Erly» y otra a nombre de «El difunto sir George Gallinger», para no citar más que unas cuantas.
Golbeater estaba principalmente interesado en la caja que llevaba la inscripción «Bienes de la difunta Louisa Harringay», que permanecía abierta sobre su impoluto escritorio y con el contenido dispuesto en ordenados montones.
De cuando en cuando tomaba notas en un libro pequeño, pero grueso, colocado a su lado; notas destinadas, al parecer, a su uso confidencial, pues el libro estaba provisto de cierre.
Cuando estaba más absorto en su inspección sonó un golpe seco en la puerta.
Alzó la vista y escuchó con el cigarro apretado entre sus dientes blancos y regulares.
La llamada se repitió. Se levantó, cruzó la alfombrada habitación con suavidad e inclinó la cabeza, como si de esa forma pudiera intensificar sus facultades auditivas.
El visitante volvió a golpear los paneles de la puerta, esta vez con impaciencia, y trató luego de abrirla.
—¿Quién es? —preguntó Golbeater suavemente.
—Fearn —fue la respuesta.
—Un momento.
Golbeater volvió rápidamente hasta el escritorio y amontonó todos los documentos en la caja abierta. Colocó ésta nuevamente en su estante y, regresando junto a la puerta, la abrió.
Un joven esperaba en el umbral. Su largo raglán estaba salpicado de lluvia. En su rostro, amable y franco, luchaban el embarazo de quien tiene que cumplir una misión desagradable y el fastidio peculiar del inglés a quien se hace esperar sobre el felpudo de la puerta.
—Adelante —dijo Golbeater, y abrió del todo la puerta.
El joven entró en la habitación, y se quitó el abrigo.
—Está bastante mojado —se disculpó con voz ronca.
El otro asintió con un gesto.
Cerró la puerta cuidadosamente y echó la llave.
—Siéntese —dijo, y atrajo una silla. Sus firmes ojos grises no se apartaban del rostro del otro. Estaba completamente alerta, en tensión, obedeciendo al atávico instinto de la defensa. Hasta la inclinación de su cigarro revelaba cautela y desafío.
—Vi encendida la luz del despacho… y se me ocurrió hacer una visita —dijo desmayadamente.
Siguió una pausa.
—¿Ha volado usted últimamente?
Golbeater se quitó el habano de la boca y lo examinó atentamente.
—Sí —respondió como si hablase confidencialmente con su cigarro.
—Es curioso que una persona como usted se dedique a eso —dijo el otro, con un destello de admiración reprimida en los ojos—. Supongo que el estudio de los criminales y el contacto con ellos… le fortalece los nervios… y demás.
Fearn estaba marcando el tiempo. Casi podía oírse la marcha acompasada de los pasos de su mente.
Comenzó de nuevo.
—¿Cree de veras, Golbeater, que alguien podría… podría escapar de la justicia si realmente lo intentase?
Un extravagante pensamiento que tenía la mitad de esperanza relampagueó en la mente del letrado. ¿Habría hecho aquel joven necio alguna incursión fuera de la ley? ¿Habría también él sobrepasado la línea divisoria? Los jóvenes son dados a las locuras.
Y si así fuese, ello significaría la salvación para Felix O’Hara Golbeater, pues Fearn era el prometido de la joven heredera de la fortuna de la difunta Miss Harringay… y era también el tipo de hombre a quien el abogado más temía. Lo temía porque era un necio, un necio terco e inquisitivo.
—Lo creo, y muy de veras —respondió—; mi tesis, basada en la experiencia, es que en cierto tipo de crímenes el culpable no tiene por qué ser necesariamente descubierto, y que, en otras variedades, incluso si resulta identificado, puede muy bien, contando con un día de ventaja, escapar al arresto.
Se arrellanó en su sillón para proseguir con su teoría favorita, que ya había sido tema de debate la última vez que él y Fearn se habían encontrado en el club.
—Tómeme a mí como ejemplo —dijo—. Suponga que yo fuese un criminal (uno de los de envergadura); nada me sería más fácil que montar en mi aparato, salir volando alegremente para Francia, descender allí donde supiera que me esperaban suministros de repuesto y continuar mi viaje hasta algún lugar insospechable. Conozco una docena de sitios en España donde el avión podría ocultarse.
El joven le contemplaba con expresión sombría y dubitativa.
—Admito —siguió Golbeater, haciendo un gesto con la mano que sostenía el cigarro— que me encuentro en circunstancias excepcionalmente favorables para ello; pero, en realidad, en cualquier caso la cuestión no consiste sino en arreglarlo todo de antemano; en una cuidadosa y detallada preparación, al alcance de cualquier criminal. El camino, en realidad, está abierto para todos. Pero ¿qué nos encontramos en la práctica? Un individuo roba sistemáticamente a su patrón y se engaña a sí mismo todo el tiempo con la creencia de que sucederá un milagro que le permitirá salir con bien de sus desfalcos. En vez de reconocer lo inevitable, sueña con la suerte; en lugar de planear metódicamente su fuga, emplea todas sus facultades organizadoras en ocultar hoy el delito de ayer.
Se detuvo, a la espera de la confesión que había estado alentando. Sabía que Fearn hacía alguna que otra especulación de bolsa; que frecuentaba las carreras de caballos.
—Hum —gruñó Fearn. Su rostro, magro y moreno, se contrajo en una momentánea mueca—. Es maravilloso el no encontrarse fuera de la ley, ¿verdad? ¿Usted no lo estará, supongo?
Felix O’Hara Golbeater era sumamente perspicaz en lo referente a las sutilezas de la naturaleza humana y muy avisado en la lectura de presagios. Sabía captar la verdad que se esconde tras una sonrisa y lo mismo puede ser interpretada como una muestra de humorismo que como una fatal acusación, y así, en la pregunta que se le formulaba a modo de burlona humorada, reconoció su ruina.
El joven le observaba ávidamente, con la mente asaltada por vagos temores, tan vagos e indefinidos que había pasado cuatro horas paseando arriba y abajo por la calle donde estaban situadas las oficinas de Golbeater antes de decidirse a visitarlo.
El abogado se echo a reír.
—Sería bastante enojoso para usted el que yo me encontrase en tal situación —repuso—, pues en este momento tengo en mi poder algo así como sesenta mil libras de su prometida.
—Creía que estaban en el banco —dijo el otro prestamente.
El letrado se encogió de hombros.
—Así es —repuso—, pero no por eso dejan de estar a mi disposición. Las palabras mágicas «Felix O’Hara Golbeater», inscritas en la esquina inferior izquierda de un cheque, pondrían el dinero en mis manos.
—¡Oh! —exclamó Fearn.
No hizo intento alguno de disimular su alivio.
Se levantó con ese gesto un tanto desmañado característico de los jóvenes de honestidad transparente, y expresó con palabras el pensamiento que con mayor insistencia le rondaba la mente.
—Me importa un bledo el dinero de Hilda —dijo bruscamente—. Tengo suficiente para vivir, pero comprendo que hay que andarse con cuidado… por interés de ella, claro está.
—Hace usted muy bien en ser cuidadoso —dijo Golbeater. Las comisuras de sus labios se crisparon, pero la barba ocultó el hecho a su visitante—; sería conveniente que pusiera usted un detective en el banco para cuidar de que yo no saque el dinero y desaparezca.
—Lo he hecho —reveló el joven, presa de cierta confusión—; al menos… bueno, la gente dice cosas, ¿sabe?… Se habló mucho de aquel caso del legado Meredith… A decir verdad, usted no salió muy airoso de aquello, Golbeater.
—Pagué el dinero —replicó Golbeater de buen temple—, si es a eso a lo que se refiere.
Fue hasta la puerta y la abrió.
—Espero que no se moje —dijo cortésmente.
Fearn no acertó más que a murmurar un incoherente tópico, y bajó a traspiés y a tientas las oscuras escaleras que descendían hasta la calle.
Golbeater entró en la habitación contigua, cerrando la puerta tras de sí. No había allí ninguna luz, y desde la ventana pudo observar los movimientos del otro. Medio esperaba que a Fearn se le uniese algún acompañante, pero la vacilación que el joven exteriorizó al salir a la calle indicaba que no tenía ninguna cita ni esperaba a nadie.
Golbeater regresó al despacho interior. No malgastó el tiempo en especulaciones. Sabía que el juego había terminado. De un cajón abierto en el fondo de la caja fuerte sacó un memorándum y lo repasó.
Un año antes, un francés excéntrico que ocupaba una pequeña pero señorial vivienda campestre en el condado de Wilt había muerto, y la propiedad había sido puesta en venta. Lo curioso del caso era que no se ofreció en el mercado inglés. Su difunto propietario era el último descendiente de un linaje de exiliados franceses que tenían establecido su hogar en Inglaterra desde los tiempos de la Revolución. Los herederos, que no albergaban el menor deseo de residir en una tierra que nada significaba para ellos, habían confiado la venta de la propiedad a una firma de notarios franceses.
Golbeater, perfecto conocedor de la lengua francesa y serio estudioso de la prensa parisiense, tuvo noticia de la oferta y adquirió la propiedad por mediación de una serie de agentes. Fue reamueblada desde París. Los dos criados que cuidaban de la pequeña mansión habían sido contratados asimismo desde París, de donde recibían su paga, y ninguno de ambos, que recibían giros y cartas con el matasellos parisiense, asociaban a M. Alphonse Didet, el empleador a quien jamás habían visto, con el abogado de Londres.
Tampoco las buenas gentes de Letherhampton, la aldea próxima a la casa, se quebraban demasiado los cascos acerca del cambio de propietario. Un «franchute» era, al fin y al cabo, muy parecido a otro «franchute»; habían crecido acostumbrados a las excentricidades de los aristócratas exiliados, y los veían con la misma indiferencia con que miraban los accidentes del paisaje, y con el desdén que la mente aldeana reserva para los ignorantes que no hablan su lengua.
También disponía Golbeater, en las cercanías de Whitstable, de un pequeño bungalow amueblado con sencillez, al que acostumbraba ir los fines de semana. Lo más importante y valioso que contenía era una motocicleta; y en el depósito de equipajes de una estación terminal de Londres había dos baúles, viejos y deteriorados, cubiertos de etiquetas con nombres extranjeros y de pintorescos anuncios de hoteles de ultramar. Felix O’Hara Golbeater era muy meticuloso en sus métodos. Además, se beneficiaba de la experiencia ajena; conocía el tipo del criminal ocasional y se aprovechaba de la lección proporcionada por el prematuro fin que es la recompensa de la negligencia en la fuga.
Fue hasta la chimenea, encendió una cerilla y quemó el cuaderno de notas hasta dejarlo reducido a ceniza. No había nada más que quemar, pues tenía por costumbre deshacerse en el acto de cuanto pudiera llegar a ser comprometedor. De la caja fuerte sacó un grueso paquete, lo abrió y expuso a la vista un apretado fajo de billetes ingleses y franceses. Representaban la mayor parte de las sesenta mil libras que, si cada cual tuviera lo suyo, deberían estar en poder de los banqueros de Miss Hilda Harringay.
Las sesenta mil no estaban completas, porque había tenido que tapar algunas trampas de más urgente y apremiante pago.
Se puso rápidamente un impermeable, apagó la luz, dejó artísticamente una carta a medio terminar en un cajón abierto de su escritorio y salió del despacho. Cuando el tren correspondiente a la hora de salida de los teatros dejaba la estación de Charing Cross, Golbeater iba pensando en las ventajas de ser soltero. Carecía de ataduras que pudieran turbar su conciencia: era el delincuente ideal.
Desde la estación de Sevenoaks recorrió a pie el camino de tres kilómetros largos que conducían al hangar. Pasó la noche en el cobertizo, leyendo a la luz de una linterna. Mucho antes de la aurora se cambió de indumentaria, vistiendo su conjunto de mecánico y guardando su ropa de calle, cuidadosamente plegada, en un armario.
Hacía un día perfecto para volar, y a las cinco de la mañana, con la ayuda de dos labradores que se dirigían a su trabajo, puso en marcha el avión y se elevó con facilidad sobre la aldea. Para su buena fortuna, no hacía viento, y, lo que era aún mejor, el mar estaba cubierto de neblina. Había tomado la dirección de Whitstable, y cuando percibió bajo él, en la oscuridad, el rumor de las aguas, descendió hasta distinguir la orilla; reconoció un puesto de guardacostas y prosiguió el vuelo por espacio de una milla, a lo largo de la playa.
Los periódicos que publicaron el relato de la tragedia del avión describieron cómo fue descubierto el aparato, flotando invertido a tres kilómetros de la costa, y la afanosa exploración efectuada por los guardacostas y la policía en busca del cuerpo del infortunado Felix O’Hara Golbeater, que evidentemente se había extraviado y había perecido ahogado cuando trataba de llegar a su bungalow. Insinuaban en lenguaje velado que lo que se proponía era en realidad ganar la costa francesa, para lo que tenía muy buenas razones.
Lo que ninguno de ellos descubrió fue cómo Felix O’Hara Golbeater había orientado su aparato en ángulo escala-cielo cuando apenas distaba unos metros de la superficie del agua (y otro tanto de la orilla) y se había dejado caer en el mar con cerca de sesenta mil libras en el bolsillo impermeable de su mono de faena.
Ni cómo, con sorprendente rapidez, había alcanzado el pequeño y aislado bungalow de la playa, retorcido sus empapados vestidos en la galería, entrado luego en la casita para mudarse de ropa, y vuelto a salir para hacer un hato con el mojado conjunto de mecánico; ni cómo había metido éste en un saco convenientemente lastrado y lo había dejado caer en el pozo situado detrás de la casa. Ni cómo, con pasmosa celeridad, se había rapado la barba y las cejas, poniendo tal cuidado en eliminar los rastros de la operación que ni un simple pelo sería jamás encontrado por la policía.
Ninguna de esas cosas fue descrita, por la sencilla razón de que no eran conocidas, y de que no hubo ningún reportero lo suficientemente imaginativo para figurárselas.
A primeras horas de la mañana, un motociclista limpiamente afeitado, de aspecto juvenil, provisto de gafas de motorista y envuelto en un amplio impermeable, se dirigió velozmente a Londres, deteniéndose únicamente en las poblaciones y fondas frecuentadas por los motociclistas. Llegó a Londres después del anochecer. Dejó la moto en un garaje, juntamente con el mojado impermeable. Había tomado en cuenta un plan más elaborado para deshacerse de ambas cosas, pero no lo consideró necesario ni lo era en realidad.
Felix O’Hara Golbeater había dejado de existir: estaba tan muerto como si verdaderamente su cadáver yaciera, juguete de las ondas, en el seno del océano.
M. Alphonse Didet pidió al mozo de la consigna, en buen francés entreverado de un inglés no tan bueno, la devolución de sus dos baúles.
Para los aldeanos de Letherhampton, el esperado francés había llegado o regresado (se mostraban un tanto vagos en cuanto a si había estado ya o no en la casita con anterioridad) y su presencia servía de relleno a las conversaciones.
Londres entretanto discutía con afanoso interés la historia de Felix O’Hara Golbeater. Scotland Yard sometió a un rápido examen las oficinas del señor Golbeater en Bloomsbury, el piso del señor Golbeater en Kensington y la cuenta corriente del señor Golbeater; pero, pese a que descubrieron muchas cosas interesantes, no encontraron dinero alguno.
Una muchacha de rostro pálido, acompañada por un joven delgado y de aire sencillo, interrogaba al detective encargado del caso.
—Nuestra hipótesis —dijo el policía con acento impresionante— es que, al intentar huir a la costa francesa, sufrió un accidente mortal. Estoy convencido de que ha muerto.
—Yo, no —repuso el joven.
El detective pensó que era tonto, pero consideró inoportuno decirlo.
—Estoy seguro de que vive —dijo Fearn enérgicamente—. Le digo a usted que es listo como un demonio. Si quería abandonar Inglaterra, ¿por qué no hacerlo tomando el buque-correo de la noche pasada? Nada se lo impedía.
—Tenía entendido que usted había contratado detectives privados para que vigilasen los barcos, ¿no es así?
El joven se sonrojó.
—Sí —confesó—; lo había olvidado.
—Enviaremos una circular a todas las delegaciones, pero debo confesar que no espero que se le encuentre.
En honor de la policía ha de afirmarse que no se anduvo con displicencias a la hora de realizar su tarea. El bungalow de Whitstable fue registrado de punta a punta, sin resultado; no había el menor rastro de Golbeater; incluso el espejo ante el que se había afeitado estaba cubierto de una espesa capa de polvo; éste había sido uno de los primeros artículos del mobiliario examinados por el detective.
El terreno circundante fue escudriñado con la misma escrupulosidad, pero el día de la partida del fugitivo había llovido, y además éste se había tomado la trabajosa molestia de llevar a cuestas la moto hasta la carretera.
Su piso no ofrecía tampoco indicio alguno de su paradero. La carta inacabada apoyaba fuertemente la teoría de la policía de que no había tenido la intención de huir tan precipitadamente.
Afortunadamente, el caso mereció para los periódicos franceses el interés suficiente como para permitir a Felix O’Hara Golbeater adquirir un conocimiento básico de la marcha de las investigaciones. Cada mañana llegaban puntualmente a su chateau los periódicos Le Petit Parisién y Le Matin. No se había suscrito a ningún periódico inglés; era demasiado prudente para hacerlo. En las audaces columnas de Le Matin descubrió algo sobre sí mismo: todo cuanto deseaba saber, y ése todo era altamente satisfactorio.
Se entregó a la relajante vida de su casa de campo. Había planeado el futuro con todo detalle. Se autocondenó a seis meses de prisión en su bella vivienda, al término de los cuales podría establecer ya, merced a una asidua correspondencia llevada con el tacto y la estrategia debidos, su personalidad como M. Alphonse Didet sin el más leve temor de ser identificado. Pasados los seis meses haría una excursión ordinaria, quizá a Francia, o, siguiendo un plan más elaborado, saldría embarcado en un yate.
Por el momento se dedicó al cultivo de sus rosas, al estudio de la astronomía, al que le invitaba el diminuto observatorio del difunto propietario, y a mantener una voluminosa correspondencia con varias doctas sociedades situadas en Francia.
Había por entonces en Letherhampton un superintendente de policía amante del estudio. Lenguas ingratas expresaban la opinión de que sus estudios adolecían de una laguna imperdonable para los de su profesión: la criminología.
El superintendente Grayson era un hombre hecho a sí mismo y un autodidacta. Era el típico suscriptor de los centros de enseñanza por correspondencia, y, mediante un módico desembolso y una enorme capacidad para aprender al modo de los loros ciertos hechos oscuros para el hombre medio, había llegado a convertirse, sucesivamente, en técnico publicitario, ingeniero civil de pasadero mérito, periodista y docto en francés y español. Su francés pertenecía a la variedad que se entiende mejor en Inglaterra, sobre todo por los profesores de centros de enseñanza por correo, pero el superintendente vivía en beatífica ignorancia de este hecho, y suspiraba por una oportunidad de experimentar con un auténtico francés.
Con anterioridad a la llegada de M. Alphonse Didet había visitado repetidas veces el chateau y hablado, en su lengua materna, con los dos sirvientes allí instalados. Como no eran más que unos pobres e ignorantes siervos, no comprendieron, por supuesto, el elevado lenguaje que él hablaba, en vista de lo cual desechó a sus obtusas víctimas por estimarlas demasiado provincianas, aunque de hecho ambas eran parisienses de pura cepa.
Una vez entrado en escena M. Alphonse, el superintendente Grayson trató de dar con una excusa para hacerle una visita, con el mismo y desamparado afán con que el que desea colgar un cuadro busca un martillo en el momento crítico. Las fuentes ordinarias de inspiración estaban descartadas. M. Didet, al ser súbdito francés, no podía ser llamado a formar parte de un jurado; pagaba religiosamente sus impuestos; nunca había atropellado a nadie con su automóvil, entre otras razones porque no poseía automóvil.
El superintendente desesperaba ya de encontrar la ocasión propicia, cuando un desventurado policía resultó gravemente herido durante el cumplimiento de su deber, y se abrió una suscripción en todo el condado para acudir en su socorro, con autorización del jefe de policía. Se encomendó al superintendente Grayson la misión de recoger las dádivas locales.
Fue así como llegó al Chateau Blanche.
M. Alphonse Didet observó a la fornida figura que se aproximaba, calzada con botas de montar y espuelas, el pecho florido de caireles y de cintas, como correspondía a un superintendente con un pasado en el ejército, y se dio golpecitos en los dientes con la pluma, pensativo. Abrió un cajón de su escritorio y sacó su revólver. Estaba cargado. Extrajo los cartuchos y los arrojó en un puñado a la papelera. Porque, si aquello significaba arresto, no estaba completamente seguro de lo que haría, pero tenía la absoluta certeza de que no lo ahorcarían.
Paul, el anciano mayordomo, anunció al visitante.
—Hágale pasar —dijo M. Alphonse, y adoptó una postura negligente en la butaca, con un libro de ciencia sobre la rodilla y las grandes gafas artísticamente encaramadas de medio lado sobre la nariz. Alzó la mirada por debajo de las enarcadas cejas conforme el policía entraba, se levantó y, con una cortesía muy francesa, le ofreció un asiento.
Tras aclararse la garganta, el superintendente comenzó a hablar en francés.
Dio los buenos días a monsieur; se sentía desolado por tener que interrumpir los estudios del doctor profesor, pero, helas, un terrible accidente había ocurrido a un bravo gendarme del cuerpo municipal (ésta fue la denominación más aproximada a «fuerza de policía del condado» que el esforzado hablante logró encontrar, y sirvió para el caso).
Su interlocutor escuchó y comprendió, emitiendo firmemente a través de la nariz largos, muy largos suspiros de alivio, y sintiendo un extraordinario temblor de rodillas, sensación que nunca hubiera pensado experimentar.
También él se sentía desolado. ¿Podía hacer algo?
El superintendente sacó del bolsillo una hoja manuscrita, plegada. Explicó, en su francés, el significado de su encabezamiento, exponiendo el abolengo y la posición social de los ilustres nombres de quienes contribuían con su ayuda. Nombres colosalmente rasgueados y barrocamente confusos. Los únicos caracteres sencillos eran los correspondientes a la columna del dinero, donde la prudencia y el instinto de conservación habían aconsejado que las cifras de los donativos fuesen inconfundibles.
¡Qué alivio! Alphonse Didet cuadró los hombros y llenó los pulmones con el aire de la libertad y la respetabilidad.
Interiormente alborozado, aunque relajado y sereno por fuera, el profesor francés de las gafas ladeadas caminó hasta su escritorio. ¿Cuánto debería dar?
—¿A cuánto equivalen cien francos? —preguntó por encima del hombro.
—A cuatro libras —respondió el superintendente con orgullo.
Y el señor Alphonse Didet estampó su firma, anotó cuidadosamente la cantidad de cuatro libras en la columna destinada al propósito, sacó de un cajón un billete de cien francos y se lo tendió al superintendente junto con la lista de donantes.
Siguieron una serie de reverencias y cumplidos murmurados por ambas partes; el superintendente efectuó su partida, y M. Alphonse Didet, embargado de satisfacción y de placer, le observó descender por el sendero.
Aquella noche, mientras dormía el sueño de los justos, dos hombres de Scotland Yard entraron en su dormitorio y lo detuvieron en la cama.
Sí, arrestaron al más sagaz de los criminales, porque en la lista de donativos había firmado, con letra clara y exuberante, «Felix O’Hara Golbeater».


El criminal perfecto.
Edgar Wallace.

Autor del 1 de aril
Autor del 18 de Marzo

Autor del 5 de Febrero

Giovanni Capurro (letra), Eduardo Di Capua y Alfredo Mazzucchi (Música). 
O sole mio.

Letra en Español.

[Que bello es un día de sol]
[cuando el aire es sereno después de la tormenta]
[por el aire fresco todo parece una fiesta]
[que bello es un día de sol.]

[Pero, ¿dónde está otro sol tan bello?]
[¡mi sol está enfrente de ti!]
[el sol...mi sol]
[está enfrente de ti, está enfrente de ti.]

[Brillan los vidrios de tu ventana]
[una lavanderita canta y se engríe]
[estruja los panes, los extiende y canta]
[brillan los vidrios de tu ventana.]

[Pero, ¿dónde está otro sol tan bello?]
[¡mi sol está enfrente de ti!]
[el sol...mi sol]
[está enfrente de ti, está enfrente de ti.]

[Cuando cae la noche y el sol se pone]
[la melancolía me invade]
[quedaría bajo tu ventana]
[cuando cae la noche y el sol se pone]

[Pero, ¿dónde está otro sol tan bello?]
[¡mi sol está enfrente de ti!]
[el sol...mi sol]
[está enfrente de ti, está enfrente de ti.]

 

Letra EN ITALIANO. 

Che bella cosa che è una giornata di sole
quando l'aria è serena dopo la tempesta
per l'aria fresca tutto sembra una festa
che bella cosa che è una giornata di sole.

Ma un altro sole più bello dov'è?
il mio sole sta in fronte a te!
il sole... il sole mio
sta in fronte a te, sta in fronte a te.

Brillano i vetri della tua finestra
una lavanderina canta e si monta la testa
strizza i panni, li stende e canta
brillano i vetri della tua finestra.

Ma un altro sole più bello dov'è?
il mio sole sta in fronte a te!
il sole... il sole mio
sta in fronte a te, sta in fronte a te.

Quando cala la notte e il Sole tramonta
la malinconia mi pervade
resterei sotto la tua finestra
quando cala la notte e il Sole tramonta

Ma un altro sole più bello dov'è?
il mio sole sta in fronte a te!
il sole... il sole mio
sta in fronte a te, sta in fronte a te.


Letra ORIGINAL EN DIALECTO NAPOLETANO:

Che bella cosa na jurnata 'e sole,
n'aria serena doppo na tempesta!
Pe' ll'aria fresca pare gia' na festa...
Che bella cosa na jurnata 'e sole.

Ma n'atu sole
cchiu' bello, oi ne'.
'o sole mio
sta 'nfronte a te!

Lùcene 'e llastre d''a fenesta toia;
'na lavannara canta e se ne vanta
e pe' tramente torce, spanne e canta
lùcene 'e llastre d'a fenesta toia.

Ma n'atu sole
cchiu' bello, oi ne'.
'o sole mio
sta 'nfronte a te!

Quanno fa notte e 'o sole se ne scenne,
me vene quase 'na malincunia;
sotto 'a fenesta toia restarria
quanno fa notte e 'o sole se ne scenne.

Ma n'atu sole
cchiu' bello, oi ne'.
'o sole mio
sta 'nfronte a te!

Autor y traducción fausto alighieri.

 

 

Autor del 29 de Enero
Antón Chéjov.
Mala Suerte.

Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban juntoa la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.
—Parece que pica —murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos—. Mira, Petrovna... Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos... Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada eirrevocable... Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.
Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:
—¡Nada de su carácter!... —decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla—. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.
—¡Vamos no diga!... ¡Como si no conociera yo su letra! —reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento—. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!... ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!... ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?...
—¡Hum!... Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra..., lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza..., a otro se le pone de rodillas... ¡Pero la escritura! ¡Pchs!... ¡Eso es lo de menos!... Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.
—Sí..., pero aquel era Nekrasov, y usted es usted... —un suspiro—. ¡Amí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!


Mala Suerte.
Antón Chéjov.


***

Antón Chéjov.
Poquita Cosa.

Hace unos día invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas.
Siéntese, Yulia Vasilievna —le dije—. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma... Veamos... Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes...
En cuarenta...
No. En treinta... Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos... Veamos... Ha estado usted con nosotros dos meses...
Dos meses y cinco días...
Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos... Pero hay que descontarle nueve domingos... pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado... más tres días de fiesta...
A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero... ¡ni palabra!
Tres días de fiesta... Por consiguiente descontamos doce rublos... Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases... usted se las dio sólo a Varia... Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permitió descansar después de la comida... Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de... hum... de cuarenta y un rublos... ¿no es cierto?
El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo ví empañado de humedad. Su mentón se estremeció. Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero... ¡ni palabra!
En víspera de Año Nuevo usted rompió una taza de té con platito. Descontamos dos rublos... Claro que la taza vale más... es una reliquia de la familia... pero ¡que Dios la perdone! ¡Hemos perdido tanto ya! Además, debido a su falta de atención, Kolia se subió a un árbol y se desgarró la chaquetita... Le descontamos diez.


Poquita Cosa.
Antón Chéjov.


***

Antón Chéjov.
Los Veraneantes.

Por el andén de cierto punto de veraneo, hacia arribay hacia abajo, paseaba una parejita de recién casados. Él la sostenía por el talle; ella se ceñía contra él y ambos se sentían felices. La luna, por entre los jirones de nubes, les miraba frunciendo el entrecejo. Con seguridad sentía envidia y enojo por su aburrida y forzosa virginidad. El aire inmóvil estaba impregnado de olor a lilas y acacias. Al otro lado de la vía, lanzaba un pájaro agudos sonidos.
—¡Québien se está aquí, Sascha! —decía la recién casada—. ¡Decididamente, podría pensarse que estábamos soñando! ¡Fíjate en el modo acogedor y cariñoso con que nos contempla ese pequeño bosque! ¡Mira qué simpáticos son estos sólidos y callados postes telegráficos!... Con su presencia, Sascha, dan vida al paisaje y nos hablan de que allá..., en alguna parte..., existen otras gentes..., hay una civilización... ¿Acaso no te gusta sentir cómo llega débilmente a tu oído el ruido de un tren que pasa?
—Sí; pero...; ¡qué manos tan calientes tienes! Eso es que te agitas, Varia... ¿Qué tenemos hoy de cena?
—Tenemos okroschka y pollo. Es suficiente un pollo para los dos; y para ti he traído de la ciudad sardinas y pescado ahumado.
Laluna, escondiéndose detrás de una nube, hizo un guiño, como si hubiera tomado rapé. Sin duda, el espectáculo de la humana felicidad le recordaba su propia soledad..., su lecho solitario tras los montes y losvalles...
—¡Viene un tren! —dijo Varia—. ¡Qué gusto!
Enla lejanía surgieron tres ojos de fuego, y el jefe del apeadero salió al andén. Sobre los rieles, de aquí para allá, corrieron las luces de los guardavías.
—Despediremos al tren y nos iremosa casa— dijo Sascha bostezando—. ¡Qué bien vivimos juntos, Varia; tan bien que uno mismo no se lo puede creer!
El oscuro monstruo se arrastró sin ruido hasta el andén y se detuvo.


Los Veraneantes.
Antón Chéjov.

***


Antón Chéjov.
En la Administración de Correos.

La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:
—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.
Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.
—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel,a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.
El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.
—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.
—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...
—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no mepodía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que soncomo una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.
—¿Cuáles son esas palabras mágicas?
—Muy sencillas.


En la Administración de Correos.
Antón Chéjov.

 

Autor del 22 de Enero 
George Gordon Byron.  
No volveremos a vagar.  
 
Así es, no volveremos a vagar 
Tan tarde en la noche, 
Aunque el corazón siga amando
Y la luna conserve el mismo brillo.
 
Pues así como la espada gasta su vaina,
Y el alma consume el pecho, 
Asimismo el corazón debe detenerse a respirar,
E incluso el amor debe descansar.
 
Aunque la noche fue hecha para amar, 
Y los días vuelven demasiado pronto, 
Aún así no volveremos a vagar 
A la luz de la luna. 
 
 
No volveremos a vagar. 
George Gordon Byron.

***

George Gordon Byron.  
Camina bella, como la noche... 
 
Camina bella, como la noche 
De climas despejados y de cielos estrellados,
Y todo lo mejor de la oscuridad y de la luz 
Resplandece en su aspecto y en sus ojos, 
Enriquecida así por esa tierna luz 
Que el cielo niega al vulgar día. 
 
Una sombra de más, un rayo de menos,
Hubieran mermado la gracia inefable
Que se agita en cada trenza suya de negro brillo,
O ilumina suavemente su rostro,
Donde dulces pensamientos expresan
Cuán pura, cuán adorable es su morada. 
 
Y en esa mejilla, y sobre esa frente, 
Son tan suaves, tan tranquilas, y a la vez elocuentes,
Las sonrisas que vencen, los matices que iluminan 
Y hablan de días vividos con felicidad. 
Una mente en paz con todo, 
¡Un corazón con inocente amor! 
 
 
Camina bella, como la noche... 
George Gordon Byron.

***

George Gordon Byron.  
Hubo un tiempo... ¿Recuerdas?
 
Hubo un tiempo... ¿recuerdas? su memoria
Vivirá en nuestro pecho eternamente...
Ambos sentimos un cariño ardiente;
El mismo, ¡oh virgen! que me arrastra a ti.
 
¡Ay! desde el día en que por vez primera
Eterno amor mi labio te ha jurado,
Y pesares mi vida han desgarrado,
Pesares que no puedes tú sufrir;
 
Desde entonces el triste pensamiento
De tu olvido falaz en mi agonía:
Olvido de un amor todo armonía,
Fugitivo en su yerto corazón.
 
Y sin embargo, celestial consuelo
Llega a inundar mi espíritu agobiado,
Hoy que tu dulce voz ha despertado
Recuerdos, ¡ay! de un tiempo que pasó.
 
Aunque jamás tu corazón de hielo
Palpite en mi presencia estremecido,
Me es grato recordar que no has podido
Nunca olvidar nuestro primer amor.
 
Y si pretendes con tenaz empeño
Seguir indiferente tu camino...
Obedece la voz de tu destino
Que odiarme puedes; olvidarme, no. 
 
 
Hubo un tiempo... ¿Recuerdas?
George Gordon Byron.

***

George Gordon Byron.  
    Acuérdate de mi.
 
Llora en silencio mi alma solitaria, 
excepto cuando está mi corazón
unido al tuyo en celestial alianza 
de mutuo suspirar y mutuo amor. 
 
Es la llama de mi alma cual lumbrera,
que brilla en el recinto sepulcral:
casi extinta, invisible, pero eterna...
ni la muerte la puede aniquilar.
 
¡Acuérdate de mí!... Cerca a mi tumba 
no pases, no, sin darme una oración;
para mi alma no habrá mayor tortura
que el saber que olvidaste mi dolor. 
 
Oye mi última voz. No es un delito
rogar por los que fueron. Yo jamás
te pedí nada: al expirar te exijo 
que vengas a mi tumba a sollozar. 
 
 
Acuérdate de mi.
    George Gordon Byron.

 

Autor del 15 de Enero.
Mihai Eminescu.
Poeta.

Seguir vertiendo malas rimas 
Con dáctilos en galope, 
Con ideas fervorosas 
Negrear unos volumenes; 

Y cuando veas alguna mujer 
Inclinarte hasta el suelo 
Y si se queda hablándote 
Absorber cualquier palabra; 

Sin lavar, sin afeitarte, 
Mal vestido si caminas - 
Todas estas cosas juntas 
Te muestran a ser poeta.    


Poeta.
Mihai Eminescu.

 

***

Mihai Eminescu.
Si hablais no escucho.

Si hablais no escucho, 
Ni lo niego, ni os alabo; 
Bailad como os conviene, 
Ni os silbo, ni aplaudo; 
Pero nadie podrá 
Atraerme con su flauta; 
Es mi destino : la verdad 
Solo buscarla en mi alma.    


Si hablais no escucho.
Mihai Eminescu.


***

Mihai Eminescu.
Lejos estoy de ti.

Lejos estoy de ti, y, solo al lado del fuego, 
En mi mente pasa mi vida desprovista de suerte, 
Ochenta años parece que he vivido en el mundo, 
Que estoy viejo como el invierno, que tu ya estarás muerta. 
Los recuerdos caen en el alma como gotas, 
Redespertando frente a mi las pasadas pequeñeces; 
Con sus dedos el viento golpea en las ventanas, 
Se hila mi pensamiento en el huso de los dulces cuentos, 
Y entonces parece que pasas frente a mi, 
Con los ojos grandes en lágrimas, con manos delgadas y frías; 
Con tus brazos te apoyas en mi cuello 
Y quizás quieres decirme algo. después suspiras. 
Yo aprieto a mi pecho mi tesoro de amor y hermosura, 
En besos unimos nuestras pobres vidas. 
¡Oh! la voz del recuerdo quede para siempre muda, 
Para que olvide la suerte que por un momento he tenido, 
Que olvide como después de un momento te arrancaste de mis brazos. 
¡Seré viejo y solo, habrás muerto de hace mucho tiempo!    


Lejos estoy de ti.
Mihai Eminescu.


***

Mihai Eminescu.
Oh sublime verdad.

Oh, sublime verdad - oh, ¡ bujería y paja ! 
Oh, soberbia poesía - oh, ¡ balbuceo necio ! 
Historia grandiosa - mentiras y pelea, 
Amor divino y dulce - fruto de los sentidos. 

Oh, hombre, espejo del mundo, 
Con cerebro de niebla y costillas de carnero, 
Maestro de tu pensamiento, y de tus sentidos, 
Como queda patente cuando una mujer desvela su seno. 

Si ella levanta su falda, y puedes ver su muslo, 
Tu no sonríes lascivo y con rapacidad, 
No eres como un toro, no eres como un perro, 
Que húmilmente mueve su cola al lado de su dama. 

No eres celoso. - solo los gallos y los verracos 
Tienen la costumbre de batirse en duelo. 
Tú no tienes pasiones y la lágrima de la mujer 
No conmueve tu alma, y no la oscurece. 

Eres bueno con tu prójimo, igual que con los animales, 
Lo amas tanto que a veces lo estrangulas. 
Y admiras el genio - el ruido de una olla - 
Y tu lengua de llamas es llena de miserías. 

¡ Pensadores del mundo ! oh, apestad al éter 
Con sistemas altivos y ponedlo en un cajón. 
Un arca con andrajos es el mundo, el cielo - 
Es un alfolí de estrellas y comedias. 

Curas con la cruz delante, guardadores de misterios, 
Vos sois la sal del mundo, vos sois su corazón. 
Sólo es malo que pasáis el día comiendo y bebiendo, 
La tarde jugando cartas y la noche con mujeres. 

Oh, tañed al ritmo de los pensamientos, músicos, 
Escultores, elegid bien vuestros modelos, 
Dramáticos, haced muecas a la luna, 
Pintores, la eternidad os coronará. 

Tú, tiempo, podrías quebrantar la corona, 
Y decorar con los trozos la habitación de los gusanos. 
Oh, reyes, subidos en el trono gracias a Dios, 
Para pagar bailarinas y tener concubinas. 

Oh, diplomáticos, de habla cortesana y seca, 
Que usan su ingenio sólo para mentiras, 
Me gusta el discreto axioma : 
Los pueblos existen para estar engañados.    


Oh sublime verdad.
Mihai Eminescu.

 

Autor del 8 de Enero.
Francisco González Bocanegra.
Flores del corazón.
 
¡Siempre mis ojos húmedos del llanto 
Que arranca al corazón el desconsuelo!

¡Un eco siempre de mortal quebranto, 
Siempre un gemido de dolor y duelo!

Grito es que lanza el corazón herido 
Por la mano cruel de los dolores;

Llanto que sin cesar ha humedecido 
De mi esperanza las marchitas flores.

¡Flores del corazón! ¡flores queridas! 
Aquí en mi pecho con amor guardadas,

Con el amor de una mujer nacidas, 
Y con su amor también alimentadas!

¿En dónde estáis que no os encuentro? ¿en dónde? 
No fueron ¡ay! mis ilusiones ciertas,

Y acá en mi pecho á mi clamor responde 
Una voz que me dice que estáis muertas.

¿No os volverá de nuevo á la existencia 
El abundante lloro que derramo?

¿No creceréis de nuevo á la influencia 
De la mujer que en mis delirios amo?

Como flores del valle que galanas 
Se abren bebiendo gotas de rocío,

¡Flores del corazón! así lozanas, 
Creced vosotras con el llanto mío:
 
 Que me embriague de nuevo vuestro aroma,

Que contemple otra vez vuestros colores, 
Y cual canta en el valle la paloma,

Os cantaré también, ¡benditas flores!
 
Que mi lira con lágrimas regada 
Recobre por vosotras su armonía;

Y el alma á sus delirios entregada, 
Torne á gozar, como gozar solía
 
 Como único consuelo á mi tormento

Yo he cantado mis íntimos pesares; 
Y alivio á mi dolor con triste acento,

Pedí llorando al pie de los altares.
 
Mis cantos son la postrimera ofrenda 
Que he consagrado á la mujer que adoro;

Ellas han sido de mi amor la prenda, 
Prenda regada con mi amargo lloro.
 
 Yo he vagado á merced de mi destino

Abandonado y triste por el mundo, 
Y no he encontrado en mi infeliz camino

Quien comprendiera mi dolor profundo.
 
Y era á mi pecho bálsamo suave 
Gemir, cantar mis íntimos dolores,

Como en el bosque solitaria el ave 
Llora al perder sus cándidos amores.
 
 Si en mis eternas horas de martirio

He cantado, mi Elisa, nuestra historia, 
Es que siempre acompaña á mi delirio

De nuestro amor perdido la memoria.
 
He querido, mi bien, que mis acentos, 
Que en el espacio azul se habrán perdido,

Fueran llevados por los raudos vientos 
A resonar como antes en tu oído.

Imaginaba la ardorosa mente 
Que al escuchar mi cántiga sencilla,

Una lágrima acaso tristemente 
Rodara por la cándida mejilla.

Ella hubiera aliviado mis dolores,   
Y al realizarse mi ilusión querida,

Del corazón las agostadas flores 
Hubieran vuelto á recibir la vida.

A ti sola dijera mis pesares 
Si te tuviera a ti, dulce amor mío;

Y tú sola escucharas los cantares 
Que sin cesar en mi dolor te envío.

Te dijera en secreto mis amores 
Sin más testigo de mi amor que el cielo,
Y al confiarte mis íntimos dolores, 
Te pidiera en secreto mi consuelo.
 
 Y unidas nuestras almas por los lazos

Que no pudiera desatar la suerte, 
Me sorprendiera alegre entre tus brazos

Amor soñando la temida muerte. 
 
 Atrevida la mente ora se lanza

En pos de una ilusión; la ve risueña 
Cual un tiempo brillar en lontananza…

¡Cual un tiempo también la mente sueña!
 
Tras densa nube mi ilusión se esconde,  
Do quier la busca mi mirada incierta,

Y una voz si la llamo me responde: 
“Esta la flor de tu esperanza muerta.”

Entonces el corazón lanza un gemido, 
Vuelvo a pulsar mi desacorde lira,

Y al compás de su acento dolorido 
De nuevo el alma de dolor suspira:
 
 Y sin tener á quien confiar mis penas,

Elisa, á ti mis cántigas envío; 
A ti, mi bien, que en horas más serenas

Sensible fuistes al acento mío.
 
Si llegaren á ti, si se estremece 
Al escucharlas con recuerdos tu alma,

Piensa que al pecho que por ti padece 
Solo tu amor le volverá la calma.

Mas de mi lira romperé las cuerdas 
Si su vibrar tristísimo te enoja,

Cual destrozaste, Elisa, ¿lo recuerdas? 
La flor del corazón, hoja por hoja.

 
Pronto cual ella acabará mi vida; 
No quiero, no, que ante mi tumba llores;

Pero al verme espirar, compadecida 

Vuélveme al pobre corazón sus flores. 
 

Flores del corazón.
Francisco González Bocanegra.

 

***

Francisco González Bocanegra.
himno mexicano. 

Volemos al combate, a la venganza,
y el que niegue su pecho a la esperanza,
hunda en el polvo su cobarde frente.
 Coro
 Mexicanos, al grito de guerra
 El acero aprestad y el bridón,
 Y retiemble en sus centros la tierra
 Al sonoro rugir del cañón.
I
 Ciña ¡Oh Patria! tus sienes de oliva
 de la paz el arcángel divino,
 que en el cielo tu eterno destino
 por el dedo de Dios se escribió.
 Mas si osare un extraño enemigo
 profanar con su planta tu suelo,
 piensa ¡Oh Patria querida! que el cielo
 un soldado en cada hijo te dio.
II
 En sangrientos combates los viste
 por tu amor palpitando sus senos,
 arrostrar la metralla serenos,
 y la muerte o ...

himno mexicano. 
Francisco González Bocanegra.

Autor del 8 de Enero del 2020
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