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AUTORES DEL DÍA 2019

Autor del 4 de Diciembre del 2019
John Giorno. 
En un día...

En un día 
 en el que paseando 
 por la calle 
 veas 
 un coche fúnebre
 con un ataúd,
 seguido de 
 otros vehículos con flores
 y limusinas, 
 ten por seguro que el día 
 será bueno, 
 tus planes han de tener
 éxito; 
 mas en el día en que 
 veas una novia y un novio 
 en una ceremonia matrimonial, 
 estáte alerta, 
 cuídate, 
 puede ser un mal presagio. 
  
Simplemente di no
 a los valores familiares,
 y no renuncies 
 a tu trabajo diurno. 


Las drogas 
 son sustancias 
 sagradas, 
 y algunas drogas 
 son sustancias muy sagradas, 
 por favor ríndeles pleitesía 
 por en cierta manera 
 liberar la mente. 


El tabaco 
 es una sustancia sagrada 
 para algunos, 
 y aún cuando tú has
 dejado de fumar,
 muestra un poco de respeto. 

Beber 
 es totalmente genial, 
 celebremos 
 las cualidades gloriosas 
 del alcohol, 
 yo pasé 
 un rato estupendo 
 contigo. 

Simplemente 
 hazlo, 
 simplemente hazlo, 
 simplemente no 
 dejes de hacerlo, 
 hazlo. 

Los fundamentalistas 
 cristianos, 
 y los fundamentalistas 
 en general, 
 son un virus 
 y nos están matando, 
 multiplicándose 
 y mutando, 
 y destruyéndonos, 
 ahora, tú lo sabes, 
 hay que dar 
 una medicina potente 
 para combatir 
 un virus.

¿Quién va a comprar? 
 Buen ácido, 
 estoy volando, 
 deslizándome 
 y resbalando, 
 sorbiendo aparatosamente
 y cayendo de golpe, 
 me estoy hundiendo, 
 goteando 
 y escurriendo, 
 saliendo a chorros 
 en tu interior 
 nunca 
 adelantes acelerando 
 una toma de eyaculación, 
 leche, leche, 
 limonada, 
 a la vuelta de la esquina 
 donde preparan chocolate; 
 me encanta ver 
 el sufrimiento 
 de tu cara. 

Hazlo 
 con quienquiera
 que quieras, 
 lo que sea 
 que quieras, 
 por el tiempo que quieras, 
 en cualquier lugar, 
 en cualquier lugar, 
 cuando sea posible, 
 y trata de estar 
 seguro; 
 en una situación en la que 
 te debes abandonar 
 por completo 
 a ti mismo
 lejos de cualquier sentido. 

Simplemente di no 
 a los valores 
 familiares. 

No tenemos que decir No 
 a los valores familiares, 
 pues nunca 
 pensamos acerca de ellos; 
 simplemente 
 hazlo; 
 simplemente crea 
 amor y compasión. 

Garganta de coño 
 y rocío de cigarro, 
 ese suelo 
 arruinaría 
 una fregona con esponja, 
 ella es la reina 
 de la gran alegría, 
 luz 
 en tu corazón, 
 fluyendo 
 un canal de cristal 
 dentro de tus ojos 
 y fuera 
 enganchando 
 al mundo 
 con compasión. 

Simplemente 
 di 
 no 
 a los valores 
 familiares. 

No tenemos que decir No 
 a los valores familiares, 
 porque nunca 
 pensamos acerca de ellos; 
 simplemente 
 hazlo, 
 simplemente crea 
 amor 
 y compasión. 

 
En un día...
John Giorno. 

Traducción de Martín Rodríguez-Gaona. 


Autor del 27 de Noviembre del 2019
L. Sprague De Camp.
Elephas Frumenti.

Omar el Tendero solía preguntarse que podían comprar los vinateros que
fuera la mitad de precioso que el producto que ellos vendían. El
elefante del muchacho del elefante de Kipling, cargado de años y
vigoroso, recibía una ración diaria de aguardiente de palma, una
especie de licor asiático… ¿Hay una relación? Si es así, en De Camp y
Pratt tenemos los hombres para establecerla. Fue al fin y al cabo L.
(de Lyon) Sprague de Camp el hombre que, en An Elephant for Aristotle,
nos llevó literariamente a lo largo de la ruta que según la tradición
siguió un colosal ejemplar indio enviado por Alejandro el Grande a su
viejo tutor: una ruta seguida de hecho por el mismo De Camp, para
entenderlo bien. Sobre el típicamente hospitalario Fletcher Pratt, un
viejo amigo escribe: «En su enorme mansión gótica, un serpenteante
barco de vapor, había estanterías repletas de todo lo bebible que
existe bajo el sol, y no hay licor existente desde 1955 que yo no haya
probado allí». Este relato es uno de los veinticinco (como mínimo) de
Tales From Gavagan’s Bar, y representa la única explicación científica
sostenible en cuanto a por qué un elefante puede ser de color de rosa.
L. Sprague de Camp, titulado M. S. en ingeniería y economía, nació en
Nueva York en 1907. Oficial de la Reserva Naval en la segunda guerra
mundial, “durante buena parte de los últimos cuarenta años ha seguido
la carrera de escritor independiente”. Cuatrocientos setenta y cinco
relatos, guiones y artículos, muchos traducidos, así como noventa y
cinco libros, entre ellos The Ancient Engineers, Great Cities of the
Ancient World, H. P. Lovecraft: A Biography, Science-Fiction Handbook
(todos ellos fuera de la novelística), The Dragón of the Ishtar Gate,
The Bronze Fod of Rhodes, Lest Darkness Fall (novelas) y Héroes and
Hobgoblins (poesía). Ha editado antologías como Warlocks and Warriors
y recopilaciones como The Conan Swordbook. Entre sus colaboradores
figuran el fallecido Fletcher Pratt, el difunto Willi Ley, Lin Cárter
y Catherine Crook de Camp, su esposa. Los De Camp viven en
Pennsylvania.
Fletcher Pratt nació en una reserva india del estado de Nueva York en
1897. Bibliotecario, boxeador profesional, reportero, escritor y
traductor de ciencia ficción, criptógrafo, erudito, historiador,
criador de titíes, fabuloso anfitrión: Fletcher Pratt. Escribió, él
solo, Secret and Urgent, The Heroic Years, Hail, Caesar!, Ordean by
Fire, The Well of the Unicorn, The Blue Star y otros. Junto con L.
Sprague de Camp escribió The Incomplete Enchanter, Wall of Serpents,
The Land of Unreason, The Carnelian Cube y Tales from Gavagan’s Bar.
Fletcher Pratt falleció en 1956.
El hombrecillo calvo con traje de lana estuvo a punto de tirar el vaso
al dejarlo con un cuidado indicativo de que tener cuidado era ya una
necesidad.
—Piense en los perros —dijo—. De verdad, querida, no existe
prácticamente límite a lo que puede conseguirse mediante reproducción
selectiva.
—Excepto que de donde yo vengo, a veces pensamos en otras cosas —dijo
la rubia, subrayando el viejo chiste del New Yorker con un meneo del
torso que era pura Pólice Gazette.
El señor Witherwax alzó su nariz del segundo Martini.
—¿Los conoce, señor Cohan? —preguntó.
El señor Cohan se puso de perfil para apurar un vaso.
—Ese debe de ser el profesor Thott, y un caballero muy educado,
además. No conozco exactamente el nombre de la dama, aunque creo que
él la ha llamado Ellie, o algo parecido. ¿Le gustaría conocerlos?
—Por supuesto. He leído en un libro algo sobre esa reproducción
selectiva, pero no considero que sea tan excelente, y quizás él puede
aclarar algo al respecto.
El señor Cohan se abrió camino hasta el final de la barra y avanzó
pesadamente hacia la mesa.
—Un placer conocerle, profesor Thott —dijo Witherwax.
—Caballero, el placer es mío, todo mío. Señora Jonas, ¿puedo
presentarle a un viejo amigo mío, llamado Witherwax? Viejo en el
sentido de su madurez con los admirables líquidos producidos por el
bar de Gavagan, en tanto que los mismos líquidos han madurado en
madera… ¡Ja, ja!… Una madurez de tres premisas. Siéntese, señor
Witherwax. Llamo su atención respecto a las notables cualidades del
alcohol, y la peripecia no es la menos importante de ellas.
—Sí, eso es cierto —dijo el señor Witherwax. Su expresión había
adoptado cierto parecido con la del búho disecado de la barra—. Lo que
yo iba a preguntarle…
—Caballero, percibo haber usado una pedantería más apropiada para el
aula, con el resultado de que no se ha establecido comunicación.
Peripecia es la inversión de papeles. Mientras me hallo en estado de
virtuosa sobriedad, persigo a la señora Jonas, la tiento con
alcohólicas diversiones. Pero después del tercer Presidente, ella me
persigue a mí, de acuerdo con la antigua regla biológica: el alcohol
aumenta el deseo femenino y mengua la potencia masculina.
En la barra, el señor Cohan parecía haber captado solamente una parte
del discurso.
—Bollos no tenemos —dijo—. Pero puede coger algunas galletas saladas.
—Metió la mano debajo de la barra en busca del platillo—. Todas
acabadas. Y acabo de abrir una caja esta mañana. Ahí van los
beneficios del bar. En los viejos tiempos el almuerzo gratis, y ahora
las galletas saladas.
—Lo que iba a preguntar… —dijo Witherwax.
El profesor Thott se levantó e hizo una reverencia, una reverencia que
terminó volviéndole a dejar sentado de una forma más bien brusca.
—¡Ah, el misterio del universo y la música de las esferas, como
Próspero lo habría planteado! ¿Quién persigue? ¿Quién huye? El
perverso. Se preserva la filosofía manteniéndose en el intermedio
platoniano, el filo entre persecución y fuga, maldad y virtud. Señor
Cohan, una ronda de Presidentes, por favor, incluyendo un vaso para mi
envejecido amigo.
—Permítame pagar esta ronda —dijo firmemente Witherwax—. Lo que yo iba
a preguntarle está relacionado con la reproducción selectiva.
El profesor se agitó, pestañeó dos veces, se recostó en la silla y
apoyó una mano en la mesa.
—¿Desea que yo sea académico? Muy bien. Pero tengo testigos de que
usted mismo lo ha solicitado.
—Mire lo que ha hecho —dijo la señora Jonas—. Lo ha sobresaltado y él
no se quedará sin cuerda hasta que caiga dormido.
—Lo que deseo saber… —empezó a decir Witherwax, pero Thott le
interrumpió, rebosante de felicidad.
—Ofreceré únicamente el bosquejo más breve y menos técnico posible
—dijo—. Supongamos que, de entre dieciséis ratones, cogemos los dos de
mayor tamaño y hacemos que procreen. Sus hijos se aparearán a su vez
con los de la pareja de mayor tamaño de otro grupo de dieciséis. Y así
sucesivamente. Con tiempo y material suficientes, y favoreciendo que
la especie produzca miembros de mayor tamaño, sería fácil crear
ratones como leones.
—¡Uf! —dijo la señora Jonas—. Debería dejar de beber. Su imaginación
se vuelve espantosa.
—Entiendo —dijo Witherwax—. Como un libro que leí una vez, donde había
ratas tan enormes que comían caballos, y avispas del tamaño de perros.
—Recuerdo el libro —dijo Thott, dando un sorbo a su Presidente—. Era
El alimento de los dioses, de H. G. Wells. Temo, no obstante, que el
método descrito por él no era el de la genética y por tanto carece de
validez científica.
—Pero ¿podría usted crear criaturas así mediante reproducción
selectiva? —preguntó Witherwax.
—Ciertamente. Moscas domésticas tan voluminosas como tigres. Es
simplemente cuestión de…
La señora Jonas alzó una mano.
—Alvin, qué espantosa idea. —Espero que jamás la ponga en práctica.
—No hay motivo de aprensión, querida mía. La ley del hexaedro regular
nos protegerá eternamente de tales visitas.
—¿Cómo? —preguntó Witherwax.
—La ley del hexaedro regular. Si doblas las dimensiones, cuadruplicas
el área y multiplicas por ocho la masa. El resultado es… bien,
hablando en términos prácticos, sin tecnicismos, una mosca común del
tamaño de un tigre tendría unas patas demasiado delgadas y unas alas
demasiado pequeñas para resistir su peso.
—Alvin —dijo la señora Jonas—, eso no es práctico. ¿Cómo se movería la mosca?
El profesor ensayó otra reverencia, menos lograda incluso que la
primera puesto que la hizo sentado.
—Madame, la finalidad de ese experimento no sería práctica sino
demostrativa. Una mosca del tamaño de un tigre sería una masa de
gelatina que habría que alimentar con cuchara. —Thott levantó una
mano—. No hay motivo para que alguien cree ese monstruo. Y puesto que
la naturaleza no tiene ventajas que ofrecer a insectos de gran tamaño,
dejaría de crearlos. Convengo en que la idea es repugnante. Yo
preferiría el proyecto optativo de crear elefantes del tamaño de
moscas…, o golondrinas.
Witherwax hizo una seña al señor Cohan.
—Eso está bien. Repítalo. Pero ¿no le haría caer en desgracia aquí
también su ley del hexaedro regular?
—De ningún modo, caballero. En caso de una reducción de tamaño, la ley
actuaría en mi favor. La masa quedaría dividida por ocho, pero los
músculos seguirían siendo los mismos en proporción, capaces de
soportar un peso muchísimo mayor. Las patas y las alas de un minúsculo
elefante no sólo lo sostendrían, sino que le conferirían la agilidad
de un colibrí. Considere el caso del elefante enano de Sicilia durante
el plis…
—Alvin —dijo la señora Jonas—, estás borracho. De lo contrario
recordarías cómo se pronuncia pleistoceno, y no hablarías de alas de
elefante.
—En absoluto, querida mía. Yo esperaría con suma confianza que una
especie así desarrollara la habilidad del vuelo mediante orejas
agrandadas, como el Dumbo de las películas.
La señora Jonas se rió tontamente.
—De todas maneras no me gustaría un elefante del tamaño de una mosca.
Como mascota sería muy pequeño y se metería por todas partes. Que sea
del tamaño de un gamo, algo así.
Separó sus dedos índices menos de diez centímetros.
—Muy bien, querida mía —dijo el profesor—. En cuanto logre obtener una
subvención de la Fundación Carnegie, abordaré el proyecto.
—Sí, pero —dijo Witherwax—, ¿cómo alimentaría a un elefante de ese
tamaño? ¿Sería posible domesticarlo?
—Si es posible domesticar a un hombre, un elefante debería ser cosa
fácil —dijo la señora Jonas—. Y se le podría aumentar con avena o
heno. Mucho más limpio que tener latas de comida para perro por toda
la casa.
El profesor se frotó la barbilla.
—Hum —dijo—. El ritmo de absorción de alimento variaría en la misma
proporción que la superficie intestinal…, que variaría el cuadrado de
las dimensiones… No estoy seguro de los resultados, pero temo que
deberíamos recurrir a un alimento más concentrado y menos
convencional. Supongo que podríamos alimentar a nuestro Elephas
micros, como propongo llamarlo, con terrones de azúcar. No, nada de
Elephas micros, Elephas microtatus, «el elefante más pequeño, más
minúsculo».
El señor Cohan, que había olvidado a su otro único cliente para
apoyarse en la barra de cara al grupo, intervino en ese momento.
—El señor Considine, el vendedor, estaba diciéndome que el alimento
más concentrado que puede obtenerse es un buen whisky de malta.
—¡Eso es! —El profesor dio una palmada en la mesa—. No Elephas
microtatus, sino Elephas frumenti, el elefante del whisky, del
producto de que se alimenta. Lo criaremos con una dieta de alcohol.
Alto contenido energético.
—Oh, pero eso no servirá —protestó la señora Jonas—. Nadie querrá una
mascota que debe aumentarse siempre de whisky. Especialmente con niños
alrededor.
—Escuche —dijo Witherwax—, si realmente desea tener estos animales,
¿por qué no los tiene en algún lugar donde no haya niños cerca y donde
el whisky esté… en bares, por ejemplo?
—Profunda observación —dijo el profesor Thott—. Y hablando de rondas,
señor Cohan, sírvanos otra. Tenemos caballos como mascotas al aire
libre, gatos como mascotas en el hogar, canarios como mascotas en
jaulas. ¿Por qué no un animal especialmente ideado y creado para ser
una mascota de bar? Y a propósito…, ese búho disecado que tiene a modo
de mascota, señor Cohan, está poniéndose francamente sarnoso.
—Esos animales robarían cosas como esa —dijo la señora Jonas como si
soñara—. Cogerían cosas como plumas de búho, galletas saladas y
etiquetas de cerveza para construir sus nidos, en los rincones
oscuros, cerca del techo. Saldrían por la noche…
El profesor inclinó la cabeza para ofrecer una benigna mirada a la
señora Jonas mientras el señor Cohan servía la bebida.
—Querida mía —dijo Thott—, algo se le está subiendo a la cabeza, o
bien esta discusión sobre el futuro Elephas frumenti o el auténtico
spiritus frumenti. Cuando usted se pone poética…
La rubia se había recostado y estaba mirando el techo.
—No soy poética. Eso que hay ahí arriba, en lo alto de la columna, es
el nido de uno de sus elefantes de bar.
—¿Qué hay ahí arriba? —dijo Thott.
—Eso que hay ahí arriba, donde está tan oscuro.
—Yo no veo nada —dijo el señor Cohan—. Y si no le importa que lo diga,
este bar es limpio, no tiene una sola rata.
—No serían demasiado dóciles —dijo la señora Jonas, todavía mirando el
techo—. Y si creyeran que no tienen suficiente alimento, saldrían y
cogerían ellos mismos lo que quisieran cuando el barman no los viera.
—Eso parece divertido —dijo Thott.
Echó atrás su silla y se dispuso a subirse a ella.
—No lo haga, Alvin —dijo la señora Jonas—. Se partirá el cuello…
Piense en ello, ellos alimentarían a sus hijos…
—Póngase junto a mí, en ese caso, y déjeme apoyar la mano en su hombro.
—¡Eh! —dijo de pronto Witherwax—. ¿Quién se ha tomado mi bebida?
La señora Jonas bajó los ojos.
—¿No ha sido usted?
—Ni siquiera la he tocado. El señor Cohan acaba de servirla, ¿no es cierto?
—Lo hice. Pero hace un par de minutos, y es posible que usted…
—Imposible. Definitiva, positivamente: no he bebido… ¡Eh, señores,
miren la mesa!
—Si tuviera las otras gafas —dijo Thott, tambaleándose, más bien
vacilante mientras observaba las sombras del techo.
—Miren la mesa —repitió Witherwax, señalándola.
El vaso donde había estado su bebida estaba vacío. El de Thott aún
tenía medio cóctel. El vaso de la señora Jonas estaba volcado, y de su
borde había fluido una pizca de cóctel Presidente, formando una rosada
e irregular mancha del tamaño de una mano infantil.
Cuando siguieron el dedo de Witherwax, los otros dos vieron que, a
partir de esa mancha, una hilera de pequeños y húmedos rastros
cruzaban la mesa hasta el otro extremo, donde las diminutas pisadas
cesaban bruscamente. Eran circulares, del tamaño de una moneda muy
pequeña, con un borde delantero similar al de una concha, como si las
hubiera dejado un…


Elephas Frumenti.
L. Sprague De Camp.

Autor del 27 de Noviembre
Autor del 4 de Diciembre
Autor del 13 de Noviembre

Autor del 13 de Noviembre del 2019
Robert Louis Stevenson.
Historia de la puerta.

 

Mr. Utterson, el abogado, era hombre de semblante adusto jamás iluminado por una sonrisa, frío, parco y reservado en la conversación, torpe en la expresión del sentimiento, enjuto, largo, seco y melancólico, y, sin embargo, despertaba afecto. En las reuniones de amigos y cuando el vino era de su agrado, sus ojos irradiaban un algo eminentemente humano que no llegaba a reflejarse en sus palabras pero que hablaba, no sólo a través de los símbolos mudos de la expresión de su rostro en la sobremesa, sino también, más alto y con mayor frecuencia, a través de sus acciones de cada día. Consigo mismo era austero. Cuando estaba solo bebía ginebra para castigar su gusto por los buenos vinos, y, aunque le gustaba el teatro, no había traspuesto en veinte años el umbral de un solo local de aquella especie. Pero reservaba en cambio para el prójimo una enorme tolerancia, meditaba, no sin envidia a veces, sobre los arrestos que requería la comisión de las malas acciones, y, llegado el caso, se inclinaba siempre a ayudar en lugar de censurar. -No critico la herejía de Caín -solía decir con agudeza-. Yo siempre dejo que el prójimo se destruya del modo que mejor le parezca. Dado su carácter, constituía generalmente su destino ser la última amistad honorable, la buena influencia postrera en las vidas de los que avanzaban hacia su perdición y, mientras continuaran frecuentando su trato, su actitud jamás variaba un ápice con respecto a los que se hallaban en dicha sitixación. Indudablemente, tal comportamiento no debía resultar dificil a Mr. Utterson por ser hombre, en el mejor de los casos, reservado y que basaba su amistad en una tolerancia sólo comparable a su bondad. Es propio de la persona modesta aceptar el círculo de amistades que le ofrecen las manos de la fortuna, y tal era la actitud de nuestro abogado. Sus amigos eran, o bien familiares suyos, o aquellos a quienes conocía hacía largos años. Su afecto, como la hiedra, crecía con el tiempo y no respondía necesariamente al carácter de la persona a quien lo otorgaba. De esa clase eran sin duda los lazos que le unían a Mr. Richard Enfield, pariente lejano suyo y hombre muy conocido en toda la ciudad. Eran muchos los que se preguntaban qué verían el uno en el otro y qué podrían tener en común. Todo el que se tropezara con ellos en el curso de sus habituales paseos dominica les afirmaba que no decían una sola palabra, que parecían notablemente aburridos y que recibían con evidente agrado la presencia de cualquier amigo. Y, sin embargo, ambos apreciaban al máximo estas excursiones, las consideraban el mejor momento de toda la semana y, para poder disfrutar de ellas sin interrupciones, no sólo rechazaban oportunidades de diversión, sino que resistían incluso a la llamada del trabajo. Ocurrió que en el curso de uno de dichos paseos fueron a desembocar los dos amigos en una callejuela de uno de los barrios comerciales de Londres. Se trataba de una vía estrecha que se tenía por tranquila pero que durante los días laborables albergaba un comercio floreciente. Al parecer sus habitantes eran comerciantes prósperos que competían los unos con los otros en medrar más todavía dedicando lo sobrante de sus ganancias en adornos y coqueterías, de modo que los escaparates que se alineaban a ambos lados de la calle ofrecían un aspecto realmente tentador, como dos filas de vendedoras sonrientes. Aun los domingos, días en que velaba sus más granados encantos y se mostraba relativamente poco frecuentada, la calleja brillaba en comparación con el deslucido barrio en que se hallaba como reluce una hoguera en la oscuridad del bosque acaparando y solazando la mirada de los transeúntes con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces bien pulidos y la limpieza y alegría que la caracterizaban. A dos casas de una esquina, en la acera de la izquierda yendo en dirección al este, interrumpía la línea de escaparates la entrada a un patio, y exactamente en ese mismo lugar un siniestro edificio pro yectaba su alero sobre la calle. Constaba de dos plantas y carecía de ventanas. No tenía sino una puerta en la planta baja y un frente ciego de pared deslucida en la superior. En todos los detalles se adivinaba la huella de un descuido sórdido y prolongado. La puerta, que carecía de campanilla y de llamador, tenía la pintura saltada y descolorida. Los vagabundos se refugiaban al abrigo que ofrecía y encendían sus fósforos,en la superficie de sus hojas, los niños abrían tienda en sus peldaños, un escolar había probado el filo de su navaja en sus mo lduras y nadie en casi una generación se había preocupado al parecer de alejar a esos visitantes inoportunos ni de reparar los estragos que habían hecho en ella. Mr. Enfield y el abogado caminaban por la acera opuesta, pero cuando llegaron a dicha entrada, el primero levantó el bastón y señaló hacia ella. -¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? -preguntó. Y una vez que su compañero respondiera afirmativamente, continuó-. Siempre la asocio mentalmente con un extraño suceso. -¿De veras? -dijo Mr. Utterson con una ligera alteración en la voz-. ¿De qué se trata? -Verás, ocurrió lo siguiente -continuó Mr. Enfield-. Volvía yo en una ocasión a casa, quién sabe de qué lugar remoto, hacia las tres de una oscura ma drugada de invierno. Mi camino me llevó a atravesar un barrio de la ciudad en que lo único que se ofrecía literalmente a la vista eran las farolas encendidas. Recorrí calles sin cuento, donde todos dormían, ilu minadas como para un desfile y vacías como la nave de una iglesia, hasta que me hallé en ese estado en que un hombre escucha y escucha y comienza a desear que aparezca un policía. De pronto vi dos figuras, una la de un hombre de corta estatura que avanzaba a buen paso en dirección al este, y la otra la de una niña de unos ocho o diez años de edad que corría por una bocacalle a la mayor velocidad que le permitían sus piernas. Pues señor, como era de esperar, al llegar a la esquina hombre y niña chocaron, y aquí viene lo horrible de la historia: el hombre atro pelló con toda tranquilidad el cuerpo de la niña y siguió adelante, a pesar de sus gritos, dejándola tendida en el suelo. Supongo que tal como lo cuento no parecerá gran cosa, pero la visión fue horrible. Aquel hombre no parecía un ser humano, sino un juggernaut horrible. Le llamé, eché a correr hacia él, le atenacé por el cuello y le obligué a regresar al lugar donde unas cuantas personas se habían reunido ya en torno a la niña. El hombre estaba muy tranquilo y no ofreció resistencia, pero me dirigió una mirada tan aviesa que el sudor volvió a inundarme la frente como cuando corriera. Los reunidos eran familiares de la víctima, y pronto hizo su aparición el médico, en cuya búsqueda había ido precisamente la niña. Según aquel matasanos la pobre criatura no había sufrido más daño que el susto natural, y supongo que creerás que con esto acabó todo. Pero se dio una curiosa circunstancia. Desde el primer momento en que le vi, aquel hombre me produjo una enorme re pugnancia, y lo mismo les ocurrió, cosa muy natural, a los parientes de la niña. Pero lo que me sorprendió fue la actitud del médico. Respondía éste al tipo de galeno común y corriente. Era hombre de edad y aspecto indefinidos, fuerte acento de Edimburgo y la sensibilidad de un banco de madera. Pues le ocurría lo mismo que a nosotros. Cada vez que miraba a mi prisionero se ponía enfermo y palidecía presa del deseo de matarle. Ambos nos dimos cuenta de lo que pensaba el otro y, dado que el asesinato nos estaba vedado, hicimos lo máximo que pudimos dadas las circunstancias. Le dijimos al caballero de marras que daríamos a conocer su hazaña, que todo Londres, de un extremo al otro, maldeciría su nombre, y que si tenía amigos o reputación sin duda los perdería. Y mientras le fustigábamos de esta guisa, manteníamos apartadas a las mujeres, que se hallaban prestas a lanzarse sobre él como arpías. En mi vida he visto círculo semejante de rostros encendidos por el odio. Y en el centro estaba aquel hombre revestido de una especie de frialdad negra y despectiva, asustado también -se le veía-, pero capeando el temporal como un verdadero Satán. »"Si desean sacar partido del accidente -nos dijo-, naturalmente me tienen en sus manos. Un caballero siempre trata de evitar el escándalo. Dígan me cuánto quieren:' Pues bien, le apretamos las clavijas y le exigimos nada menos que cien libras para la familia de la niña. Era evidente que habría querido escapar, pero nuestra actitud le inspiró miedo y al final accedió. Sólo restaba conseguir el dinero, y, za dónde crees que nos condujo sino a ese edificio de la puerta? Abrió con una llave, entró, y al poco rato volvió a salir con diez libras en oro y un talón por valor de la cantidad restante, extendido al portador contra la banca de Coutts y firmado con un nombre que no puedo mencionar a pesar de ser ése uno de los detalles más interesantes de mi historia. Lo que sí te diré es que era un nombre muy conocido y que se ve muy a menudo en los periódicos. La cifra era alta, pero el que había estampado su firma en el talón, si es que era auténtica, era hombre de una gran fortuna. Me tomé la libertad de decirle al caballero en cuestión que todo aquel asunto me parecía sospechoso y que en la vida real un hombre no entra a las cuatro de la mañana en semejante antro para salir al rato con un cheque por valor de casi cien libras firmado por otra persona. Pero él se mostró frío y despectivo. »"No tema -me dijo-, me quedaré con ustedes hasta que abran los bancos y pueda cobrar yo mis mo ese dinero." Así pues nos pusimos todos en camino, el padre de la niña, el médico, nuestro amigo y yo. Pasamos el resto de la noche en mi casa y a la mañana siguiente, una vez desayunados, nos dirigimos al banco como un solo hombre. Yo mismo entregué el talón al empleado haciéndole notar que tenía razones de peso para sospechar que se trataba de una falsificación. Pues nada de eso. La firma era legítima. -¡Qué barbaridad! -dijo Mr. Utterson. -Ya veo que piensas lo mismo que yo -dijo Mr. Enfield-. Sí, es una historia desagradable porque el hombre en cuestión era un personaje detestable, un auténtico infame, mientras que la persona que firmó ese cheque es un modelo de virtudes, un hombre muy conocido y, lo que es peor, famoso por sus buenas obras. Un caso de chantaje, supongo. El del caballero honorable que se ve obligado a pagar una fortuna por un desliz de juventud. Por eso doy a este edificio el nombre de «la casa del chantaje». Aunque aun eso estaría muy lejos de explicarlo todo -añadió. Y dicho esto se hundió en sus meditaciones. De ellas vino a sacarle Mr. Utterson con una pregunta inopinada. -¿Y sabes si el que extendió el talón vive ahí? -Sería un lugar muy apropiado, ¿verdad? -respondió Mr. Enfield-, pero se da el caso de que recuerdo su dirección y vive en no sé qué plaza. -¿Y nunca has preguntado a nadie acerca de esa casa de la puerta? -preguntó Mr. Utterson. -Pues no señor, he tenido esa delicadeza -fue la respuesta-. Estoy decididamente en contra de toda clase de preguntas. Me recuerdan demasiado el día del juicio Final. Hacer una pregunta es como arrojar una pie- dra. Uno se queda sentado tranquilamente en la cima de una colina y allá va la piedra arrastrando otras cuantas a su paso hasta que al final van a dar todas a la cabeza de un pobre infeliz (aquel en quien menos habías pensado) que no se ha movido de su jardín, y resulta que la familia tiene que cambiar de nombre. No señor. Yo siempre me he atenido a una norma: cuanto más raro me parece el caso, menos preguntas hago. -Sabio proceder, sin duda -dijo el abogado. -Pero sí he examinado el edificio por mi cuenta -continuó Mr. Enfield-, y no parece una casa habitada. Es la única puerta, y nadie sale ni entra por ella a excepción del protagonista de la aventura que acabo de relatarte. Y eso muy de tarde en tarde. En el primer piso hay tres ventanas que dan al patio. En la planta baja, ninguna. Esas tres ventanas están siempre cerradas aunque los cristales están limpios. Por otra parte de la chimenea sale generalmente humo, así que la casa debe de estar habitada, aunque es difícil asegurarlo dado que los edificios que dan a ese patio están tan apiñados que es imposible saber dónde acaba uno y dónde empieza el siguiente. Los dos amigos caminaron un rato más en silencio hasta que habló Mr. Utterson. -Es buena norma la tuya, Enfield -dijo. -Sí, creo que sí -respondió el otro. -Pero, a pesar de todo -continuó el abogado-, hay una cosa que quiero preguntarte. Me gustaría que me dijeras cómo se llamaba el hombre que atropelló a la niña. -Bueno -dijo Mr. Enfield-, no veo qué mal puede haber en decírtelo. Se llamaba Hyde. -Ya -dijo Mr. Utterson-. ¿Y cómo es físicamente? -No es fácil describirle. En su aspecto hay algo equívoco, desagradable, decididamente detestable. Nunca he visto a nadie despertar tanta repugnancia y, sin embargo, no sabría decirte la razón. Debe de tener alguna deformidad. Ésa es la impresión que produce, aunque no puedo decir concretamente por qué. Su aspecto es realmente extraordinario y, sin embargo, no podría mencionar un solo detalle fuera de lo normal. No, me es imposible. No puedo describirle. Y no es que no le recuerde, porque te aseguro que es como si le tuviera ante mi vista en este mis mo momento. Mr. Utterson anduvo otro trecho en silencio, evidentemente abrumado por sus pensamientos. -¿Estás seguro de que abrió con llave? -preguntó al fin. -Mi querido Utterson -comenzó a decir Enfield, que no cabía en sí de asombro. -Lo sé -dijo su interlocutor-, comprendo tu extrañeza. El hecho es que si no te pregunto cómo se llamaba el otro hombre es porque ya lo sé. Verás, Richard, has ido a dar en el clavo con esa historia. Si no has sido exacto en algún punto, convendría que rectificaras. -Deberías haberme avisado -respondió el otro con un dejo de indignación-. Pero te aseguro que he sido exacto hasta la pedantería, como tú sueles decir. Ese hombre tenía una llave, y lo que es más, sigue teniéndola. Le vi servirse de ella no hará ni una semana. Mr. Utterson exhaló un profundo suspiro pero no dijo una sola palabra. Al poco, el joven continuaba: - No sé cuándo voy a aprender a callarme la boca -dijo-. Me avergüenzo de haber hablado más de la cuenta. Hagamos un trato. Nunca más volveremos a hablar de este asunto. -Accedo de todo corazón -dijo el abogado-. Te lo prometo, Richard.

 

Robert Louis Stevenson.
Historia de la puerta.

 

***

Un sitio donde pasar la noche.
Robert Louis Stevenson.

 

Era a fines de noviembre de 1456. La nieve caía sobre París con persistencia rigurosa, implacable; a veces soplaba el viento y la dispersaba en remolinos voladores; a veces se producía un rato de calma y copo tras copo descendía del aire negro de la noche, silencioso, tortuoso, interminable. A la gente pobre, que miraba hacia arriba bajo cejas húmedas, le parecía un misterio de dónde podía caer todo eso. El maestro François Villon había propuesto una alternativa aquella tarde, ante la ventana de una taberna: ¿era sólo el pagano Júpiter que desplumaba gansos en el Olimpo? ¿O eran los ángeles santos que cambiaban de pluma? Él era sólo un pobre maestro de artes, agregó; y como la cuestión de alguna manera se relacionaba con la divinidad, no se aventuraba a llegar a una conclusión. Un tonto sacerdote viejo de Montargis, que estaba entre los presentes, invitó al joven bribón con una botella de vino en honor de las bromas y los gestos con que había acompañado sus palabras, y juró por su propia barba blanca que él había sido otro pícaro irreverente a la edad de Villon.

El aire era crudo y cortante, pero no muy por debajo del punto de congelación; y los copos eran grandes, húmedos y adhesivos. Toda la ciudad estaba recubierta. Todo un ejército hubiera podido marchar de un extremo al otro sin que una sola pisada diera la alarma. Si había algunos pájaros demorados en el cielo, veían la isla como un gran parche blanco, y los puentes como delgadas fajas blancas sobre el negro fondo del río. Muy alto arriba, la nieve se asentaba entre la tracería de las torres de la catedral. Más de un nicho se había llenado; más de una estatua lucía un alto sombrero blanco sobre su cabeza grotesca o de santo. Las gárgolas se habían transformado en grandes narices falsas, caídas hacia la punta. Los adornos en forma de hojas eran como almohadas puestas en posición vertical e hinchadas de un lado. En los intervalos del viento, había un sordo sonido de gotas que caían alrededor del ámbito del templo.

El cementerio de San Juan había tomado su propia .porción de la nieve. Todas las tumbas estaban decentemente cubiertas; alrededor se erigían los techos altos y blancos de las casas en serio orden; los ciudadanos dignos hacía rato que estaban en la cama, cubierta la cabeza con el gorro de dormir, como sus domicilios; no había ninguna luz en toda la vecindad salvo la débil lucecita de una lámpara que pendía balanceándose del coro de la iglesia, y arrojaba las sombras de un lado para el otro al ritmo de sus oscilaciones. El reloj señalaba las diez cuando pasó la patrulla con alabardas y un farol, golpeando sus manos; no vieron nada sospechoso alrededor del cementerio de San Juan.

Sin embargo había una pequeña casa, apoyada contra la pared del cementerio, que aún estaba despierta, y despierta para un mal propósito, en aquel distrito de ronquidos. No había mucho que la delatara por afuera; solo un hilo de cálido vapor que salía de la parte superior de la chimenea, un rectángulo donde la nieve se derretía en el techo y unas pocas huellas de pisadas casi borradas en la puerta. Pero dentro, detrás de las ventanas con persianas, François Villon el poeta y algunos de los amigos ladrones con los que se relacionaba estaban pasando la velada con una botella que iba de mano en mano.

Una gran pila de brasas encendidas enviaba un resplandor rojizo fuerte desde la arqueada chimenea. Ante el fuego estaba sentado a horcajadas Dom Nicolas, el monje de Picardía, con sus faldas levantadas y sus gruesas piernas desnudas a la agradable calidez. Su sombra agrandada cortaba en dos la habitación; y la luz del fuego solo escapaba a cada lado de su ancha persona, y en una pequeña charca entre sus pies separados. Su rostro mostraba el aspecto rojizo del bebedor; estaba cubierto por una red de venas congestionadas, púrpura en circunstancias normales, pero ahora de un violeta pálido, porque aun de espaldas al fuego, el frío lo atacaba por el otro lado. Su capucha había caído hacia atrás y formaba una extraña excrecencia a cada lado de su cuello de toro. Así que estaba sentado a horcajadas, gruñendo, y cortaba en dos el cuarto con la sombra de su corpulenta figura.

A la derecha, Villon y Guy Tabary estaban muy juntos frente a un trozo de pergamino; Villon componía una balada a la que llamaría la “Balada del pez asado», y Tabary le farfullaba su admiración junto al hombro. El poeta era un individuo andrajoso, moreno, pequeño y delgado, de mejillas hundidas y delgados rizos negros. Llevaba sus veinticuatro años con febril animación. La avidez le había hecho pliegues alrededor de los ojos, las malas sonrisas le habían arrugado la boca. El lobo y el cerdo se combatían mutuamente en su rostro. Era un semblante elocuente, demarcado, feo, mundano. Sus manos eran pequeñas y prensiles, de dedos anudados como una cuerda, y las hacía revolotear continuamente ante sí en violenta y expresiva pantomima. En cuanto a Tabary, una imbecilidad ancha, complaciente y admirada parecía fluir de su nariz aplastada y sus labios babosos, se había convertido en un ladrón así como hubiera podido convertirse en el más decente de los burgueses, por el imperioso azar que rige la vida de los bobos y los necios.

Del otro lado del monje, Montigny y Thevenin Pensete estaban dedicados a un juego de azar. Rodeaba al primero cierta aura de buen nacimiento y de educación, como alrededor de un ángel caído; había algo alargado, flexible y elegante en su personaje; había algo aquilino y sombrío en el rostro. Thevenin, pobre alma, estaba muy alegre; había dado un buen golpe de bellaquería aquella tarde en el Faubourg St. Jacques, y toda la noche le había estado ganando a Montigny. Una chata sonrisa le iluminaba el rostro; la cabeza calva lucía rosada con una guirnalda de rizos rojos; el pequeño estómago protuberante se sacudía por las carcajadas silenciosas mientras él barría con lo que iba ganando.

–¿Doblas o te retiras? –preguntó Thevenin.

Montigny asintió torvamente con la cabeza.

–«Algunos pueden preferir comer con gran pompa» –escribió Villon–. «Pan y queso en cubierto de plata». O… o… ¡ayúdame, Guido!

Tabary emitió una risita.

–«O perejil en un cubierto dorado» –garabateó el poeta.

Afuera el viento se tornaba más frío; iba empujando la nieve y a veces levantaba la voz en un grito victorioso y producía quejidos sepulcrales en la chimenea. El frío se tornaba más intenso con el transcurso de la velada. Villon, frunciendo los labios, imitó el sonido del viento con algo entre un silbido y un gruñido. Ese era un talento muy pavoroso y desagradable del poeta que causaba profundo disgusto en el monje de Picardía.

–¿No escuchan el rechinar en la horca? –preguntó Villon–. Están todos danzando la jiga del demonio sobre la nada, allá arriba. ¡Pueden danzar, mis valientes, pero no lograrán calentarse! ¡Sopla! ¡Qué ráfaga! ¡Acaba de caer alguien! Un níspero menos en el árbol de nísperos de tres pies. Digo yo, Dom Nicolas, ¿hará frío esta noche en el camino de St. Denis? –preguntó.

Dom Nicolas guiñó sus dos ojos grandes y pareció ahogarse con su nuez de Adán. Montfaucon, el cadalso grande y horrible de París, estaba junto al camino de St. Denis y la broma lo conmovió en lo más íntimo. En cuanto a Tabary, él se rió inmoderadamente por lo de los nísperos; nunca había oído nada más divertido, y se tomó de los costados y aplaudió. Villon le tiró un capirotazo en la nariz que convirtió su júbilo en un ataque de tos.

–Oh, acaba ya y piensa en rimas para «pez» –dijo Villon.

–¿El doble o te retiras? –dijo Montigny tenazmente.

–De todo corazón –replicó Thevenin.

–¿Queda algo en esa botella? –preguntó el monje.

–Abre otra –dijo Villon–. ¿Cómo esperas llenar ese gran tonel que es tu cuerpo con cosas pequeñas como botellas? ¿Y cómo esperas llegar al cielo? ¿Cuántos ángeles imaginas que se pueden enviar para que lleven arriba un solo monje de Picardía? ¿O te crees otro Elías… que enviarán un coche por ti?

—Hominibus impossibile –replicó el monje mientras llenaba su vaso.

Tabary estaba en éxtasis.

Villon le lanzó otro capirotazo a la nariz.

–Ríete de mis bromas, si quieres –dijo.

–Fue muy bueno –objetó Tabary.

Villon le hizo un gesto.

–Piensa en rimas para «pez» –dijo–. ¿Qué tienes que ver tú con el latín? Desearás no saber una palabra el día del gran juicio, cuando el diablo llame a Guido Tabary, clericus… el demonio con la joroba y las uñas rojas. Hablando del diablo –agregó en un susurro–, ¡mira a Montigny!

Los tres miraron disimuladamente al jugador. Este no parecía estar gozando de su suerte. Había llevado la boca un tanto hacia un lado; una ventana de la nariz la tenía casi cerrada y la otra muy inflada. Tenía el perro negro sobre las espaldas, según dice la gente en la espantosa metáfora del cuarto de los niños; y jadeaba bajo la molesta carga.

–Da la impresión de que sería capaz de acuchillarlo –susurró Tabary con ojos redondos.

El monje se estremeció; volvió el rostro y tendió las manos abiertas hacia las brasas rojas. Era el frío lo que afectaba así a Dom Nicolas, no ningún exceso de sensibilidad moral.

–Veamos ahora –dijo Villon–, esta balada. ¿Cómo va hasta ahora? –Y marcando el tiempo con la mano, se la leyó en voz alta a Tabary.

Fueron interrumpidos en el tercer verso por un movimiento breve y fatal entre los jugadores. La mano acababa de concluirse y Thevenin abría la boca para anunciar otra victoria cuando Montigny dio un salto, rápido como una serpiente, y lo hirió de una puñalada en el corazón. La puñalada tuvo efecto antes de que Thevenin tuviera tiempo de emitir un grito, antes de que pudiera moverse. Uno o dos temblores sacudieron su cuerpo; sus manos se abrieron y se cerraron, sus tacones resonaron sobre el piso; entonces la cabeza cayó hacia atrás sobre un hombro con los ojos muy abiertos; y el espíritu de Thevenin Pensete había vuelto a Aquel que lo había hecho.

Todos se pusieron de pie de un salto; pero el asunto estuvo concluido en un instante. Los cuatro individuos vivos se miraron unos a otros con expresión aterrada; el muerto contemplaba un ángulo del techo con una singular y fea mirada socarrona.

–¡Mi Dios! –exclamó Tabary, y comenzó a rezar en latín.

Villon estalló en una risa histérica. Se adelantó un paso, le hizo una ridícula reverencia a Thevenin y rió aun más fuerte. De pronto se sentó en un banco y siguió riéndose amargamente como si fuera a deshacerse a fuerza de sacudidas.

–Montigny fue el primero en recuperar la compostura.

–Veamos que tiene encima –observó; y revisó los bolsillos del muerto con mano experimentada, repartiendo el dinero en cuatro porciones iguales sobre la mesa–. Aquí tienen –dijo.

El monje recibió su parte con un suspiro profundo y una única mirada furtiva al muerto Thevenin, que comenzaba a hundirse sobre sí mismo y a caerse de costado de la silla.

–Estamos todos en peligro por esto –gritó Villon, tragándose su júbilo–. Significa la horca para cada uno de los que estamos acá… para no hablar de los que no están–. Hizo un gesto espantoso en el aire con su mano derecha levantada, y sacó la lengua y arrojó la cabeza a un lado, como para simular el aspecto de alguien que ha sido ahorcado. Luego guardó en el bolsillo su parte del botín y movió los pies como si deseara restablecer la circulación.

Tabary fue el último en servirse; se precipitó sobre el dinero y se retiró al otro extremo del cuarto.

Montigny enderezó a Thevenin sobre la silla y retiró la daga, que fue seguida por un chorro de sangre.

–A ustedes les convendría ponerse en marcha –dijo mientras secaba la hoja en el jubón de su víctima.

–Creo que sería mejor –replicó Villon, respirando con dificultad–. ¡Maldita sea su gruesa cabeza! –estalló–. Se me pega en la garganta como una flema. ¿Qué derecho tiene un hombre de tener pelo rojo cuando está muerto? –y volvió a dejarse caer en el banco y se cubrió la cara con las manos.

Montigny y Dom Nicolas rieron fuerte y aun Tabary los acompañó débilmente.

–Llora, niño –dijo el monje.

–Siempre dije que él era una mujer –agregó Montigny con desdén–. Enderézate, ¿quieres? –agregó, aplicándole un empellón al cuerpo asesinado–. ¡Apaga ese fuego, Nick!

Pero Nick estaba ocupado en algo más importante; silenciosamente estaba tomando la bolsa del poeta, quien se hallaba sentado flojo y tembloroso en el banco donde había estado componiendo su balada menos de tres minutos antes. Montigny y Tabary exigieron en silencio una parte del botín, que el monje prometió sin hablar mientras guardaba la bolsita en la pechera de su hábito. En muchos sentidos, una naturaleza artística inhabilita a un hombre para la existencia práctica.

En cuanto se hubo consumado el robo, Villon se sacudió, se puso de pie de un salto y comenzó a ayudar a dispersar y apagar las brasas. Entretanto, Montigny abría la puerta y atisbaba cautamente hacia la calle. La costa estaba despejada; no había ninguna patrulla molesta a la vista. Sin embargo, se juzgó prudente que saliera cada uno por separado; y como Villon mismo tenía mucha prisa por escapar de la proximidad del muerto Thevenin, y el resto tenía una prisa aun mayor por liberarse de él antes de que descubriera la desaparición de su dinero, por consenso general fue el primero en salir a la calle.

El viento había triunfado: había barrido todas las nubes del cielo. Sólo unos pocos vapores, tan débiles como la luz de la luna, corrían rápidamente a través de las estrellas. El frío era muy intenso; y por un efecto óptico común, las cosas parecían casi más definidas que en la plena luz del día. La ciudad dormida estaba absolutamente quieta; un grupo de capuchas blancas, un campo lleno de pequeños Alpes debajo de las estrellas titilantes. Villon maldijo su suerte. ¡Ojalá estuviera aún nevando! Ahora, dondequiera que fuese, dejaba un rastro indeleble detrás de sí en las calles relucientes; dondequiera que fuese, seguía vinculado a la casa próxima al cementerio de San Juan; dondequiera que fuese debía tejer, con sus propios pies, la cuerda que lo ataba al crimen y lo ataría a la horca. La mirada socarrona del hombre muerto volvió a él con un nuevo significado. Hizo chasquear los dedos como para darse ánimo y eligiendo una calle al azar, avanzó decididamente sobre la nieve.

Dos cosas lo preocupaban mientras caminaban; una, el aspecto de la horca en Montfaucon en esa fase ventosa y brillante de la existencia de la noche; la otra, la mirada del hombre muerto con la cabeza calva y la guirnalda de rizos rojos. Ambas le hacían estremecer el corazón, y fue apresurando más y más sus pasos como si pudiera huir de pensamientos desagradables por la mera rapidez de su marcha. A veces miraba hacia atrás por encima del hombro con un repentino movimiento nervioso; pero él era lo único que se movía en las calles blancas, salvo cuando el viento se precipitaba alrededor de una esquina y lanzaba hacia arriba la nieve, que estaba comenzando a congelarse, en chorros de polvo brillante.

De repente vio, a una buena distancia al frente, un bulto negro y un par de faroles. El bulto estaba en movimiento y los faroles se movían como transportados por hombres que caminaban. Era una patrulla. Y aunque solo cruzaba la línea por la que él marchaba, juzgó más prudente salir de la vista tan rápidamente como fuera posible. No estaba de humor para desafíos, y tenía conciencia de que iba formando una marca conspicua en la nieve. A su izquierda se hallaba un gran hotel, con algunas torrecillas y un gran pórtico ante la puerta; estaba medio ruinoso, recordaba, y .hacía tiempo que había sido desocupado; así que subió tres escalones y saltó al abrigo del pórtico. Estaba muy obscuro allí dentro, después del resplandor de las calles nevadas, y se adelantaba a tientas con los brazos extendidos cuando dio contra una substancia que ofreció una mezcla indescriptible de resistencias: dura y suave, firme y floja. El corazón le dio un sobresalto y retrocedió dos pasos de un brinco mientras clavaba la vista horrorizado en el obstáculo. Entonces lanzó una pequeña risa de alivio. Era sólo una mujer, y estaba muerta. Se arrodilló al lado para cerciorarse de ese último punto. Estaba fría como un témpano y rígida como un palo. Una prenda firme en harapos flameaba al viento alrededor del pelo de la mujer, cuyas mejillas habían sido pintadas en exceso esa misma tarde. Llevaba los bolsillos vacíos, pero en la media, debajo de la liga, Villon encontró dos pequeñas monedas de las llamadas «blancas». Era bastante poco, pero siempre era algo; y el poeta se sintió profundamente conmovido por el hecho de que la mujer hubiera muerto antes de haber gastado su dinero. Eso le pareció un misterio obscuro y lamentable; y miraba de las monedas que tenía en la mano a la mujer muerta, y luego otra vez las monedas, sacudiendo la cabeza ante la charada de la vida humana. Enrique V de Inglaterra, muerto en Vincennes poco después de haber conquistado Francia, y esa mujerzuela eliminada por una corriente fría en el pórtico de un gran hombre, antes de que pudiera gastar su par de blancas… le parecía un modo cruel de llevar al mundo. Dos blancas hubiesen requerido tan poco tiempo para dilapidarlas; y sin embargo hubiera significado un buen gusto más en la boca, el rechuparse los labios una vez más, antes de que el diablo se adueñara del alma y que el cuerpo quedara a merced de los pájaros y los gusanos. Pensó que le gustaría usar todo su sebo antes de que le soplaran la luz y le rompieran el farol.

Mientras esos pensamientos pasaban por su mente, buscaba casi mecánicamente su bolsa. De pronto, su corazón dejó de latir; una sensación de frío le recorrió la parte posterior de las piernas y le pareció que le caía un golpe frío sobre la cabeza. Se quedó petrificado por un momento; luego volvió a buscar con un febril movimiento; entonces comprendió su pérdida y de inmediato quedó bañado en transpiración. ¡Para los pródigos el dinero es tan vivo y real, es un velo tan sutil que se interpone entre ellos y sus placeres! Existe solo un límite para su fortuna… el del tiempo; y un pródigo con solo unas pocas coronas es el emperador de Roma hasta que las gasta. Perder el dinero para tal persona significa el revés más espantoso, caer del cielo al infierno, de todo a nada, en un instante. Y mucho más si por ese dinero ha puesto la cabeza en la cuerda de la horca, si puede ser colgado mañana por esa misma bolsa, ¡tan costosamente adquirida, tan estúpidamente perdida! Villon se quedó donde estaba y comenzó a maldecir; arrojó las dos blancas a la calle; sacudió el puño en dirección al cielo; pateó y no se horrorizó al descubrir que estaba pisoteando el pobre cadáver. Entonces comenzó a caminar rápidamente en dirección a la casa junto al cementerio. Había olvidado todo temor por la patrulla, que de cualquier modo hacía rato que había desaparecido, y no podía pensar en otra cosa que no fuera su bolsa perdida. Fue en vano que mirara a derecha e izquierda sobre la nieve: no se veía nada. No la había dejado caer en la calle. ¿Se habría caído en la casa? Le hubiese gustado mucho entrar y ver; pero la idea del horrible ocupante lo desalentó. Al acercarse vio, además, que los esfuerzos de todos por apagar el fuego no habían tenido éxito; por el contrario, éste se había avivado y una luz cambiante jugaba en los intersticios de puerta y ventana, y revivió el terror de Villon por las autoridades y el patíbulo de París.

Volvió al hotel del pórtico y buscó en la nieve las .monedas que había arrojado en su infantil explosión.

Pero sólo pudo hallar una blanca; la otra probablemente hubiera caído de costado y se hubiese hundido. Con una sola moneda en el bolsillo, todos sus proyectos de una noche de libaciones en alguna taberna alborotada se desvanecieron por completo. y no fue sólo el placer que huyó riendo de entre sus dedos; un definido disgusto, un definido dolor lo atacaron mientras estaba de pie, apesadumbrado, ante el pórtico. La transpiración se había secado sobre su cuerpo; y aunque el viento había cesado, una escarcha helada se tornaba más intensa con cada hora, y él se sentía entumecido y descompuesto en su corazón. ¿Qué se podía hacer? Por tarde que fuese, por improbable que fuera su éxito, intentaría la casa de su padre adoptivo, el capellán de St. Benoit.

Corrió todo el camino hasta allá y golpeó tímidamente. No hubo respuesta. Golpeó una y otra vez, tomando aliento con cada golpe; al fin se oyeron pasos que se acercaban desde dentro. Se abrió un portillo en la puerta con tachas de hierro, que emitió un haz de luz amarilla.

–Acerque el rostro al portillo –dijo el capellán desde dentro.

–Soy sólo yo –dijo lloriqueando Villon.

–Oh, sólo tú, ¿eh? –replicó el capellán; y lo maldijo con soeces expresiones indignas de un sacerdote por molestarlo a tal hora, y le dijo que se fuera al infierno, de donde venía.

–Tengo las manos azules hasta la muñeca –rogó ViIlon–; mis pies están muertos y llenos de punzadas; la nariz me duele con el aire tan cortante; el frío se ha asentado en mi corazón. Puedo estar muerto antes de que amanezca. ¡Solo esta vez, padre, y por Dios que no volveré a molestarte!

–Debiste volver más temprano –dijo fríamente el eclesiástico–. Los jóvenes necesitan una lección de tanto en tanto –cerró el portillo y se retiró lentamente al interior de la casa.

Villon estaba fuera de sí; golpeó la puerta con manos y pies y le gritó roncamente al capellán.

–¡Viejo zorro agusanado! –le gritó–. Si pudiera echarte mano, te metería volando de cabeza en el pozo sin fondo.

Una puerta se cerró en la casa con sonido apenas audible para el poeta. Se pasó la mano sobre la boca con un juramento. Y entonces tomó conciencia del humor de la situación, y rió y miró alegremente al cielo, donde las estrellas parecían titilar ante su derrota.

¿Qué se podía hacer? Parecía que debería pasar la noche en las calles escarchadas. La idea de la mujer muerta apareció en su mente y le dio un sincero susto; ¡lo que le había ocurrido a ella al comienzo de la noche podía muy bien ocurrirle a él antes de la mañana! ¡Y él era tan joven! ¡Y con tan inmensas posibilidades de desordenada diversión por delante! Se sintió muy triste ante esa idea de su propio destino, como si hubiera sido el de otro, y se representó una pequeña viñeta de la escena por la mañana, cuando descubrieran su cuerpo.

Pasó revista a todas sus probabilidades mientras hacía girar la moneda entre el pulgar y el índice. Lamentablemente estaba enemistado con algunos viejos amigos que una vez se hubiesen apiadado de él en tan triste situación. Los había satirizado en sus versos, los había golpeado y engañado; y sin embargo ahora, cuando estaba en un apuro tan grande, pensó que habría al menos uno que tal vez podría ceder. Era una probabilidad. Valía la pena intentarlo al menos, por lo que iría y vería.

Durante el camino le ocurrieron dos pequeños accidentes que colorearon sus cavilaciones de manera muy diferente. Porque, primero, dio con las huellas de una patrulla, y las siguió por unos cien metros aunque lo apartaban de su dirección; al menos había confundido su propia huella, ya que aún lo perseguía la idea de que lo rastrearían por todo París sobre la nieve y lo apresarían a la mañana siguiente antes de que despertara. El otro asunto lo afectó de manera diferente.

Pasó por la esquina de una calle donde no mucho antes una mujer y su hijo habían sido devorados por lobos. Esa era la clase de tiempo, pensó, en que a los lobos podía ocurrírseles volver a entrar en París; y un hombre solo en esas calles desiertas podía correr el riesgo de algo peor que un mero susto. Se detuvo y miró el lugar con desagradable interés: era un punto donde varias callejas se cruzaban; y las miró una por una, y contuvo el aliento para escuchar, por si detectaba objetos negros que galoparan sobre la nieve o si escuchaba aullidos entre él y el río. Recordaba a su madre que le contaba la historia y le señalaba el lugar cuando él era aún un niño. ¡Su madre! Si hubiese sabido donde vivía ella, al menos se hubiera podido asegurar un refugio. Decidió que lo averiguaría por la mañana; más aún iría a verla, ¡pobre vieja! Pensaba en eso cuando llegó a su destino: su última esperanza de la. noche.

La casa estaba totalmente obscura, como las vecinas; sin embargo, después de unos pocos golpecitos, oyó un movimiento arriba, una puerta que se abría y una voz cauta que preguntaba quién era. El poeta dio su nombre con un susurro alto y esperó, no sin cierta inquietud, el resultado. No tuvo que esperar mucho. Se abrió de repente una ventana y un cubo de agua sucia se derramó sobre el umbral. Villon no había dejado de prepararse para algo por el estilo, y se había puesto al resguardo como lo permitía la naturaleza del portico; pero a pesar de todo, quedó deplorablemente empapado de la cintura hacia abajo. Sus calzas comenzaron a enfriarse casi de inmediato. La muerte por frío y falta de abrigo era lo que lo aguardaba; recordó que era de tendencia tísica y comenzó a toser tentativamente. Pero la gravedad del peligro serenó sus nervios. Se detuvo a unos cien metros de la puerta en que tan mal había sido tratado y reflexionó poniéndose un dedo sobre la nariz. Sólo podía pensar en una manera de obtener alojamiento, y era tomarlo. Había notado una casa no muy lejos de ahí que daba la impresión de ser fácilmente accesible, y hacia ella comenzó a caminar en seguida, entreteniéndose con la idea de un cuarto aún caliente, con una mesa en la que aún quedaban los restos de la cena, donde podría pasar resto de las horas obscuras y del que saldría por la mañana con un montón de valiosos cubiertos. Incluso consideró qué viandas y qué vinos preferiría; y mientras pasaba lista de sus platos dilectos, se le presentó a la mente el pez asado con una extraña mezcla de diversión y de horror.

“Nunca concluiré esa balada», pensó; y luego, con otro estremecimiento:

–¡Oh, maldita sea su gorda cabeza! –exclamó, y escupió sobre la nieve.

La casa en cuestión pareció obscura al principio; pero cuando Villon hizo su inspección preliminar en busca del punto más práctico de ataque, una pequeña línea de luz llamó su atención desde detrás de la cortina de una ventana.

«Demonios», pensó. «¡Gente despierta! ¡Algún estudiante o algún santo, maldito sea! ¿No pueden emborracharse y tenderse a roncar como sus vecinos? ¿De qué sirve el toque de queda, y los pobres diablos campaneros que saltan del extremo de una cuerda en los campanarios? ¿De qué sirve el día, si la gente se queda sentada toda la noche? ¡Cólicos para ellos!» Sonrió al ver dónde lo estaba llevando su lógica. «Cada cual a lo suyo, después de todo», pensó, «y si están despiertos, por el Señor, puedo conseguir una cena honestamente por esta vez, y engañar al diablo».

Fue decididamente hacia la puerta y golpeó con mano segura. En ambas ocasiones previas había golpeado tímidamente y con cierto temor de llamar la atención; pero ahora, cuando acababa de descartar el pensamiento de una entrada ilegal, golpear a una puerta le parecía un procedimiento sumamente simple e inocente. El sonido de sus golpes resonó en la casa con débiles y fantasmales reverberaciones, como si ésta estuviera vacía; pero apenas acababa el sonido de los golpes cuando se acercó un paso medido, descorrieron un par de cerrojos y una de las hojas de la puerta se abrió ampliamente, como si ningún engaño ni temor de engaño fuera conocido por aquellos que estaban dentro. La figura alta de un hombre, musculoso y enjuto, pero un tanto encorvado, enfrentó a Villon. La cabeza era grande pero finamente esculpida; la nariz era ancha en la parte inferior, pero se iba afinando hacia arriba hasta donde se unía con un par de fuertes y honestas cejas; boca y ojos se veían rodeados de delicadas marcas y todo el rostro se basaba sobre una espesa barba blanca, bien recortada. Vista a la luz de una vacilante lámpara de mano, parecía tal vez más noble de cuanto le correspondía; pero era un bello rostro, honorable más que inteligente, fuerte, simple y recto.

–Golpea usted tarde, señor –dijo el anciano en resonante tono cortés.

Villon se encogió y pronunció muchas palabras serviles de disculpa; en una crisis de esa índole, el mendigo se imponía en él y el hombre de genio ocultaba la cabeza, confundido.

–¿Tiene frío –repitió el anciano– y hambre? Bien, pase –y lo hizo entrar a la casa con un gesto bastante noble.

“Algún gran señor», pensó Villon mientras su anfitrión, colocando la lámpara sobre las baldosas de la entrada, volvía a correr los cerrojos.

–Me perdonará que pase primero –dijo una vez que hubo cerrado; y precedió al poeta escaleras arriba hasta una gran habitación, calentada con un cuenco de carbón e iluminada por una gran lámpara que pendía del techo. Estaba muy escasamente amoblada: sólo algunos platos de oro en un aparador, algunos folios y una armadura entre las ventanas. Algunos hermosos tapices colgaban de las paredes, uno de los cuales representaba la crucifixión de nuestro Señor, y otro una escena de pastores y pastoras junto a un río. Sobre la chimenea había un escudo de armas.

–¿Quiere sentarse –dijo el anciano– y perdonarme si lo dejo? Estoy solo en mi casa esta noche, y si usted va a comer, debo procurarle la comida yo mismo.

En cuanto su anfitrión se hubo marchado, Villon saltó de la silla en la que acababa de sentarse y comenzó a examinar el salón con la cautela y el entusiasmo de un gato. Sopesó en la mano los frascos de oro, abrió todos los folios, e investigó las armas del escudo y el relleno de las sillas. Levantó las cortinas de las ventanas y vio que éstas se hallaban formadas por vitrales en los que aparecían figuras que, por lo que alcanzaba a ver, eran de tema marcial. Entonces se detuvo en el centro de la habitación, inhaló profundamente y reteniendo el aire con las mejillas infladas, miró y miró a su alrededor, volviéndose sobre sus talones, como si deseara imprimir cada detalle de la sala en su memoria.

–Siete platos –dijo–. Si hubiera habido diez, me hubiera arriesgado. Una bella casa, y un amo anciano y fino, así que será mejor que me protejan todos los santos.

En ese momento oyó el paso del anciano que regresaba por el corredor y volvió en puntas de pie a su silla y comenzó a calentar humildemente sus piernas mojadas ante el carbón.

Su anfitrión llevaba un plato de carne en una mano y una jarra de vino en la otra. Puso el plato sobre la mesa y le indicó a Villon con un gesto que acercara su silla;. luego fue hacia el trinchante, llevó dos copas a la mesa y las llenó.

–Bebo por su mejor fortuna –dijo, tocando gravemente la copa de Villon con la suya.

–Por nuestro mejor conocimiento –dijo el poeta, animándose. Un mero hombre del pueblo se hubiese sentido cohibido por la cortesía del anciano señor, pero Villon estaba templado en ese asunto; ya había divertido a grandes señores antes de ahora, y había descubierto que eran tan bribones como él. Se dedicó a las .viandas con voraz satisfacción mientras el anciano, con el torso inclinado hacia atrás, lo observaba con ojos fijos y curiosos.

–Tiene sangre en el hombro –dijo.

Montigny le debía haber apoyado la mano húmeda cuando salió de la casa. Maldijo a Montigny íntimamente.

–No es sangre mía –balbuceó.

–No había supuesto eso –replicó el anfitrión serenamente–. ¿ Una pelea?

.–Bueno, algo por el estilo –admitió Villon con una vibración en la voz.

–¿Tal vez algún individuo asesinado?

–Oh, no, no asesinado –replicó el poeta, con creciente confusión–. Todo fue muy limpio… asesinado por accidente. ¡No tuve nada que ver, que Dios me mate si miento! –agregó fervorosamente.

–Un bribón menos, me atrevo a decir —-observó el dueño de casa.

–Puede atreverse a decirlo –convino Villon, infinitamente aliviado–. Un bribón tan grande como de aquí a Jerusalén. Murió como un cordero, pero fue algo desagradable de ver. Diría que usted ha visto hombres muertos en su tiempo, ¿verdad, señor? –agregó, echándole una mirada a la armadura.

–Muchos –dijo el anciano–. He seguido las guerras como podrá imaginar.

Villon apoyó sobre la mesa el tenedor y el cuchillo que acababa de levantar.

–¿Había alguno de ellos calvo? –preguntó.

–Oh, sí, y con pelo tan blanco como el mío.

–Creo que no me importaría tanto el blanco –dijo Villon–. El de él era rojo –y tuvo un retorno de los estremecimientos y la tendencia a la risa, que ahogó con un gran sorbo de vino–. Me pongo un poco mal cuando pienso en eso –siguió–. Lo conocía… ¡maldito sea! Y luego el frío le da fantasías a un hombre… o las fantasías le dan frío a un hombre, no sé cuál de las dos cosas.

–¿Tiene algún dinero? –preguntó el anciano.

–Tengo una blanca –replicó el poeta, riendo–. La saqué de la media de una ramera muerta en un pórtico. Estaba tan muerta como César, pobre mujerzuela, y tan fría como una iglesia, con trocitos de cinta en el pelo. Este es un mundo duro en invierno para lobos y rameras y pobres bribones como yo.

–Yo –dijo el anciano–, soy Enguerrand de la Feuillé, señor de Brisetout, alcalde de Patatrac. ¿Quién y qué puede ser usted?

Villon se puso de pie e hizo una reverencia adecuada.

–Me llamo François Villon –dijo–, un pobre maestro de artes de esta universidad. Sé algo de latín y mucho de vicios. Sé hacer canciones, baladas, layes y rondós, y soy muy afecto al vino. Nací en una bohardilla, y no es improbable que muera en el patíbulo. Puedo agregar, mi señor, que a partir de esta noche soy su muy obsequioso servidor.

–Ningún servidor mío –dijo el caballero–; mi huésped por esta noche y nada más.

–Un huésped muy agradecido –dijo Villon cortésmente, y bebió en silencioso honor de su anfitrión.

–Usted es astuto –dijo el anciano, golpeándose la frente–, muy astuto; es ilustrado; es un amanuense; y sin embargo, le saca una pequeña moneda a una mujer muerta en la calle. ¿No es eso una clase de robo?

–Es una clase de robo muy practicada en la guerra, señor.

–Las guerras son el campo del honor –replicó orgullosamente el anciano–. Allí el hombre se juega la vida; lucha en nombre de su señor el rey, su señor Dios, y todos los sagrados santos y ángeles.

–Supongamos –dijo Villon– que yo sea realmente un ladrón, ¿no jugaría también mi vida, y en circunstancias más difíciles?

–Por lucro, pero no por honor.

–¿Lucro? –repitió Villon, encogiéndose de hombros– ¡Lucro! El pobre diablo quiere comida y la toma. Otrotanto hace el soldado en la campaña. Caramba, ¿qué son todas esas requisiciones de las que tanto escuchamos hablar? Si no son lucro para aquellos que las toman, son una pérdida suficiente para los otros. El hombre de armas bebe junto aun buen fuego, mientras el ciudadano se come las uñas para comprarle vino y leña. Vi a unos cuantos labriegos que pendían de árboles por el campo, sí, vi a treinta en un olmo, y una triste figura era la que hacían; y cuando le pregunté a alguien por qué era que todos esos habían sido colgados, me dijeron que era porque no habían podido reunir suficientes coronas para satisfacer a los hombres de armas.

–Esas cosas son una necesidad de la guerra, que los de origen humilde deben soportar con constancia. Es verdad que algunos capitanes cometen excesos; en todos los rangos hay espíritus a los que la piedad no conmueve muy fácilmente; y por cierto que muchos que se dedican a las armas no son mejores que bandidos.

–Usted ve –dijo el poeta–; usted no puede separar al soldado del bandido; ¿y qué es un ladrón sino un bandido aislado de maneras circunspectas ? Yo robo un par de chuletas de cordero sin siquiera perturbar el sueño de la gente; el agricultor protesta un poco pero sigue comiendo opíparamente con lo que le queda. Ustedes llegan soplando gloriosamente una trompeta, se llevan todas las ovejas y castigan al agricultor lamentablemente. Yo no tengo trompeta; soy solo Tom, Dick o Harry; soy un bribón y un pícaro, y la horca es demasiado buena para mí… de todo corazón; pero pregúntele al agricultor a quien de los dos prefiere, investigue a quien se queda maldiciendo, sin poder dormir, en las noches de invierno.

–Fíjese en nosotros dos –dijo el anciano–. Soy viejo, fuerte y honrado. Si me echaran mañana de mi casa, cientos se enorgullecerían de hospedarme. La pobre gente saldría a pasar la noche en las calles con sus hijos si yo apenas sugiriera que deseo estar solo. ¡Y lo encuentro levantado, errando sin hogar, y tomando moneditas de mujeres muertas en la calle! No le tengo miedo a nadie ni a nada; lo he visto a usted temblar y cambiar de expresión por una palabra. Espero contento en mi casa el llamado de Dios, o si es que le place al rey llamarme de nuevo, en el campo de batalla. Usted espera la horca; una muerte ruda, rápida, sin esperanza ni honor. ¿No hay diferencia entre los dos?

–De aquí a la luna –reconoció Villon–. ¿Pero si yo hubiese nacido señor de Brisetout, y usted hubiese sido el pobre hombre de letras François, hubiera sido menor la diferencia? ¿No hubiese estado yo calentando mis rodillas ante este fuego, y no hubiera estado usted buscando moneditas en la nieve? ¿No hubiese sido yo el soldado, y usted el ladrón?

–¡Un ladrón! –exclamó el anciano–. ¡Yo un ladrón! Si usted entendiera sus palabras, se arrepentiría de ellas.

Villon tendió las palmas de las manos en un gesto de inimitable descaro.

–¡Si el señor me hubiese hecho el honor de seguir mi argumento! –dijo.

–Le hago demasiado honor al someterme a su presencia –dijo el caballero–. Aprenda a refrenar su lengua cuando hable con caballeros ancianos y honorables, o alguno más precipitado que yo puede reprobarlo de manera más enérgica –y se puso de pie y caminó por un extremo del salón, debatiéndose con la ira y la antipatía.

Villon llenó subrepticiamente su copa y se sentó en una posición más cómoda, cruzando las piernas y apoyando la cabeza en una mano y el codo contra el respaldo de la silla. Ahora estaba bien comido y no tenía frío; y de ningún modo estaba asustado de su anfitrión después de estimarlo tan acertadamente como era posible entre dos caracteres tan diferentes. Ya había transcurrido buena parte de la noche, y de manera muy cómoda, después de todo; y se sentía moralmente seguro de que podría partir sin problemas por la mañana.

–Dígame una cosa –dijo el anciano, deteniéndose en su paseo–. ¿Es usted realmente un ladrón?

–Reclamo los sagrados derechos de la hospitalidad –replicó el poeta–. Mi señor, lo soy.

–Usted es muy joven –agregó el caballero.

–Nunca hubiese llegado a esta edad –dijo Villon, mostrando los dedos–, si no me hubiese ayudado con estos diez talentos. Ellos han sido mi madre y mi padre.

–Aún puede arrepentirse y cambiar.

–Me arrepiento todos los días –replicó el poeta–. Hay poca gente tan dada al arrepentimiento como el pobre François. En cuanto al cambio, que alguien cambie mis circunstancias. Un hombre debe seguir comiendo, aunque solo sea para que pueda continuar arrepintiéndose.

–El cambio debe comenzar en el corazón –dijo solemnemente el anciano.

–Mi estimado señor –dijo Villon–, ¿realmente imagina que robo por placer? Odio robar, como cualquier .otro tipo de trabajo o de peligro. Me castañetean los .dientes cuando veo la horca. Pero debo comer, debo beber, debo integrar una sociedad de alguna clase. ¡Qué demonios! El hombre no es un animal solitario… Cui deus faemínam tradit. Hágame panetero del rey. ..hágame abad de St. Denis; hágame alcalde de Patatrac; y entonces cambiaré de verdad. Pero mientras me deje como el pobre hombre de letras François Villon, sin una moneda, bien, por supuesto que sigo siendo el mismo.

–La gracia de Dios es omnipotente.

–Sería un hereje si lo cuestionara –dijo François–. Lo ha hecho a usted señor de Brisetout y alcalde de Patatrac; a mí no me ha dado más que una mente rápida bajo el sombrero y estos diez dedos en las manos. ¿Puedo servirme vino? Se lo agradezco respetuosamente. Por la gracia de Dios, usted tiene una bodega superior.

El señor de Brisetout caminaba de un lado para el otro con las manos a la espalda. Tal vez no hubiera logrado aún tranquilizar su mente acerca del paralelo entre ladrones y soldados; tal vez Villon lo hubiera interesado por alguna hebra de simpatía, tal vez su mente estuviera simplemente confundida por un razonamiento tan poco familiar; pero fuera cual fuese la causa, de algún modo deseaba convertir al joven a un modo mejor de pensamiento, y no podía decidirse a mandarlo de nuevo a la calle.

–Hay algo más que puedo entender en esto –dijo al fin–.Su boca está llena de sutilezas, y el diablo lo ha guiado mal por mucho tiempo; pero el diablo es sólo un espíritu muy débil ante la verdad de Dios, y todas sus sutilezas se desvanecen ante una palabra de verdadero honor, como la obscuridad con la mañana. Escúcheme una vez más. Aprendí hace mucho que un caballero debe vivir caballerosamente y en el amor de Dios, del rey y de su dama; y si bien he presenciado muchas cosas extrañas, de todos modos me he esforzado por ordenar mi vida según esa regla. Eso no solo está escrito en todas las historias nobles, sino en el corazón de cada hombre, si él se ocupa de leerlo. Usted habla de comida y vino, y sé muy bien que el hambre es una prueba difícil de soportar; pero no habla de otras necesidades; no dice nada del honor, de la fe a Dios y a los otros hombres, de la cortesía, del amor sin reproche. Puede ser que yo no sea muy inteligente… y sin embargo me parece que lo soy… pero usted me impresiona como alguien que ha errado el camino y cometido un gran error en la vida. Se ocupa de las pequeñas necesidades y se ha olvidado por completo de las grandes y reales, como un hombre que se ocupe de atender un dolor de muelas el día del juicio final. Porque tales cosas como el honor, el amor y la fe son no sólo más nobles que la comida y la bebida, sino que en verdad creo que las deseamos más, y sufrimos en forma más aguda su ausencia. Le hablo de la manera en que creo que me podrá entender más fácilmente. Mientras se ocupa de llenarse el estómago, ¿no está usted desatendiendo otro apetito de su corazón, que estropea el placer de su vida y lo tiene continuamente infeliz?

Villon estaba sensiblemente irritado con ese extenso sermón.

–¡Usted cree que no tengo sentido del honor! –exclamó–. ¡Soy bastante pobre, sabe Dios! Es duro ver a la gente rica con sus guantes cuando uno se está soplando las manos. Un estómago vacío es cosa amarga, aunque usted hable tan ligeramente del asunto Tal vez, si lo hubiera sentido vacío tantas veces como yo, cambiaría de tono. De todos modos, soy un ladrón… sépalo… pero no soy un demonio del infierno, que Dios me mate si miento. Me gustaría que sepa que tengo un honor propio, tan bueno como el suyo, aunque no parloteo de él todo el día, como si fuera un milagro de Dios poseerlo. A mí me parece muy natural; lo mantengo en su caja hasta que hace falta. Ahora vea, ¿cuánto tiempo he estado en esta habitación con usted? ¿No me dijo que estaba solo en la casa? ¡Mire su vajilla de oro! Usted es fuerte, si quiere, pero es anciano y está desarmado, y yo tengo mi cuchillo. ¿Qué necesitaba yo más que una sacudida del codo y aquí hubiera estado usted con el acero frío en las tripas, y allá hubiera estado yo, andando por las calles con un brazada de copas de oro! ¿Supone que no tuve inteligencia para ver eso? Y desprecié esa acción. Ahí están sus malditas copas, tan seguras como en una iglesia; ahí está usted, con el corazón que late como si fuera nuevo; y aquí estoy yo, dispuesto a salir tan pobre como entré, ¡con mi única moneda que usted me echó en cara! ¡Y usted piensa que no tengo sentido del honor… Dios me mate si miento!

El anciano extendió el brazo derecho.

–Le diré qué es usted –dijo–. Es un bribón, señor, un pillo vagabundo de corazón negro. He pasado una hora con usted. ¡Oh, créame, me siento desgraciado! y usted ha comido y bebido en mi mesa. Pero ahora me irrita su presencia; el día ha llegado, y el pájaro nocturno debería marcharse a su lugar. ¿Quiere caminar adelante, o atrás?

–Como usted prefiera –replicó el poeta, poniéndose de pie–. Creo que usted es estrictamente honorable –vació pensativamente su copa–. Me gustaría poder agregar que es inteligente –agregó, golpeándose en la cabeza con los nudillos–. ¡Vejez, vejez! Cerebro endurecido y reumático.

El anciano lo precedió por una cuestión de dignidad; Villon lo siguió, silbando, con los pulgares metidos en el cinto.

–Que Dios se compadezca de usted –dijo el señor de Brisetout en la puerta.

–Adiós, papá –replicó Villon con un bostezo–. Muchas gracias por el cordero frío.

La puerta se cerró a sus espaldas. El amanecer se advertía sobre los techos blancos. Una mañana helada y desapacible recibía al día. Villon se detuvo y se estiró gozosamente en el medio de la calle.

«Un anciano muy aburrido», pensó. «No sé cuánto pueden valer sus copas».

 

Un sitio donde pasar la noche.
Robert Louis Stevenson.
 

Autora del 6 de Noviembre

Autora del 6 de Noviembre
Sophia de Mello Breyner.
De todos los rincones del mundo...

De todos los rincones del mundo
 amo con un amor más fuerte y más profundo
 aquella playa extasiada y desnuda,
 donde me uní al mar, al viento y a la luna.

 Huelo la tierra los árboles y el viento
 que la primavera llena de perfumes
 mas en ellos sólo quiero y sólo busco
 la salvaje exhalación de las olas
 subiendo hacia los astros como un grito puro.


De todos los rincones del mundo
Sophia de Mello Breyner.


***


Sophia de Mello Breyner.
CIUDAD DE LOS OTROS.

Una terrible atroz inmensa
Deshonestidad
Cubre la ciudad

Hay un susurro de acuerdos
Una telegrafía
Sin gestos sin señas sin hilos

El mal busca el mal y ambos se entienden
Compran y venden

Y con un sabor a cosa muerta
La ciudad de los otros
Golpea a nuestra puerta


CIUDAD DE LOS OTROS.
Sophia de Mello Breyner

***

Sophia de Mello Breyner.
Heme aquí.

Heme aquí
Habiéndome despojado de todos mis mantos
Habiéndome apartado de adivinos magos y dioses
Para quedarme sola ante el silencio
Ante el silencio y el esplendor de tu rostro
Mas tú eres de todos los ausentes el ausente
Ni tu hombro me sostiene ni tu mano me roza
Mi corazón desciende las escalas del templo que no habitas
Y tu encuentro
Son llanuras y llanuras de silencio
Oscura es la noche
Oscura y transparente
Mas tu rostro está allende el tiempo opaco
Y no habito los jardines de tu silencio
Porque tú eres de todos los ausentes el ausente


Heme aquí.
Sophia de Mello Breyner

***

Sophia de Mello Breyner.
LAS PERSONAS SENSIBLES.

Las personas sensibles no son capaces
De matar gallinas
Pero son capaces
De comer gallinas

El dinero huele a pobre y huele
A la ropa de su cuerpo
Aquella ropa
Que después de la lluvia se secó sobre el cuerpo
Porque no tenían otra
Porque huele a pobre y huele
A ropa
Que después del sudor no fue lavada
Porque no tenían otra

"Ganarás el pan con el sudor de tu rostro"
Así nos fue impuesto
Y no:
"Con el sudor de los otros ganarás el pan"

Oh vendedores del templo
Oh constructores
De las grandes estatuas huecas y pesadas
Oh llenos de devoción y de provecho

Perdónalos Señor
Porque ellos saben lo que hacen


LAS PERSONAS SENSIBLES.
Sophia de Mello Breyner.


Autor del 30 de Octubre del 2019
Miguel Hernández.

Vientos del pueblo me llevan.

 

Vientos del pueblo me llevan,

vientos del pueblo me arrastran,

me esparcen el corazón

y me aventan la garganta.

 

Los bueyes doblan la frente,

impotentemente mansa,

delante de los castigos:

los leones la levantan

y al mismo tiempo castigan

con su clamorosa zarpa.

 

No soy un de pueblo de bueyes,

que soy de un pueblo que embargan

yacimientos de leones,

desfiladeros de águilas

y cordilleras de toros

con el orgullo en el asta.

Nunca medraron los bueyes

en los páramos de España.

 

¿Quién habló de echar un yugo

sobre el cuello de esta raza?

¿Quién ha puesto al huracán

jamás ni yugos ni trabas,

ni quién al rayo detuvo

prisionero en una jaula?

 

Asturianos de braveza,

vascos de piedra blindada,

valencianos de alegría

y castellanos de alma,

labrados como la tierra

y airosos como las alas;

andaluces de relámpagos,

nacidos entre guitarras

y forjados en los yunques

torrenciales de las lágrimas;

extremeños de centeno,

gallegos de lluvia y calma,

catalanes de firmeza,

aragoneses de casta,

murcianos de dinamita

frutalmente propagada,

leoneses, navarros, dueños

del hambre, el sudor y el hacha,

reyes de la minería,

señores de la labranza,

hombres que entre las raíces,

como raíces gallardas,

vais de la vida a la muerte,

vais de la nada a la nada:

yugos os quieren poner

gentes de la hierba mala,

yugos que habéis de dejar

rotos sobre sus espaldas.

 

Crepúsculo de los bueyes

está despuntando el alba.

 

Los bueyes mueren vestidos

de humildad y olor de cuadra;

las águilas, los leones

y los toros de arrogancia,

y detrás de ellos, el cielo

ni se enturbia ni se acaba.

La agonía de los bueyes

tiene pequeña la cara,

la del animal varón

toda la creación agranda.

 

Si me muero, que me muera

con la cabeza muy alta.

Muerto y veinte veces muerto,

la boca contra la grama,

tendré apretados los dientes

y decidida la barba.

 

Cantando espero a la muerte,

que hay ruiseñores que cantan

encima de los fusiles

y en medio de las batallas.

 

 

Vientos del pueblo me llevan.

Miguel Hernández.

 

***

 

Miguel Hernández.

El niño yuntero.

 

Carne de yugo, ha nacido

más humillado que bello,

con el cuello perseguido

por el yugo para el cuello.

 

Nace, como la herramienta,

a los golpes destinado,

de una tierra descontenta

y un insatisfecho arado.

 

Entre estiércol puro y vivo

de vacas, trae a la vida

un alma color de olivo

vieja ya y encallecida.

 

Empieza a vivir, y empieza

a morir de punta a punta

levantando la corteza

de su madre con la yunta.

 

Empieza a sentir, y siente

la vida como una guerra

y a dar fatigosamente

en los huesos de la tierra.

 

Contar sus años no sabe,

y ya sabe que el sudor

es una corona grave

de sal para el labrador.

 

Trabaja, y mientras trabaja

masculinamente serio,

se unge de lluvia y se alhaja

de carne de cementerio.

 

A fuerza de golpes, fuerte,

y a fuerza de sol, bruñido,

con una ambición de muerte

despedaza un pan reñido.

 

Cada nuevo día es

más raíz, menos criatura,

que escucha bajo sus pies

la voz de la sepultura.

 

Y como raíz se hunde

en la tierra lentamente

para que la tierra inunde

de paz y panes su frente.

 

Me duele este niño hambriento

como una grandiosa espina,

y su vivir ceniciento

revuelve mi alma de encina.

 

Lo veo arar los rastrojos,

y devorar un mendrugo,

y declarar con los ojos

que por qué es carne de yugo.

 

Me da su arado en el pecho,

y su vida en la garganta,

y sufro viendo el barbecho

tan grande bajo su planta.

 

¿Quién salvará a este chiquillo

menor que un grano de avena?

¿De dónde saldrá el martillo

verdugo de esta cadena?

 

Que salga del corazón

de los hombres jornaleros,

que antes de ser hombres son

y han sido niños yunteros.

 

 

El niño yuntero.

Miguel Hernández.

 

***

 

Miguel Hernández.

Elegía.

 

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se

me ha muerto como del rayo Ramón Sijé,

con quien tanto quería.)

 

Yo quiero ser llorando el hortelano

de la tierra que ocupas y estercolas,

compañero del alma, tan temprano.

 

Alimentando lluvias, caracolas

y órganos mi dolor sin instrumento.

a las desalentadas amapolas

 

daré tu corazón por alimento.

Tanto dolor se agrupa en mi costado,

que por doler me duele hasta el aliento.

 

Un manotazo duro, un golpe helado,

un hachazo invisible y homicida,

un empujón brutal te ha derribado.

 

No hay extensión más grande que mi herida,

lloro mi desventura y sus conjuntos

y siento más tu muerte que mi vida.

 

Ando sobre rastrojos de difuntos,

y sin calor de nadie y sin consuelo

voy de mi corazón a mis asuntos.

 

Temprano levantó la muerte el vuelo,

temprano madrugó la madrugada,

temprano estás rodando por el suelo.

 

No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni a la nada.

 

En mis manos levanto una tormenta

de piedras, rayos y hachas estridentes

sedienta de catástrofes y hambrienta.

 

Quiero escarbar la tierra con los dientes,

quiero apartar la tierra parte a parte

a dentelladas secas y calientes.

 

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble calavera

y desamordazarte y regresarte.

 

Volverás a mi huerto y a mi higuera:

por los altos andamios de las flores

pajareará tu alma colmenera

 

de angelicales ceras y labores.

Volverás al arrullo de las rejas

de los enamorados labradores.

 

Alegrarás la sombra de mis cejas,

y tu sangre se irán a cada lado

disputando tu novia y las abejas.

 

Tu corazón, ya terciopelo ajado,

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado.

 

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.

 

 

    Elegía.

Miguel Hernández.

 

***

 

Miguel Hernández.

Nanas de la cebolla.

 

La cebolla es escarcha

cerrada y pobre:

escarcha de tus días

y de mis noches.

Hambre y cebolla:

hielo negro y escarcha

grande y redonda.

 

En la cuna del hambre

mi niño estaba.

Con sangre de cebolla

se amamantaba.

Pero tu sangre,

escarchada de azúcar,

cebolla y hambre.

 

Una mujer morena,

resuelta en luna,

se derrama hilo a hilo

sobre la cuna.

Ríete, niño,

que te tragas la luna

cuando es preciso.

 

Alondra de mi casa,

ríete mucho.

Es tu risa en los ojos

la luz del mundo.

Ríete tanto

que en el alma al oírte,

bata el espacio.

 

Tu risa me hace libre,

me pone alas.

Soledades me quita,

cárcel me arranca.

Boca que vuela,

corazón que en tus labios

relampaguea.

 

Es tu risa la espada

más victoriosa.

Vencedor de las flores

y las alondras.

Rival del sol.

Porvenir de mis huesos

y de mi amor.

 

La carne aleteante,

súbito el párpado,

el vivir como nunca

coloreado.

¡Cuánto jilguero

se remonta, aletea,

desde tu cuerpo!

 

Desperté de ser niño.

Nunca despiertes.

Triste llevo la boca.

Ríete siempre.

Siempre en la cuna,

defendiendo la risa

pluma por pluma.

 

Ser de vuelo tan alto,

tan extendido,

que tu carne parece

cielo cernido.

¡Si yo pudiera

remontarme al origen

de tu carrera!

 

Al octavo mes ríes

con cinco azahares.

Con cinco diminutas

ferocidades.

Con cinco dientes

como cinco jazmines

adolescentes.

 

Frontera de los besos

serán mañana,

cuando en la dentadura

sientas un arma.

Sientas un fuego

correr dientes abajo

buscando el centro.

 

Vuela niño en la doble

luna del pecho.

Él, triste de cebolla.

Tú, satisfecho.

No te derrumbes.

No sepas lo que pasa

ni lo que ocurre.

 

 

Nanas de la cebolla.

Miguel Hernández.




Autor del 23 de Octubre
Juan de la Cueva.

ÉGLOGA I

EPÍSTOLA I

 

ÉGLOGA I

 

Argumento

 

Alción i Caustino, dos pastores cuyos nombres tienen alegórica sinificación. El Caustino era amado de una pastora llamada Cynthia. Alción, siendo su amigo, se aficionó della, i andando lamentándose de ver que lo tratava con menosprecio, entendido de Caustino, i hallándolo en sus lamentaciones quexándose de la esquiveza de Cynthia, haziendo burla de su ciega passión, passa con él el razonamiento que contiene, etcétera.

 

 

 

A don Antonio Manrique

 

Mi Musa exercitada en las montañas,

entre riscos i árboles umbrosos,

oída de las fieras alimañas,

agradable a los Faunos amorosos,

quiere salir dexando las cabañas,

las dehesas i sotos deleytosos,

a los prados de Amor donde reparte

el fuego abrasador del fiero Marte,

 

i assí mostrar el amoroso afeto,

la poderosa fuerça que commueve

al más altivo pecho i más quieto

que cosas no esperadas tiente i prueve;

en cuanto el ocio i el temor secreto

en que me tiene el Hado, que remueve

tantas causas de daño en daño mío,

sin dar jamás a su crueldad desvío,

 

quiere que aora deste tiempo duro

reduzga un breve término a la pluma,

¡ó claro Don Antonio!, i qu'el seguro

temor espela i sossegar presuma,

porqu'el desseo i ánimo tan puro

que mueve a mi desseo no consuma

el voraz tiempo con oscuro olvido

siendo en Letheo a fuerça sumergido.

 

Por esso, gran señor, quitad d'en medio

un solo punto el velador cuydado,

solicitando a bueltas el remedio

qu'el Cielo tanto tiempo m'á negado,

i del govierno qu'es a tantos medio

os mostrad (a me oír) desocupado:

no porqu'el baxo acento lo meresca,

mas porque yendo a vos jamás peresca.

 

I el Cielo dando a mis trabajos buelta,

venido el tiempo que desseo tanto

en que mi opressa libertad sea suelta,

por vuestra mano dando fin al llanto,

dexada la fatiga en que rebuelta

vive mi alma, en numeroso canto

celebraré vuestro glorioso nombre,

qu'en toda parte toda gente nombre.

 

Mas ya qu'el tiempo aora me lo impide

i el horrible temor me corta el hilo,

pues él me lleva i él mis passos mide

dando al sugeto acomodado estilo:

recebid los suspiros que despide

Alción, oíd su llanto, ved que un Nilo

se buelve en su amorosa fantasía

siguiendo en soledad mi compañía.

 

De su dura fatiga compelido

i del tenaz dolor que le aquexava,

a contemplar (en quien lo trae encendido)

sin sobresalto, un monte freqüentava;

lugar quieto, dulce i ascondido,

do Betis suavemente murmurava

por entre flores i árboles corriendo,

do puesto Alción, la boz soltó diziendo:

 

 

ALCIÓN, CAUSTINO

 

ALCIÓN

 

¡Ó Cynthia airada, altiva, ingrata i dura!

¡Ó coraçón de duro diamante!

¡Ó Cynthia a mi tormento tan segura

i a mi firme querer tan inconstante!

¿De qué sirvió la inmensa hermosura

qu'el Cielo puso en ti? ¿De qu'el semblante

que sossiega la ira al fiero viento,

si es causa de dar fuerça a mi tormento?

 

¿De qué sirvió la púrpura i el oro,

la nieve, perlas i el rubí precioso?

¿De qué las luzes de immortal tesoro

i el nativo esplendor maravilloso?

¿De qué la boz del soberano coro?

¿De qu'el mirar onesto i poderoso

de dar a un muerto vida i buena suerte

si sólo a mí tal bien me da la muerte?

 

No porque a mi firmeza se le deve

ni a puro amor en mí tan conocido,

que tanto mal i tanta afrenta prueve

i en tal odio me vea consumido.

¿Cuál árbol, cuál montaña no se mueve

a mi dolor? ¿Cuál bronze endurecido?

¿Cuál risco no se ablanda con mis ojos?

¿Cuál aspereza d'ásperos abrojos?

 

Sola en ti no ay piedad, sola en ti falta,

que a todo sobrepujas en dureza:

assí cual eres en beldad más alta,

assí eres desigual en la crueza;

que tu ostinado coraçón esmalta

dentro de sí tal odio i tal fiereza

que oyendo tu crueldad en mis querellas

cruel te llama el Cielo i las estrellas.

 

Por ti padesco el aspereza i saña

del poderoso Amor i mi cuidado;

por ti todo contento i bien me daña

i por ti estoi sin mí i en ti ocupado;

por ti la soledad desta montaña

sigo, por ti aborresco mi ganado,

que otro tiempo amparé cuando fui dino

que me viesses sin miedo de Caustino.

 

Por él te veo siempre desdeñarme,

por él serte odioso el nombre mío;

por él huyes de mí sin escucharme

i por él sufro tu imortal desvío;

por él aun no te mueves a mirarme,

con no pretender más mi desvarío

de que un solo momento a hurto veas

el mal que hazes en mi por que lo creas.

 

No te pido yo en esto que aborrescas

a quien Amor, el Cielo i la ventura

favorecen, ni quiero qu'enternescas

tu coraçón por ver mi desventura,

que ya esperar que tú te condolescas

de mi terrible mal, sería locura

si no es que Amor quisiesse ya de hecho

mudar tu coraçón i altivo pecho.

 

Mas esto (si es remedio) no es possible

que pueda ser en mi favor i ayuda,

que siendo cual te soy aborrecible,

¿qué bien avrá que a socorrerme acuda?

¡Ó suerte dura! ¡Ó coraçón terrible!

¡Ó ingrata Cynthia! ¿Cómo no se muda

tu alma d'esse amor, por quien me dexas

ardiendo en fuego, en celo, en llanto, en quexas?

 

Con un suspiro puso fin al canto,

enternecido en su amorosa pena,

paró la lengua i dio lugar al llanto

que se mostrasse con crecida vena;

traspuesto en su congoxa i su quebranto

del racional discurso se enagena,

i estando assí, Caustino se hallava

en el mismo lugar i assí cantava:

 

 

CAUSTINO

 

Sagrado Betis, que con dulce estruendo

vas regando esta selva deleytosa

a donde van guiados mis acentos:

enfrena tu corriente presurosa;

oye mi canto, con el cual pretendo

tener suspensos los airados vientos;

i los más elementos

que distintos están por su aspereza

juntos al tierno canto

estarán mientras canto,

libre de la crueza

del ciego, injusto Amor i su fiereza,

en libertad sabrosa,

fuera de su contienda peligrosa.

 

Sus vanas esperanças seguí un tiempo,

sus dañosos plazeres m'agradaron,

mas desto vivo libre i reposado,

escarmentado en ver cuantos quedaron

burlados de su breve passatiempo,

i cuantos lloran su engañoso estado.

Comigo retirado

en esta soledad, dulce, agradable,

no temo si se aíra

mi pastora o me mira,

si esta odiosa o afable,

si quiere, si aborrece, si es mudable,

qu'es la vida que adora

el ciego amanta que su bien inora.

 

De todo aquesto en libertad segura

me río, i lo estoi viendo muy quieto,

despedidos del alma los temores,

seguro ya del peligroso aprieto,

reduzido a razón de mi locura

gozo el suave aliento destas flores;

en aquestos dulçores

ocupo solamente mi sentido,

i en llevar mi ganado

al pasto acostumbrado,

traerlo del exido,

en mirar si el sarmiento está metido,

si a la fresca ribera

pinta la desseada Primavera.

 

Pongo la cuerda a la sutil raposa,

tiendo la red al ave descuydada,

sigo el ligero ciervo en su corrida;

buelvo cargado dél a la majada

después que con carrera presurosa

en el curso acabó su curso i vida;

hago dél mi comida,

combido sin temor al ganadero,

que sus vacas guardando,

a su plazer cantando,

con ánimo sincero

lo acepta, i aunque rustico i grocero,

lo tiene en más estima

que plata u oro u lo que más s'estima.

 

No m'entretengo ni jamás do entrada

en mi memoria al fácil pensamiento,

qu'en cosas fuera déstas pare un punto;

luego lo aparto i voy en seguimiento

de la vida quieta i reposada,

que todo bien alcança i tiene junto.

No m'altero, o barrunto

mil sospechas, ni admito su recelo;

no doy fuerça al tirano

que jusga ya en su mano

todo el poder del suelo,

porqu'el otro señor viendo su zelo

de ambición, le responde

riendo lo qu'el cauto pecho asconde.

 

¿Quién es aquél que solo i recogido

al pie de aquella haya veo sentado,

seguro al parecer, libre i quieto?

¿Es Alción? ¡Él es, ó desdichado!

¿Qué nueva desventura le á traído

'aquesta soledad, o cuál aprieto

le tiene tan sugeto?

¿Vive en su antiguo fuego todavía?

Quiero a do está acercarme

i dél mismo informarme,

i por aquesta vía

passaré sin fastidio el largo día,

oyéndole dar cuenta

del mal que le consume i atormenta.

 

Salud tengas, Alción, i del rocío

de la dorada Aurora tengas parte,

i tenga fin tu mal tan importuno,

i en la fértil ribera deste río

que por diversas partes se reparte

veas el bien a tu desseo oportuno;

i sin miedo ninguno

del cauto lobo, pluvias o tormenta,

arribes tu ganado

al deleytoso prado

donde se representa

la gloria en que tu alma se sustenta,

i veas tus corderos

henchir de blanca lana tus aperos.

 

 

ALC.

 

Llueva dulce licor por tus collados,

uvas te dé la larga montuosa

i el lobo tenga miedo a tu ganado;

dente los alcornoques miel sabrosa

i tus corderos sean señalados

de la raíz de sándix de su grado.

La tierra sin arado

te produzga abundantes sementeras,

las ásperas espinas

te broten calvellinas,

i en las anchas laderas

te nasca el rico amomo i hagas eras,

i te dé tal contento

cual yo con tu venida aora siento.

 

 

CAU.

 

Cuán seguro, quieto i sin cuydado

te muestras, Alción, en tu semblante,

sentado a sombra d'essa haya umbrosa

sin que cosa a impedirte sea bastante;

gozoso vives el felice estado

do te subio tu suerte venturosa,

i con boz sonorosa

llamas a la pastora que recrea

tu alma, a ella ofrecida,

que de Amor encendida

la considere i vea,

i tu encendido amor conosca i crea,

i entre aquestos dulçores

los celos dan más fuerça a tus amores.

 

 

ALC.

 

Caustino: nunca fue tan venturoso

que de tan alto bien tuviesse parte,

ni jamás conocí tan alta suerte

ni ocupo mi juizio, estudio i arte

sino en mi trato agreste, desseoso

de verme libre de cuydado fuerte,

que causa triste muerte

al que sigue su lucha peligrosa,

a donde es ser vencido

el que más á podido.

 

 

CAU.

 

No me digas tal cosa,

que tu alma también es amorosa.

 

 

ALC.

 

¿Por qué razón lo entiendes?

 

 

CAU.

 

Porque conosco el fuego en que t'enciendes.

 

 

ALC.

 

Negarte que no estoy de Amor llagado,

que no abrasa el Amor el pecho mío,

sería negarte la verdad provada:

como si te afirmasse qu'este río

es monte, i esta haya es mi ganado,

i esta luz que da el Sol es emprestada;

i assí es cosa escusada

encubrir lo que al fin d'estar cubierto

el tiempo que lo encubre

él mesmo lo descubre,

mas el procurar cierto

quiénes la que yo amo, es desconcierto,

porque fiero castigo

el Cielo me promete si lo digo.

 

 

CAU.

 

Sin duda es la gran Iuno tu querida,

según la encubres dentro en tu conceto,

i es justo assí guardalle sus amores,

que uno por no amalla con secreto

fue su voluntad loca conocida

i por premio sacó eternos dolores.

Pues mira los ardores

de la hermosa Venus i el dios Marte

que aun de sí los guardavan,

mas después suspiravan

aquella sutil arte

con que su amor se supo en toda parte,

porqu'el umilde suelo

prometió no encubrille nada al Cielo.

 

 

ALC.

 

No quiero a Venus ni es mi amor con Iuno,

ni contiendo con dioses celestiales,

Caustino, ni procuro lo impossible;

ni dezafío dioses imortales,

ni quiero dellos infamar ninguno,

ni quiero ser a Iove aborrecible;

ni tengas por terrible

tener secreta aquella a quien adoro,

porque sería más vicio

dezir que la codicio

sin guardar el decoro

de aquella que merece el alto coro,

i no a un ganadero

que cuando más alcança es ser cabrero.

 

 

CAU.

 

Si en aqueste lugar secreto i solo

te dixesse quién es, ¿qué me dirías

si descubriesse todo tu desseo?

 

 

ALC.

 

Caustino, ten por cierto que serías

para comigo otro nuevo Apolo,

otro sabio Tiresias o Proteo;

i aunque lo seas no creo

que comprehender puedas el cuydado

a que vivo sugeto,

pues saber lo secreto

a Dios es reservado,

a quien el coraçón del ombre es dado,

por lo cual, ¡ó Caustino!,

no quieras imitar lo que es divino.

 

Mas ruégote, si el tiempo te concede

algún descanso i tu felice estado

te permite gozarlo en compañía,

des lugar al dulçor de tu cuydado

i al viento des la boz que 'Apolo ecede

su divino concento i armonía.

Seguirte é con la mía

no igual, para tener tal competencia,

mas dándome tu aliento

resonará mi acento

que vaya a la presencia

de aquella de quien nunca hago ausencia,

de aquella que m'enciende,

qu'el alma adora i sola el alma entiende.

 

 

CAU.

 

¿Si te agrada, Alción, cantar comigo

qué premio avrá el que uviere la vitoria

o quien nos oye que nos dé sentencia?

 

ALC.

 

¿Quién te puede, ¡ó Caustino!, a ti dar gloria

o quien puede en contienda entrar contigo

que no te ofresca el premio de obediencia?

¿Quién de la competencia

nos juzgue? No ay en esto qué juzgarnos,

que yo te reconosco

ventaja, i la conosco,

que por exercitarnos

i del calor molesto repararnos

pedí que al viento diesses

tu boz, no que comigo competiesses.

 

 

CAU.

 

Da principio, Alción, ¿por qué te tardas?

Tiempla tu dulce i sonorosa avena,

que con la mía ya te estó aguardando.

 

 

ALC.

 

Muestra tu rica i frutuosa vena,

Caustino, ¿que te impide?, ¿a cuándo aguardas?

que ya te están las Ninfas escuchando

i aquélla que abrasando

está mi coraçón en fuego esquivo

i en su yelo m'enciende.

 

 

CAU.

 

Muy sin razón te ofende

siendo tan su cativo.

 

 

ALC.

 

Aunque m'ofende en gran descanso vivo.

 

 

CAU.

 

Dexa ya essas passiones.

 

 

ALC.

 

Comiença, i avrán fin nuestras razones.

 

 

CAU.

 

Dad a mi umilde canto grato oído

vos montes, fieras, ríos, aves, viento,

qu'en lo más apartado i ascondido

se oyga nuestro rústico instrumento,

i el pecho de piedad endurecido

contra Alción se mueva a sentimiento,

de suerte que los Faunos i Silvanos

canten i baylen por aquestos llanos.

 

 

ALC.

 

Tú, Cielo de mis quexas fiel testigo,

que oír mi mal te suspendió algún día,

séme, cual ya me fuiste, dulce amigo,

pues sólo a ti conduele el ansia mía;

la ira, saña i el cruel castigo

de aquella fiera que mi bien desvía

i lleva por camino tan estraño

aplaca con dezirle tú mi daño.

 

 

CAU.

 

Traigan amomo i casia, esparzan flores,

caigan pluvias de oro en este prado

en servicio de Cyntia tus amores,

con que su saña i odio sea aplacado.

Dexa los montes, dexa los pastores,

¡ó Pan de Arcadia!, ven, dexa el ganado;

oye 'Alción i vengan por testigos

los mancebos de Arcadia sus amigos.

 

 

ALC.

 

Desde aquí estoy mirando, ¡ó Ninfa bella!,

las Ninfas i las diosas escuchando

mi suelta boz, i commovidas della

estar tu injusta crueldad culpando;

a ti te veo riendo mi querella

i tu culpa con daño mío escusando,

poniéndoles delante el amor puro

qu'enternece tu pecho al mío tan duro.

 

 

CAU.

 

En dura enzina al natural sacada

de sutil mano, tengo tu figura,

bella Cyntia, i tan bien entretallada

qu'en ella ven cual es tu hermosura;

la de Alción al propio trasladada,

que llorando su estrema desventura

tu implacable crueldad, tu poco aviso,

está por ti de sí hecho un Narciso.

 

 

ALC.

 

No ay planta en todo aquesto en que no vea,

¡ay, Ninfa ingrata! tu belleza puesta,

qu'en esta obra solamente emplea

mi alma la memoria en ti traspuesta;

mas temo (aunqu'esta gloria me recrea)

llegarme cerca aun con la vista presta,

impedida de ti i ardiendo en celo

lidio contigo, Amor, desseo i recelo.

 

 

CAU.

 

Cual fiera tigre no se mueve al canto

del mísero Alción, sino la ira

tuya, ¡ó cruel!, que al mundo causa espanto

no moverte jamás canto de lira;

alça los ojos a mirar un tanto,

que ardiendo en tu desdén de sí respira

ardiente fuego con qu'enciende el yelo

desta montaña i cassi abrasa el Cielo.

 

 

ALC.

 

De aquí donde tu saña rigurosa

me tiene desterrado, estoy mirando

(¡ay, fiera!) tu beldad maravillosa,

parte por parte viendo i contemplando;

i te veo que libre i desdeñosa

estás riendo lo qu'estoy llorando,

sin más memoria de mover tu pecho

que si no uvieras tú mi daño hecho.

 

 

CAU.

 

De la pesada siesta el gran quebranto

emos con nuestra música templado

i al Sol ardiente el encendido brío;

i una cosa, Alción, é contemplado:

que a la dulçura i fuerça de tu canto

cayó yelo i templo el ardiente estío,

hizo correr el río,

parar los montes sin ningún recelo,

que se moviesse el Cielo,

soplar los vientos cuando resonava

tu suelta boz i entr'estos riscos dava,

a tu Ninfa llamando

que de tu fiero mal s'está burlando.

 

 

ALC.

 

¿Cuándo jamás mi Musa campesina

mereció que tal gloria se le diesse

cual as dado al umilde canto mío?

¿O cuándo mereció que competiesse

mi boz terrestre con tu boz divina,

pues es imaginarlo desvarío?

¿O cuándo el presto río

pudo mi canto suspender a oírme

cual quisiste dezirme,

si no es qu'en tener yo tu compañía

tuvo valor la indina Musa mía,

criada entre montañas,

exercitada en rústicas cabañas?

 

I aora conseguí qu'en mi cadena

cantar pudiesse, ¡ó gloria soberana!,

que tanto premio viesse en mi baxeza,

i no en balde la boz d'esta mañana

cuando traspuesto en mi sabrosa pena

llegó a mi oído aquí en esta aspereza

diziendo: tu tristeza

tendrá fin oi, primero que a Ocidente

llegue el Sol, que de Oriente

començava a mostrar sus rayos de oro;

con esta hoz se reparó mi lloro

i aora é conocido

que aquella boz en esto se á cumplido.

 

 

CAU.

 

¿Qué boz pudo, Alción, hazerte cierto

de tan dudosa i no pensada gloria?

¿O quién pudo advertirte deste hecho,

que cierto es cosa dina de memoria

saber estando en medio de un dezierto

tan fuera de sentido, en tal estrecho,

sintiessen tu despecho,

tu riguroso mal, i condolidas

las Ninfas ascondidas

dentro en los verdes árboles umbrosos,

oyendo tus acentos dolorosos,

i a ellos respondiessen

i esperança tan próspera te diessen?

 

No tienes, Alción, razón ninguna

tener assí encubierta tal hazaña

a quien de tu contento lo recibe,

pues no ay quien pueda en toda esta montaña

impedir que no cuentes tu fortuna,

para lo cual al punto te apercibe.

 

 

ALC.

 

Nada no me prohíbe

contar, Caustino amigo, mi suceso,

mas es largo el proceso

i no ay lugar, pues ya declina el día;

si quisieres los dos en compañía,

bolvamos tu ganado

del pasto, i demos buelta a lo abrigado,

i mañana la nueva luz mostrando

el claro Sol en el rosado Oriente,

con que se alegran al lugar presente,

venir podremos al lugar presente,

donde te iré, Caustino, recitando

todo el proceso de mis largos males.

 

 

CAU.

 

Si en ocasiones tales

difieres de dar cuenta de tu istoria,

recoge la memoria

i demos ambos buelta a mi cabaña,

que si el oído i vista no me engaña

Théstilis la criada

nos llama con la cena adereçada.

 

 

ÉGLOGA I

Juan de la Cueva.

 

***

Juan de la Cueva.

EPÍSTOLA I.

 

Sobre el ingenio y arte disputaron

Palas y el fiero hijo de la Muerte

a quien del cielo por odioso echaron.

 

La sabia diosa su razón convierte

en decir que el ingenio sin el arte

es ingenio sin arte cuando acierte.

 

De estas dos causas seguiré la parte

por do el ingenio inspira, el arte adiestra

sin que de su propósito me aparte.

 

Si admite la deidad sagrada vuestra,

Fébeas cultoras de Helicón divino,

comunicarse a la bajeza nuestra.

 

Y adiestrándome vos por el camino

de la vulgar rudeza desviado,

a su brutez profana siempre indino,

 

llegaré al punto en que veréis cantado

lo que el Arte al ingenio perfecciona,

y de quien es, si ha de acertar, guiado.

 

Sujeto es que repuna y abandona

de la mortal graveza la ignorancia,

y con puros espíritus razona.

 

Entre ellos hace dulce consonancia,

de quien recibe el numeroso acento

que lo adorna de afectos, y elegancia.

 

Vos a quien Febo Apolo da su asiento

y las Musas celebran en su canto

y el vuestro escuchan con discurso atento;

 

en mi temor que dificulta tanto

la extraña empresa, y me promete cierto,

la caída en el vuelo que levanto:

 

por este perturbado mar incierto

naufragando mi nave va a buscaros,

pues sois mi norte, a que seáis su puerto.

 

No va cargada -gran Fernando- a daros

ricas piedras de Oriente, ni preciosos

aromas, con que pueda regalaros.

 

Dones son los que os lleva más gloriosos,

de más estima, y de mayor riqueza

para la eternidad más poderosos.

 

De esta segura suerte la grandeza

se adquiere con los números, que el vuelo

cortan al tiempo en su mortal presteza.

 

Estos, son los que igualan con el cielo

los nombres, y así deben adornarse

con esplendor cual su lustroso velo.

 

De muchas cosas deben apartarse,

y otras muchas seguir precisamente

y por ley unas y otras observarse.

 

El verso advierta el escritor prudente

que ha de ser claro, fácil, numeroso

de sonido, y espíritu excelente.

 

Ha de ser figurado, y copioso

de sentencias, y libre de dicciones

que lo hagan humilde u escabroso.

 

La elevación de voces y oraciones

sublimes, muchas veces son viciosas

y enflaquecen la fuerza a las razones.

 

Vanse tras las palabras sonorosas

la hinchazón del verso, y la dulzura,

tras las sílabas llenas, y pomposas.

 

Entienden que está en esto la segura

felicidad y luz de la poesía

y que sin esto es lo demás horrura,

 

Si el verso consta sólo de armonía

sonora, de razones levantadas,

ni fuerza a más, bien siguen esa vía.

 

Mas si las cosas han de ser tratadas

con puntual decoro del sujeto

faltaran, de ese modo gobernadas.

 

No explica bien el alma de un conceto

el que se va tras el galano estilo

a la dulzura del hablar sujeto.

 

Ni el que del vulgo sigue el común hilo

en término, y razones ordinarias

cual en su ditirámbica Grecilo.

 

Entrambas a dos cosas son contrarias

a la buena poesía, en careciendo

del medio, con las partes necesarias.

 

Caerá en el mismo yerro el que escribiendo

puramente en lenguaje castellano

se sale de él por escribir horrendo.

 

Cual ya dijo un poeta semi hispano

el centimano Gigans que vibraba,

que ni habló en romance, ni en romano.

 

Otro que de elevado se elevaba

dijo, el sonoro son y voz de Orfeo,

en mi espíritu interno modulaba.

 

Esta escabrosidad de estilo es feo,

sin ingenio, y sin arte, que es la llave

con que se abre el celestial museo.

 

Ha de ser el poeta dulce, y grave,

blando en significar sus sentimientos,

afectuoso en ellos, y suave.

 

Ha de ser de sublimes pensamientos,

vano, elegante, terso, generoso,

puro en la lengua, y propio en los acentos.

 

Ha de tener ingenio y ser copioso,

y este ingenio, con arte cultivallo,

que no será sin ella fructuoso.

 

Fruto dará, mas cual conviene dallo

no puede ser, que ingenio falto de arte

ha de faltar si quieren apretallo.

 

No se puede negar que no es la parte

más principal, y que sin arte vemos

lo que Naturaleza le reparte.

 

Y aunque es verdad que algunos conocemos

que con su ingenio sólo han merecido

nombre, lugar común les concedemos.

 

Que el nombre de poeta no es debido

sólo por hacer versos, ni el hacellos

dará más, que el hacello conocido.

 

Este renombre se le debe a aquellos

que con erudición, dotrina, y ciencia

les dan ornato que los hacen bellos.

 

Vístenlos de dulzura y elocuencia,

de varias y hermosas locuciones,

libres de la vulgar impertinencia.

 

Hablan por elegantes circuiciones,

usan de las figuras convenientes

que dan fuerza a exprimir sus intenciones.

 

Los poetas que fueren diligentes

observando la lengua en su pureza

formarán voces nuevas de otras gentes.

 

No a todos se concede esta grandeza

de formar voces, sino a aquel que tiene

excelente juicio, y agudeza.

 

Aquel que en los estudios se entretiene

y alcanza a discernir con su trabajo

lo que a la lengua es propio, y le conviene.

 

Cuál vocablo es común, y cuál es bajo,

cuál voz dulce, cuál áspera, cuál dura,

cuál camino es seguido, y cuál atajo:

 

Este tiene licencia en paz segura

de componer vocablos, y este puede

enriquecer la lengua culta y pura.

 

Finalmente, al que sabe, se concede

poder en esto osar, poner la mano,

y el que lo hace sin saber, excede.

 

Por este modo fué el sermón romano

enriquecido con las voces griegas,

y peregrinas, cual lo vemos llano.

 

Y si tú que lo ignoras, no te allegas

a seguir esto, y porque a ti te admira

lo menosprecias, y su efecto niegas,

 

lo propio dice el Sabio de Stagira

a quien Horacio imita doctamente

en dulce, numerosa y alta lira.

 

Si formaren dicción, es conveniente

que sea tal de la oración el resto

que autoridad le dé a la voz reciente.

 

No se descuide en la advertencia de esto,

y en cuáles son las letras con que suenan

bien, y con cuáles mal lo que es compuesto.

 

Vocablos propios muchos los condenan

por simples, mas las voces trasladadas

y ajenas, por dulcísimas resuenan.

 

Voces antiguas hacen sublimadas

con majestad y ser las oraciones,

si las palabras son bien inventadas.

 

La oración hacen grave las dicciones

inusitadas, y serás loado

si cuerdamente ordenas, y dispones.

 

Una cosa encomienda más cuidado

que en cualquiera sujeto que tratares

siga siempre el estilo comenzado.

 

Si fuera triste aquello que cantares

que las palabras muestren la tristeza

y los afectos digan los pesares.

 

Si de Amor celebrares la aspereza,

la impaciencia y furor de un ciego amante,

de la mujer la ira y la crueza:

 

este decoro has de llevar delante

sin mezclar en sus rabias congojosas

cosa que no sea de esto semejante.

 

Si de cosas tratares deleitosas

las razones es justo que lo sean;

si de fieras, sean fieras y espantosas.

 

Acomoda el estilo que en él vean

las cosas que tratares tan al vivo

que tu designo por verdad lo crean.

 

Pinta al Satúrneo Júpiter esquivo

contra el terrestre bando de Briareo

y al soberbio Jayán, en vano altivo.

 

Celosa a Juno, congojoso a Orfeo,

hermosa a Hebe, lastimada a Ino,

a Clito bello, y sin fe a Tereo.

 

No estará la virtud en su divino

trono entre el Ocio vil y Gula vana

por ser lugar a su deidad indino.

 

Ni la corona sacra de Ariadna

esmaltada de formas celestiales

estará bien ciñendo frente humana:

 

estas partes son todas principales

en el Arte, y si en ellas no se advierte

errarán en las cosas esenciales.

 

Y vendrá a sucederles de la suerte

que en la lira una cuerda destemplada

en disonancia las demás convierte.

 

En la salud del hombre deseada

una señal de muerte, en mil de vida,

basta para que muera y sea acabada.

 

Si la obra en que tienes consumida

con largo estudio, y con vigilia eterna

la mejor parte de tu edad florida;

 

si abstinente de Baco, y de la tierna

Venus, que los espíritus enciende

y las almas destempla, y desgobierna:

 

Si Apolo que te inspira, la defiende

si le faltó la parte de inventiva

de do el alma poética depende:

 

no puede ufana alzar la frente altiva

ni tú llamarte con soberbia Homero,

si le hace la fábula que viva.

 

De este yerro culparon al severo

Scalígero, y de esto anduvo falto

en su Arte Poética el primero.

 

Castigo fué que vino de lo alto

que él criticó al Obispo de Cremona

y a él le dan por la inventiva asalto.

 

Así el que aspira a la Febea corona

observe la Poética imitante

que es la vía a la cumbre de Helicona.

 

Parte, ni fuerza tiene tan bastante,

ni más vida, ni esencia, cuanto tiene

de fábula, que en ella es lo importante.

 

Después de saber esto le conviene

al pierio Poeta usar bien de ello

como no exceda al Arte, ni disuene.

 

De tal modo es forzoso disponello

que nadie inore, y sea a todos claro

sin que la oscuridad prive entendello.

 

Ha de ser nuevo en la invención y raro,

en la historia admirable, y prodigioso

en la fábula, y fácil el reparo.

 

Ningún preceto hace ser forzoso

el escribir verdad en la poesía,

mas tenido en algunos por vicioso.

 

La obra principal no es la que guía

solamente a tratar de aquella parte

que de decir verdad no ¡se desvía.

 

Mas en saber fingilla de tal arte

que sea verisímil, y llegada

tan a razón, que de ella no se aparte.

 

Nicandro en su Triaca celebrada

dicen que no es poeta, y que Lucano

no lo fué en su Farsalia laureada.

 

Históricos los llama Quintiliano

porque tanto a la Historia se llegaron.

Poetas a Platón y Luciano.

 

Estos que en sus poesías se apartaron

de la inventiva son historiadores

y poetas aquellos que inventaron.

 

No se dan del Parnaso los honores

por solo hacer versos, aunque hagan

más que Favonio da a los Samios flores.

 

Cuando se alarguen más, y satisfagan

al común parecer, en careciendo

de intención, con poco honor les pagan.

 

Así, a los que este ingenio va encendiendo

son metrificadores, no poetas

cual fué Empedocles que lo fué siguiendo.

 

Di tú, que a la invención no te sujetas

y quieres que tu fama sea gloriosa,

¿sin ellas, cuáles obras hay perfetas?

 

Di, ¿cómo será especie de otra cosa

aquella que debajo no estuviere

de su género? o ¿cómo provechosa?

 

Cuando uno o más versos escribiere

dando poemas cada día diversos,

no es eso, lo que en esto se requiere.

 

Menos hace un poeta en hacer versos,

que en fingir, y fingiendo satisface,

y no fingiendo cuando sean más tersos.

 

Así, el que escribe al modo que le aplace

sin sujetarse a reglas ni precetos,

de estimación carece lo que hace.

 

Los versos de esta suerte más perfetos

son oro con alquimia, o sin quilates,

que valen, pero poco entre discretos.

 

No faltará quien llame disparates

esto que voy diciendo, no entendido,

ni tratado cual cumple que lo trates.

 

Y será tu razón, si en el oído

suenan bien, si la lengua es propia y pura,

alto el conceto, el verso bien medido.

 

Si de cualquier dición, común o dura,

se aparta, y va esmaltado de sentencias

y pone a cada paso una figura.

 

Si en las imitaciones, y licencias

poéticas, se hace lo posible,

déjennos ya estas críticas sentencias.

 

No tengas lo que digo por terrible,

ni lo que tú respondes por seguro,

ni a solo tu conceto por creíble,

 

Cuando tú hables en lenguaje puro,

cuando sea tu canto levantado,

cuando huya el vulgar y frasis duro.

 

¿Qué piensas tú que importa ese cuidado

si en lo que imitas perfección no guardas,

hermosura en lenguaje, y verso ornado?

 

¿Qué piensas tú que importa, cuando ardas

el corazón, y el alma, alambicando

el cerebro, tras ver lo que no aguardas?

 

Si en esas obras que te vas cansando

ni enseñas, ni deleitas, que es oficio

de los que siguen los que vas mostrando:

 

luego, razón será imputarle a vicio

al que de esto se aparta en su poesía

aunque se sueñe a Febo el más propicio.

 

En otro yerro incurre el que confía

en adornar los versos de dicciones

graves, dulces, que hagan armonía.

 

Si por subir de punto las razones

usa vocablos altos aplicados

en tiempos diferentes, y ocasiones.

 

Si los que son del tierno Aleman usados

en la dulzura de la blanda lira,

en la trompa de Homero son cantados.

 

Ni bien con ellos cantarán la ira

de Marte, ni de Amor los sentimientos

si del curso debido se retira.

 

A cada estilo apliquen sus acentos

propios, a su propósito y decoro,

no sólo tras la voz de los concentos.

 

Febo se agrada y su piério coro

que se use en la lírica terneza

el verso dulce, fácil y sonoro.

 

Y por el consiguiente a la grandeza

heroica, aplica los vocablos fieros

con que se sinifique su fiereza.

 

Peregrinos vocablos, y extranjeros

sirven a su propósito, y mezclallos

permitido, es también con los íberos.

 

Mas deben con tal orden aplicallos

que su economía y su decoro sea

en el nuevo idioma trasladallos.

 

El que en este propósito desea

alabanza, guardando los precetos

junte al provecho aquello que recrea.

 

Y tome solamente los sujetos

a que su ingenio más se aficionare

sin que en ellos violente los efetos.

 

Vaya por donde el mismo le guiare

sin torcer, ni hacelle repunancia

que imposible será si no acertare.

 

El ingenio da fuerza a la elegancia

es la fuente, y el alma a -la inventiva,

y sin él, todo hace disonancia.

 

Mas importa advertir, que cuando esquiva

un sujeto, que huyan de forzallo,

que de acertar, formándolo, se priva.

 

Cual acontece al marcial caballo

revolver rehusando la carrera

sin poder arte o fuerza gobernallo:

 

Mas si el diestro jinete considera

la causa oculta, y con mudalle el puesto

hace lo que al apremio no hiciera.

 

Claro tenemos el ejemplo de esto

en el que hizo el «Sueño» a la viuda,

y a Venus el jardín tan deshonesto.

 

Que siempre fué su Musa tosca y muda,

en no siendo lasciva y descompuesta,

y en siendo obcena, fácil fué y aguda.

 

Otra Musa siguió los pasos de ésta

y de su mala inclinación el uso

cual en sus torpes obras manifiesta;

 

que ninguna de muchas que compuso

de sujetos de ingenio y regalados

dejó de dar molestia y ser confuso;

 

y como fuesen versos aplicados

a pullas, que era el centro de su ingenio,

fué admirable y los versos extremados.

 

Yo conocí un poeta cuyo genio

se aplicó siempre a varios argumentos,

y en especial a los que el dato Ennio.

 

Astro no dió favor a sus intentos,

ni jamás hizo cosa en que no viesen

lánguidos versos, bajos pensamientos.

 

Y como sus amigos le advirtiesen

del bruto estilo, y zafia compostura,

y los propios escritos lo dijesen:

 

echó de ver que toda su escritura

era sin arte y llena de rudeza,

sin medida, ni buena contextura.

 

Que las cosas comunes sin alteza

en lugares sublimes colocaba,

y las sublimes las ponía en bajeza.

 

Que en los sagrados épicos usaba

concetos ordinarios, inorando

la majestad que en ellos demandaba.

 

Que nos les iba a sus escritos dando

hermosura con flores y figuras,

que en variedad los fuesen esmaltando.

 

Que las diciones ásperas y duras

no supo corregir, y usando de ellas

las nuevas ofuscó y dañó las puras.

 

Sin alcanzar, después de no entendellas,

consistir la ecelencia a la Poesía

en variedad de elocuciones bellas.

 

En esta congojosa fantasía

su triste y laso espíritu rendido

a mil perturbaciones le ofrecía.

 

Lleno de confusión, entristecido,

rompió el silencio, levantando al Cielo

la voz diciendo, de dolor movido:

 

¡Oh, tú, Deidad que el tenebroso velo

de la caliginosa sombra ahuyentas

con luz divina, esclareciendo el suelo.

 

¡Oh, tú que los espíritus alientas

y con tu influjo celestial inspiras

las que en tu solio y a tu lado asientas:

 

Y coronando de laurel sus liras,

su gloria haces cual la tuya eterna,

y hombres y orbes con su canto admiras.

 

Si el mío tu sacro espíritu gobierna,

si en mis escritos invoqué tu nombre,

y en la dulzura de mi Musa tierna:

 

dime, ¡ay de mí!, ¿por qué no hallo un hombre,

ya que tú desdeñas de escucharme,

que en oyendo mis versos no se asombre?

 

¿Dejo de trabajar, y fatigarme

en el cómico y trágico argumento,

y en las sátiras libres desvelarme?

 

¿Dejo de hacer notorio el sentimiento

de mis ansias, en élegos llorosos,

y en líricos suaves mí tormento?

 

¿Dejo de celebrar héroes famosos

en verso heroico, a Marte consagrado,

y en épicos, oráculos gloriosos?

 

Si en esto, como sabes, he gastado

mi alegre juventud, y en alabanza

de dioses cien mil himnos he cantado,

 

¿por qué permites sin hacer mudanza

que en tan infame abatimiento vea

de mis largos trabajos la esperanza,

 

y que no hay sabio ni hay vulgar que lea

mis obras, que no vuelva el rostro dellas

el que más las alaba y lisonjea?

 

¿Es justo así que sufra escarnecellas?

¿Es justo así ver yo menospreciallas?

¿Es justo así que dejes tú ofendellas?

 

Si no es justo, y tú debes amparallas,

como deidad suprema y retor suyo,

acude, ¡oh, sacro Apolo!, a remediallas.

 

Acude a este sufragáneo tuyo,

acude, Apolo, a la infelice suerte

en que en tan triste deshonor concluyo.

 

Revélame algún arte con que acierte

a hacerme estimar y ser de aquellos

a quien tu aliento en otro ser convierte.

 

Ya podiste sacar alguno dellos

de oficios viles de alquilada gente,

y preferir los cómicos más bellos.

 

Y de un sueño podiste solamente

hacer poeta al que guardaba cabras

y que en tu coro junto a ti se asiente.

 

Estas no son quimeras, ni palabras;

cosas son pregonadas y sabidas

que en tus divinas oficinas labras.

 

Cosas son a ti Bolo concedidas,

y a quien ofrezco humilde y congojoso

estas húmidas lágrimas vertidas.

 

Esto diciendo, le juntó un sabroso

sueño los blancos párpados, quedando

a su dulzor rendido con reposo.

 

Y estuvo de esta suerte reposando

lo que la oscura sombra cubrió el mundo,

con Febo, según dijo, consultando.

 

Y resultó de allí, que en su profundo

sueño, le reveló el conocimiento

de aquello en que su ingenio era fecundo.

 

Sacudió el perezoso encogimiento

que tenía sus nervios impedidos

con la dulzura del netáreo aliento.

 

Revolvió sus papeles conocidos

de tantos años, con afanes tantos

sustentados a fuerza y defendidos.

 

Y dijo, ya no quiero más quebrantos

en esta ceguedad, sirva el anillo

de Ciges que deshaga estos encantos.

 

El ingenio que supo mal regillo,

arrebatado de él, cativo y ciego

por tantos disparates, di en seguillo;

 

ahora que a la sacra luz me llego

estas obras que hice sin seguilla,

contra mi natural, mueran en fuego.

 

Sin más hablar, ¡oh, extraña maravilla!

que un hombre así con su opinión casado

poder tan fácilmente reducilla:

 

Y cuanto tenía escrito y trabajado

por este parecer que eligió solo

sin dejar hoja, al fuego fué entregado.

 

Y por acuerdo, cual decía, de Apolo

siguió lo que en su ingenio le ditaba,

y lo demás que le dañó, dejólo.

 

Y de tal modo desde allí observaba

las leyes de su ingenio, que ninguna

por ocasión ni fuerza traspasaba.

 

conociendo contraria su fortuna

de lo que fué, huyó constantemente

cuanto el ingenio con hastío repuna.

 

Dió en hacer coplas de plebeya gente

sin majestad heroica ni artificio,

en que su natural era ecelente.

 

A Séneca dejó el lloroso oficio

de la tragedia, a Plauto y a Cecilio

de la vulgar comedia el ejercicio.

 

Cantar las armas remitió a Virgilio,

al de Ascra de Dioses -y labores,

a quien dió Apolo celestial auxilio.

 

La lírica dulzura y los amores

a Horacio y a Tibulo, y al fogoso

Juvenal murmurar vicios y honores.

 

Y un argumento humilde, aunque gracioso,

eligió, que su ingenio lo dispuso,

en que ecedió al más alto y generoso,

 

Libre del Caos que le traía confuso,

cantó, en heroico plectro la ecelencia

de la Tarasca, con ingenio infuso.

 

Cantó su natural y descendencia,

el origen, la causa, el fundamento

de hacer en Sevilla su asistencia.

 

Por qué sale en tal fiesta y con qué intento

se le entregó a la gente que la tiene

a su cargo, y dó fué su alojamiento.

 

Esto vistió de cuanto en sí contiene

un heroico poema, sin faltalle

parte de cuantas observar conviene.

 

De aquí nació seguille, y estimalle,

y entre los más ilustres escritores

la Tarascana nombre eterno dalle.

 

Mereció conseguir estos honores

porque siguió su ingenio y dejó aquello

que fué ocasión de todos sus errores.

 

Cherillo mereció de no hacello

la poca estimación, y la memoria

que en tal abatimiento fué a ponello.

 

De la gloriosa Atenas la vitoria

contra Jerjes cantó, de ingenio opreso

y cómo, opreso así, le dió la gloria.

 

Tenga el poeta en la memoria impreso

esto, y con este ejemplo no se aparte

de lo que tengo del ingenio expreso,

quél es la forma y la materia el Arte.

 

 

EPÍSTOLA I.

Juan de la Cueva.

 

Autor del 16 de octubre del 2019

Oscar Wilde.

El hombre que contaba historias.

 

Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:

-Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?

Él explicaba:

-He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos.

-Sigue contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres.

-Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.

Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.

Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas... Mas al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando cerca del bosque, vio a un fauno que tañía su flauta y a un corro de silvanos... Aquella noche, cuando regresó a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron:

-Vamos, cuenta: ¿qué has visto?

Él respondió:

-No he visto nada.

 

El hombre que contaba historias.

Oscar Wilde.

 

***

 

Oscar Wilde.

MI voz.

 

Dentro de este inquieto, apresurado y moderno mundo,

Arrancamos todo el placer de nuestros corazones, tú y yo.

Ahora, las blancas velas de nuestra nave ondean firmes,

Pero ha pasado el momento del embarque.

Mis mejillas se han marchitado antes de tiempo,

Tanto fue el llanto que la alegría ha huido de mi,

El Dolor ha pintado de blanco mis labios,

Y la Ruina baila en las cortinas de mi lecho.

Pero toda esta tumultuosa vida ha sido para ti

No más que una lira, un luto,

Un sutil hechizo musical,

O tal vez la melodía de un océano que duerme,

La repetición de un eco.

 

   

MI voz.

Oscar Wilde.

 

 

***

 

Oscar Wilde.

Flores de amor.

 

 

 

Amor, no te culpo; la culpa fue mía,

no hubiera yo sido de arcilla común

habría escalado alturas más altas aún no alcanzadas,

visto aire más lleno, y día más pleno.

 

Desde mi locura de pasión gastada

habría tañido más clara canción,

encendido luz más luminosa, libertad más libre,

luchado con malas cabezas de hidra.

 

Hubieran mis labios sido doblegados hasta hacerse música

por besos que sólo hicieran sangrar,

habrías caminado con Bice y los ángeles

en el prado verde y esmaltado.

 

Si hubiera seguido el camino en que Dante viera

los siete círculos brillantes,

¡Ay!, tal vez observara los cielos abrirse, como

se abrieran para el florentino.

 

Y las poderosas naciones me habrían coronado,

a mí que no tengo nombre ni corona;

y un alba oriental me hallaría postrado

al umbral de la Casa de la Fama.

 

Me habría sentado en el círculo de mármol donde

el más viejo bardo es como el más joven,

y la flauta siempre produce su miel, y cuerdas

de lira están siempre prestas.

 

Hubiera Keats sacado sus rizos himeneos

del vino con adormidera,

habría besado mi frente con boca de ambrosía,

tomado la mano del noble amor en la mía.

 

Y en primavera, cuando flor de manzano

acaricia un pecho bruñido de paloma,

dos jóvenes amantes yaciendo en la huerta

habrían leído nuestra historia de amor.

 

Habrían leído la leyenda de mi pasión, conocido

el amargo secreto de mi corazón,

habrían besado igual que nosotros, sin estar

destinados por siempre a separarse.

 

Pues la roja flor de nuestra vida es roída

por el gusano de la verdad

y ninguna mano puede recoger los restos caídos:

pétalos de rosa juventud.

 

Sin embargo, no lamento haberte amado -¡ah, qué más

podía hacer un muchacho,

cuando el diente del tiempo devora y los silenciosos

años persiguen!

 

Sin timón, vamos a la deriva en la tempestad

y cuando la tormenta de juventud ha pasado,

sin lira, sin laúd ni coro, la Muerte,

el piloto silencioso, arriba al fin.

 

Y en la tumba no hay placer, pues el ciego

gusano se ceba en la raíz,

y el Deseo tiembla hasta tornarse ceniza,

y el árbol de la pasión ya no tiene fruto.

 

¡Ah!, qué más debía hacer sino amarte; aún

la madre de Dios me era menos querida,

y menos querida la elevación citérea desde el mar

como un lirio argénteo.

 

He elegido, he vivido mis poemas y, aunque

la juventud se fuera en días perdidos,

hallé mejor la corona de mirto del amante

que la de laurel del poeta.

 

Flores de amor.

Oscar Wilde.

 

Versión de E. Caracciolo Trejo

 

 

Autora del 9 de octubre del 2019

Ángeles Mastretta.

De Mujeres de ojos grandes.

 

Una tarde la tía Rosa miró a su hermana como recién pulida, todavía brillante por alguna razón que ella no podía imaginar. Durante horas oyó cada una de sus palabras tratando de intuir de dónde venían. No adivinó. Sólo supo que esa noche su hermana fue menos brusca con ella. Se portó como si al fin le perdonara su vocación de rezos y guisos, como si ya no fuera a reírse nunca de su irredenta soltería, de su necedad catequística, de su aburrida devoción por la virgen del Carmen.

Así que se fue a dormir en paz después de repetir el rosario y sopear galletitas de manteca en leche con chocolate.

Quién sabe cómo sería su primer sueño esa noche. Si alguien la hubiera visto, regordeta y sonriente dentro de su camisón, la habría comparado con una niña menor de cinco años. Sin embargo, a la cabeza rizada de tía Rosa entró aquella noche un sueño insospechado.

Soñó que su hermana se iba a un baile de disfraces, que salía sin hacer ruido y regresaba en el centro de una alharaca. Era el aliento de una comparsa de hombres que se reían con ella, sin más quehacer que acompañar la felicidad que le rodaba por todo el cuerpo. La muy dichosa se quitaba y se ponía una máscara de esas que hacen en Venecia, una de muchos colores con la luna en la punta de la cabeza y la boca delirante. De pronto empezó a bailar frente a la tía Rosa que, sentada en el sillón principal de la sala, dejó de comer galletas. Tal era la maravilla que había entrado en su casa.

Su hermana levantaba las piernas para bailar un cancán que los demás tarareaban, pero en lugar de los calzones y los encajes de las cancaneras, ella llevaba una falda diminuta que subía complacida enseñando sus piernas duras y su pubis cambiado de lugar. Porque sobre el sitio en el que está el pubis, ella se había pintado una decoración de hojas amarillas, verdes, moradas que palpitaban como si estuviera en el centro del mundo y arriba de una pierna, brillante y esponjado, iba el mechón de pelo de su pubis: viajero y libre como todo en ella.

Al día siguiente, la tía Rosa miró a su hermana como si la viera por primera vez.

—Creo que te estoy entendiendo —le dijo.

—Amén —contestó la hermana, acercando a ella su cara brillante, para darle un beso de los que regalan las mujeres enamoradas porque ya no les caben bajo la ropa.

—Amén —dijo Rosa, y se puso a brincar su propio sueño.

 

 

 

***

 

Ángeles Mastretta      

Una de dos (de Maridos).

 

Lucía miró a su marido dormitar en un sillón. Despertaba a ratos, la miraba y sonreía como desde otro mundo. En una de esas pestañadas ella le dijo con toda suavidad:

—¿Sabes? Cuando uno de los dos se muera yo me voy a ir a Italia.

 

 

Una de dos (de Maridos).

Ángeles Mastretta.

 

 

***

 

 

Ángeles Mastretta  

La fiesta entre tus labios (De El mundo iluminado).

 

A veces, a mitad de una tarde, la evoco con la misma precisión que si la viera. Pero me cuesta contarla. Algo de inasible tenían las alas de sus ojos, algo de fugaz la sonrisa y la voz llena de audacias con que nos atrapaba. Eran como un hechizo la suavidad y la prisa de su lengua, la sabiduría juguetona de su mirada. Nunca, ni siquiera cuando la pena le tomó la vida como un agravio, ni siquiera cuando sólo mirarla debió ser llorar con ella, le conocí un desfalco, un lamento, un día de tregua.

Verla vivir fue siempre encontrar ayuda para estar vivo. Incluso cuando lucía tan frágil que uno hubiera querido acunarla, cabía una fortaleza entre sus manos.

Le pregunté un atardecer de largas, inacabadas confidencias, si podía imaginar cuánto enriquecía con su vida las de otros. Me palmeó un hombro. Llevaba puesto un traje claro y la ironía como una luz contra la frente.

¿De dónde sacaba Diana Laura la fiesta entre los labios que iba regalándole sin más a la vida que tanto le debía? ¿Y de dónde sacó todos los días la paz y la paciencia, la ceremonia y el buen juicio con que le daba valor y temple a su alegría?

Apenas había dejado el hospital por primera vez, cuando me explicó su empeño en que nadie le notara la enfermedad: «Pongo todas las pastillas en el mismo frasco, y me busco un escondite a la hora en que debo tomarlas». Hasta ese extremo cuidaba de su dolor a quienes la querían.

Nunca buscó la compasión, tal vez por eso, cuando quiero pensarla con pesar por ella, termino sintiendo pena por nosotros. Hay una mezcla de furia y desamparo en quienes añoramos su lucidez oponiéndose al horror, contraviniendo la infamia. Mujer de un solo hombre, de una sola palabra, de una lealtad como agua, de un solo sueño indómito, de una pasión por la vida que no perdió ni siquiera cuando todo parecía perdido, Diana Laura no es mujer que se olvida. Pensarla siempre es admirar su valor y su estirpe, evocar su sonrisa y la luna indómita entre sus ojos, siempre será invocarla.

Vivió tan ávida y de modo tan intenso que marcó nuestro mundo con su pasión, nuestros pesares con su alegría implacable, nuestras convicciones con su perseverancia, nuestro temor con su ardiente valentía. Había algo de inasible y fugaz en Diana Laura, como algo de inasible hay en nuestros mejores sueños y nuestras más entrañables esperanzas.

 

 

La fiesta entre tus labios (De El mundo iluminado).

Ángeles Mastretta.

 

 

 

Autor del 2 de Octubre del 2019

Autor del 2 de Octubre
Autora del 9 de Octubre
Autor del 30 de Octubre
Autor del 16 de octubre
Autor del 23 e Octubre

 

Wallace Stevens.

Trece maneras de mirar un mirlo.

 

1

Entre veinte cerros nevados

lo único que se movía

era el ojo de un mirlo.

 

2

Yo era de tres pareceres,

como un árbol

en el que hay tres mirlos.

 

3

En el viento de otoño giraba el mirlo.

Tenía un papel muy breve en la pantomima.

 

4

Un hombre y una mujer

son uno.

Un hombre y una mujer y un mirlo

son uno.

 

5

Yo no sé si prefiero

la belleza de las inflexiones

o la belleza de las insinuaciones,

si el nido silbando

o después.

 

6

El hielo cubría el ventanal

de cristales bárbaros.

La sombra del mirlo

lo cruzaba de un lado a otro.

La fantasía

trazaba en la sombra

una causa indescifrable.

 

7

Oh, delgados hombres de Haddam,

¿por qué imagináis pájaros dorados?

¿No veis cómo el mirlo

anda entre los pies

de las mujeres que os rodean?

 

8

Conozco nobles acentos

e inevitables ritmos lúcidos;

pero también conozco

que el mirlo anda complicado

en lo que conozco.

 

9

Cuando el mirlo se perdió de vista

señaló el límite

de un círculo entre otros muchos.

 

10

Al ver mirlos

volar en la luz verde,

hasta los charlatanes de la eufonía

gritarían agudamente.

 

11

Viajaba por Connecticut

en un coche de cristal.

Una vez le entró el miedo,

por haber confundido

la sombra de su equipaje

con mirlos.

 

12

El río se mueve.

Estará volando el mirlo.

 

13

Toda la tarde fue de noche.

Nevaba,

iba a seguir nevando.

El mirlo se detuvo

en la rama del cedro.

 

 

Trece maneras de mirar un mirlo.

Wallace Stevens.

 

Versión de Raúl Gustavo Aguirre.

 

***

 

 

Wallace Stevens.

De "Las auroras de otoño.

 

I

Aquí es donde vive la serpiente, la sin cuerpo.

Su cabeza es aire. En cada cielo, por la noche,

Debajo de su cola se abren ojos que nos miran.

 

¿O esto es otro culebrear fuera del huevo,

Otra imagen al final de la caverna,

Otra sin cuerpo para la vieja piel?

 

Aquí es donde vive la serpiente. Éste es su nido,

Estos campos, estas colinas, estas teñidas distancias,

y los pinos encima, ya lo largo y al costado del mar.

 

Esto es forma engullendo lo informe,

Piel relampagueando hacia desapariciones anheladas,

Y el cuerpo de la serpiente relampagueando sin piel.

 

Ésta es la altura emergiendo y su base

Estas luces pueden finalmente alcanzar un polo

En la semi cerrada medianoche y encontrar la serpiente allí,

 

En otro nido, el amo del laberinto

De cuerpo y aire e imágenes y formas,

Inexorablemente en posesión de la felicidad.

 

Éste es su veneno: que hemos de desconfiar

Incluso de esto. Sus meditaciones en los helechos,

Cuando se movía tan apenas para estar segura del sol,

 

Nos hizo no menos seguros. Vimos en su cabeza,

Anillada de negro sobre la roca, el animal moteado,

La hierba móvil, el Indio en su claro del bosque.

 

 

II

Adiós a una idea... Una cabaña en pie,

Abandonada, sobre una playa. Es blanca,

Como de Costumbre o de acuerdo con

 

Un tema ancestral o como consecuencia

De un rumbo infinito. Las flores contra el muro

Son blancas, están mustias, una especie de marca

 

Recordando, intentando recordar una blancura

Que era diferente, otra cosa, el año pasado

O antes, no la blancura de una tarde al envejecer,

 

No sé si más fresca o más apagada, si de nube de invierno

O de cielo invernal, de un horizonte a otro.

El viento arrastra la arena por el suelo.

 

Aquí, ser visible es ser blanco,

Es tener la solidez del blanco, la realización

De un extremista en un ejercicio...

 

Cambia la estación. Un viento frío congela la playa.

Sus largas líneas se hacen más largas, y vacías,

Una oscuridad se acumula aunque no cae

 

Y la blancura crece menos vívida en el muro.

El hombre que camina se vuelve sobre la arena con estupor.

Observa cómo el norte siempre engrandece el cambio,

 

Con sus brillos helados, sus curvas rojiazules

Y ráfagas de grandes ascuas, su verde polar,

El color del hielo, del fuego y de la soledad.

 

 

IV

Adiós a una idea. ..Las cancelaciones, las negaciones

Nunca son definitivas. El padre está sentado en el espacio,

Dondequiera que sea, con aspecto no amable,

 

Como alguien que es fuerte en los arbustos de sus ojos.

Dice no al no y sí al sí. Dice sí

Al no; y al decir sí dice adiós.

 

Mide las velocidades del cambio.

Salta de cielo en cielo más rápidamente

Que los ángeles malos del cielo al infierno en llamas.

 

Pero ahora está sentado en un tranquilo y verde día.

Asume las grandes velocidades del espacio y las agita

De nube a cielo despejado, de cielo sin nubes a un claro glacial

 

En vuelos de oído y ojo, el ojo más alto

Y el más bajo oído, el profundo oído que discierne,

Al atardecer, cosas que lo asisten hasta que oye

 

Sus propios preludios sobrenaturales

En el momento en que el ojo angélico define

A sus actores, acercándose unidos, con sus máscaras.

 

Señor Oh señor sentado junto al fuego

Y aun así en el espacio, inmóvil y aun así

Origen siempre resplandeciente del movimiento,

 

Profundo, y aun así el rey y la corona,

Mira el trono presente. ¿Qué compañía, enmascarada,

Puede hacerle de coro con el viento desnudo?

 

 

VII

¿Existe una imaginación que entronizada reúna

Tan inexorable como benevolente, lo justo

Y lo injusto, que en medio del verano se detenga

 

Para imaginar el invierno? Cuando las hojas mueren,

¿Se asienta en el norte y se envuelve a sí misma,

Con la agilidad de una cabra, cristalizada y luminosa,

 

En la más alta noche? ¿Yesos cielos la adornan

Y la proclaman, la blanca creadora de negro, propulsada

Por extinciones, tal vez incluso de planetas,

 

Incluso de tierra, de mirada, en la nieve,

Excepto cuando es necesario a modo de majestad,

En el firmamento, como cábala de coronas y diamantes?

 

Salta a través nuestro, a través de todos nuestros cielos,

Extinguiendo nuestros planetas, uno a uno,

Dejando, de donde estábamos y mirábamos, de donde

 

Nos conocíamos unos a otros y pensábamos de cada uno,

Un residuo tembloroso, congelado y concluso,

Salvo esa corona y esta cábala mística.

 

Pero no se atreve a saltar por azar en su propia oscuridad.

Debe cambiar de destino a frágil capricho.

Y así, su impulsada tragedia, su estela

 

Y su forma y su fúnebre hacerse se mueven para hallar

Lo que deba o, al menos, pueda deshacerla,

Digamos, una ligera comunicación bajo la luna.

 

 

VIII

Siempre puede haber un tiempo de inocencia.

Nunca existe un lugar. O si no existe un tiempo,

Si no es cosa de tiempo, ni de espacio,

 

Existiendo, a solas, en su idea,

En el sentido contra la calamidad, no es por ello

Menos real. Para el filósofo más frío y más anciano

 

Hay o debe de haber un tiempo de inocencia

Como puro principio. Su naturaleza es su fin,

Que debería ser y no ser a un tiempo, una cosa

 

Que estimula la piedad de un hombre piadoso,

Como un libro al atardecer, hermoso pero falso.

Como un libro al alba, hermoso y verdadero.

 

Es como una cosa de éter que existe

Casi como predicado. Pero existe,

Existe, y es visible, existe, es.

 

Así, entonces, estas luces, no son un hechizo de luz,

Un refrán caído de una nube, sino inocencia.

Inocencia de la tierra y no un signo falso

 

O un símbolo de malicia. Que participamos

De eso mismo, yacemos como niños en esta santidad,

Como si, despiertos, yaciésemos en la quietud del sueño,

 

Como si la madre inocente cantase en la oscuridad

De la habitación y en un acordeón ¡ apenas oído,

Crease el tiempo y el espacio en el que respirábamos...

 

 

X

Gente infeliz en un mundo feliz-

Lee, rabino, las fases de esta diferencia.

Gente infeliz en un mundo infeliz-

 

Hay aquí demasiados espejos para la desdicha.

Gente feliz en un mundo infeliz-

No puede ser. No hay nada allí que lubrifique

 

La lengua expresiva, el colmillo descubridor.

Gente feliz en un mundo feliz-

¡Buffo! Una bar, una ópera, un baile.

 

Volver adonde estábamos al comienzo:

Gente infeliz en un mundo feliz.

Ahora, solemnizar las sílabas reservadas.

 

Leer a la congregación, para hoy

Y para mañana, esta extrema necesidad,

Este artilugio del espectro de las esferas,

 

Tramando un equilibrio para inventar un todo,

El genio vital que nunca flaquea,

Cumpliendo con sus meditaciones, grandes y pequeñas.

 

En éstas, infelices, él medita una totalidad,

El pleno de fortuna y el pleno de destino,

Como si viviera todas las vidas que pudiese conocer,

 

En el pasaje de la bruja, no el paraíso silencioso,

Para una disputa de viento y tiempo, junto a esas luces

Como una llamarada de paja estival, en el cenit del invierno.

 

 

De "Las auroras de otoño.

Wallace Stevens.

 

Versión de Jenaro Talens.

 

 

***

 

Wallace Stevens.

El poema que ocupó el lugar de una montaña.

 

Allí estaba, palabra tras palabra,

El poema que ocupó el lugar de una montaña.

 

Él aspiraba de su oxígeno,

Incluso cuando el libro yacía del revés sobre el polvo, en su mesa.

 

Le trajo a la memoria cómo necesitó

De algún lugar para seguir su rumbo,

 

Cómo llegó a recomponer los pinos,

A trasladar las rocas, abrir camino entre las nubes,

 

Para una perspectiva que sería perfecta,

Donde él se consumase en una inexplicable consunción:

 

La exacta roca en donde sus inexactitudes

Descubriesen, al fin, el panorama hacia el que había tendido,

 

Donde pudiese yacer y, contemplando el mar,

Reconocer su hogar, único y solitario.

 

 

El poema que ocupó el lugar de una montaña.

Wallace Stevens.

 

 

***

 

Wallace Stevens.

El comienzo.

 

Así llega al fin el verano hasta estas pocas manchas

Y al óxido y la podredumbre de la puerta por donde ella se fue.

 

La casa está vacía. Pero es aquí donde ella se sentaba

Para peinar su cabello húmedo de rocío, una luz intangible,

 

Perpleja por sus más oscuras iridiscencias.

Éste era el espejo donde solía mirar

 

Al ser momentáneo, sin historia,

La identidad del verano perfectamente percibido,

 

Y sentir su alegría campestre y sonreír

Yser sorprendida y temblar, mano y labio.

 

Ésta es la silla de la que recogía

Su vestido, el más esmerado y favorecedor de los tejidos

 

Al que un tejedor cosió doce campanas ...

El vestido yace, abandonado, sobre el suelo.

 

Ahora, los primeros tuteadores de tragedia,

Para empezar, hablan con suavidad en los aleros.

 

 

El comienzo.

Wallace Stevens.

 

 

 

 

 

 

 

Autor del 25 de Septiembre del 2019

Carlos Ruiz Zafón. 

La mujer de vapor.

 

Nunca se lo confesé a nadie, pero conseguí el piso de puro milagro. Laura, que tenía besar de tango, trabajaba de secretaria para el administrador de fincas del primero segunda. La conocí una noche de julio en que el cielo ardía de vapor y desesperación. Yo dormía a la intemperie, en un banco de la plaza, cuando me despertó el roce de unos labios. «¿Necesitas un sitio para quedarte?». Laura me condujo hasta el portal. El edificio era uno de esos mausoleos verticales que embrujan la ciudad vieja, un laberinto de gárgolas y remiendos sobre cuyo atrio se leía 1866. La seguí escaleras arriba, casi a tientas. A nuestro paso, el edificio crujía como los barcos viejos. Laura no me preguntó por nóminas ni referencias. Mejor, porque en la cárcel no te dan ni unas ni otras. El ático era del tamaño de mi celda, una estancia suspendida en la tundra de tejados. «Me lo quedo», dije. A decir verdad, después de tres años en prisión, había perdido el sentido del olfato, y lo de las voces que transpiraban por los muros no era novedad. Laura subía casi todas las noches. Su piel fría y su aliento de niebla eran lo único que no quemaba de aquel verano infernal. Al amanecer, Laura se perdía escaleras abajo, en silencio. Durante el día yo aprovechaba para dormitar. Los vecinos de la escalera tenían esa amabilidad mansa que confiere la miseria. Conté seis familias, todas con niños y viejos que olían a hollín y a tierra removida. Mi favorito era don Florián, que vivía justo debajo y pintaba muñecas por encargo. Pasé semanas sin salir del edificio. Las arañas trazaban arabescos en mi puerta. Doña Luisa, la del tercero, siempre me subía algo de comer. Don Florián me prestaba revistas viejas y me retaba a partidas de dominó. Los críos de la escalera me invitaban a jugar al escondite. Por primera vez en mi vida me sentía bienvenido, casi querido. A medianoche, Laura traía sus diecinueve años envueltos en seda blanca y se dejaba hacer como si fuera la última vez. La amaba hasta el alba, saciándome en su cuerpo de cuanto la vida me había robado. Luego yo soñaba en blanco y negro, como los perros y los malditos. Incluso a los despojos de la vida como yo se les concede un asomo de felicidad en este mundo. Aquel verano fue el mío. Cuando llegaron los del ayuntamiento a finales de agosto los tomé por policías. El ingeniero de derribos me dijo que él no tenía nada contra los okupas, pero que, sintiéndolo mucho, iban a dinamitar el edificio. «Debe de haber un error», dije. Todos los capítulos de mi vida empiezan con esa frase. Corrí escaleras abajo hasta el despacho del administrador de fincas para buscar a Laura. Cuanto había era una percha y medio palmo de polvo. Subí a casa de don Florián. Cincuenta muñecas sin ojos se pudrían en las tinieblas. Recorrí el edificio en busca de algún vecino. Pasillos de silencio se apilaban debajo de escombros. «Esta finca está clausurada desde 1939, joven —me informó el ingeniero—. La bomba que mató a los ocupantes dañó la estructura sin remedio». Tuvimos unas palabras. Creo que lo empujé escaleras abajo. Esta vez, el juez se despachó a gusto. Los antiguos compañeros me habían guardado la litera: «Total, siempre vuelves». Hernán, el de la biblioteca, me encontró el recorte con la noticia del bombardeo. En la foto, los cuerpos están alineados en cajas de pino, desfigurados por la metralla pero reconocibles. Un sudario de sangre se esparce sobre los adoquines. Laura viste de blanco, las manos sobre el pecho abierto. Han pasado ya dos años, pero en la cárcel se vive o se muere de recuerdos. Los guardias de la prisión se creen muy listos, pero ella sabe burlar los controles. A medianoche, sus labios me despiertan. Me trae recuerdos de don Florián y los demás. «Me querrás siempre, ¿verdad?», pregunta mi Laura. Y yo le digo que sí.

 

 

La mujer de vapor.

Carlos Ruiz Zafón.

 

***

 

Carlos Ruiz Zafón.

Alicia, al Alba.

 

La casa donde la vi por última vez ya no existe. En su lugar se alza ahora uno de esos edificios que resbalan a la vista y adoquinan el cielo de sombra. Y sin embargo, aún hoy, cada vez que paso por allí recuerdo aquellos días malditos de la Navidad de 1938 en que la calle Muntaner trazaba una pendiente de tranvías y caserones palaciegos. Por entonces yo apenas levantaba trece años y unos céntimos a la semana como mozo de los recados en una tienda de empeños de la calle Elisabets. El propietario, don Odón Llofriu, ciento quince kilogramos de mezquindad y recelo, presidía su bazar de quincallería quejándose hasta del aire que respiraba aquel huérfano de mierda, uno entre los miles que escupía la guerra, a quien nunca llamaba por su nombre.

—Chaval, rediós, apaga esa bombilla, que no están los tiempos para dispendios. El mocho lo pasas a vela, que estimula la retina.

Así discurrían nuestros días, entre turbias noticias del frente nacional que avanzaba hacia Barcelona, rumores de tiroteos y asesinatos en las calles del Raval y las sirenas alertando de los bombardeos aéreos. Fue uno de aquellos días de diciembre del 38, las calles salpicadas de nieve y ceniza, cuando la vi.

Vestía de blanco y su figura parecía haberse materializado de la bruma que barría las calles. Entró en la tienda y se detuvo en el leve rectángulo de claridad que serraba la penumbra desde el escaparate. Sostenía en las manos un pliego de terciopelo negro que procedió a abrir sobre el mostrador sin mediar palabra. Una guirnalda de perlas y zafiros relució en la sombra. Don Odón se calzó la lupa y examinó la pieza. Yo seguía la escena desde el resquicio de la puerta de la trastienda.

—La pieza no está mal, pero los tiempos no están para dispendios, señorita. Le doy cincuenta duros, y pierdo dinero, pero esta noche es Nochebuena y uno no es de piedra.

La muchacha plegó de nuevo el paño de terciopelo y se encaminó hacia la salida sin pestañear.

—¡Chaval! —bramó don Odón—. Síguela.

—Ese collar cuesta por lo menos mil duros —apunté.

—Dos mil —corrigió don Odón—. Así que no vamos a dejar que se nos escape. Tú síguela hasta su casa y asegúrate de que no le dan un porrazo y la despluman. Ésa volverá, como todos.

El rastro de la muchacha se fundía ya en el manto blanco cuando salí a la calle. La seguí por el laberinto de callejas y edificios desventrados por las bombas y la miseria hasta emerger en la plaza del Peso de la Paja, donde apenas tuve tiempo de verla abordar un tranvía que ya partía calle Muntaner arriba. Corrí tras el tranvía y salté al estribo posterior.

Ascendimos así, abriendo raíles de negro sobre el lienzo de nieve que tendía la ventisca mientras empezaba a atardecer y el cielo se teñía de sangre. Al llegar al cruce con Travesera de Gracia me dolían los huesos de frío. Estaba por abandonar mi misión y urdir alguna mentira para satisfacer a don Odón cuando la vi bajar y encaminarse hacia el portón del gran caserón. Salté del tranvía y corrí a ocultarme al filo de la esquina. La muchacha se coló por la verja del jardín. Me asomé a los barrotes y la vi ascender por la arboleda que rodeaba la casa. Se detuvo al pie de la escalinata y se volvió. Quise echar a correr, pero el viento helado me había ya robado las ganas. La muchacha me observó con una sonrisa leve y me tendió una mano. Comprendí que me había tomado por un mendigo.

—Ven —dijo.

Anochecía ya cuando la seguí a través del caserón en tinieblas. Un tenue halo lamía los contornos. Libros caídos y cortinas raídas puntuaban un rastro de muebles quebrados, de cuadros acuchillados y manchas oscuras que se derramaban por los muros como impactos de bala. Llegamos a un gran salón que albergaba un mausoleo de viejas fotografías que apestaban a ausencia. La muchacha se arrodilló en un rincón junto a un hogar y prendió el fuego con hojas de periódico y los restos de una silla. Me acerqué a las llamas y acepté el tazón de vino tibio que me tendía. Se arrodilló a mi lado, su mirada perdida en el fuego. Me dijo que se llamaba Alicia. Tenía la piel de diecisiete años, pero le traicionaba esa mirada grave y sin fondo de los que ya no tienen edad, y cuando inquirí si aquellas fotografías eran de su familia no dijo nada.

Me pregunté cuánto tiempo llevaba viviendo allí, sola, escondida en aquel caserón con un vestido blanco que se deshacía por las costuras, malvendiendo joyas para sobrevivir. Había dejado el paño de terciopelo negro sobre la repisa del hogar. Cada vez que ella se inclinaba a atizar el fuego la mirada se me escapaba e imaginaba el collar en su interior. Horas más tarde escuchamos las campanadas de medianoche abrazados junto al fuego, en silencio, y me dije que así me habría abrazado mi madre si la recordase. Cuando las llamas empezaron a flaquear quise lanzar un libro a las brasas, pero Alicia me lo arrebató y empezó a leer en voz alta de sus páginas hasta que nos venció el sueño.

Partí poco antes del alba, desprendiéndome de sus brazos y corriendo en la oscuridad hacia la verja con el collar en mis manos y el corazón latiéndome con rabia. Pasé las primeras horas de aquel día de Navidad con dos mil duros de perlas y zafiros en el bolsillo, maldiciendo aquellas calles anegadas de nieve y de furia, maldiciendo a aquellos que me habían abandonado entre llamas, hasta que un sol mortecino ensartó una lanza de luz en las nubes y rehice mis pasos hasta el caserón, arrastrando aquel collar que pesaba ya como una losa y que me asfixiaba, deseando tan sólo encontrarla todavía dormida, dormida para siempre, para dejar de nuevo el collar sobre la repisa del hogar y poder huir sin tener que recordar nunca más su mirada ni su voz cálida, el único tacto puro que había conocido.

La puerta estaba abierta y una luz perlada goteaba de las grietas del techo. La encontré tendida en el suelo, sosteniendo todavía el libro entre las manos, con los labios envenenados de escarcha y la mirada abierta sobre el rostro blanco de hielo, una lágrima roja detenida sobre la mejilla y el viento que soplaba desde aquel ventanal abierto de par en par enterrándola en polvo de nieve. Dejé el collar sobre su pecho y huí de vuelta a la calle, a confundirme con los muros de la ciudad y a esconderme en sus silencios, rehuyendo mi reflejo en los escaparates por temor a encontrarme con un extraño.

Poco después, acallando las campanas de Navidad, se escucharon de nuevo las sirenas y un enjambre de ángeles negros se extendió sobre el cielo escarlata de Barcelona, desplomando columnas de bombas que nunca se verían tocar el suelo.

 

 

Alicia, al Alba.

Carlos Ruiz Zafón.

 

 

 

 

Autor del 18 de Septiembre del 2019

Tomás de Iriarte.

El burro flautista.

 

Esta fabulilla,

salga bien o mal,

me ha ocurrido ahora

por casualidad.

Cerca de unos prados

que hay en mi lugar,

pasaba un borrico

por casualidad.

Una flauta en ellos

halló, que un zagal

se dejó olvidada

por casualidad.

Acercóse a olerla

el dicho animal,

y dio un resoplido

por casualidad.

En la flauta el aire

se hubo de colar,

y sonó la flauta

por casualidad.

«¡Oh!», dijo el borrico,

«¡qué bien sé tocar!

¡y dirán que es mala

la música asnal!».

Sin reglas del arte,

borriquitos hay

que una vez aciertan

por casualidad.

 

 

El burro flautista.

Tomás de Iriarte.

 

***

 

Tomás de Iriarte.

La Primavera.

(Tonadilla pastoril)

 

Ya alegra la campiña

la fresca primavera;

el bosque y la pradera

renuevan su verdor.

Con silbo de las ramas

los árboles vecinos

acompañan los trinos

del dulce ruiseñor.

Este es el tiempo, Silvio,

el tiempo del amor.

 

Escucha cual susurra

el arroyuelo manso;

al sueño y al descanso

convida su rumor.

¡Qué amena está la orilla!

¡Qué clara la corriente!

¿Cuándo exhaló el ambiente

más delicioso olor?

Este es el tiempo, Silvio,

el tiempo del amor.

 

Más bulla y más temprana

alumbra ya la aurora;

el sol los campos dora

con otro resplandor.

Desnúdanse los montes

del duro y triste hielo,

y vístese ya el cielo

de más vario color.

Este es el tiempo, Silvio,

el tiempo del amor.

 

Las aves se enamoran,

los peces, los ganados,

y aun se aman enlazados

el árbol y la flor.

Naturaleza toda,

cobrando nueva vida,

aplaude la venida

de mayo bienhechor.

Este es el tiempo, Silvio,

el tiempo del amor.

 

 

La Primavera.

Tomás de Iriarte.

 

***

 

Tomás de Iriarte.

El galán y la dama.

 

Cierto galán a quien París aclama,

petimetre del gusto más extraño,

que cuarenta vestidos muda al año

y el oro y plata sin temor derrama,

 

celebrando los días de su dama,

unas hebillas estrenó de estaño,

sólo para probar con este engaño

lo seguro que estaba de su fama.

 

«¡Bella plata! ¡Qué brillo tan hermoso!»,

dijo la dama, «¡viva el gusto y numen

del petimetre en todo primoroso!»

 

Y ahora digo yo: «Llene un volumen

de disparates un autor famoso,

y si no le alabaren, que me emplumen».

 

 

El galán y la dama.

Tomás de Iriarte.

 

 

Autor del día 11 de Septiembre del 2019

Manuel Mujica Láinez.

El hombrecito del azulejo.

 

Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta: 

-Esta noche será la crisis.

 

-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos. 

-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…

 

Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz. 

Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.

 

El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato. 

Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.

 

-¡Martinito! ¡Martinito! 

El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.

 

Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala. 

Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.

 

El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras, ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es. 

Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.

 

Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida. 

Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.

 

La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón. 

La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.

 

-Madame la Mort… 

A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.

 

-Madame la Mort… 

La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.

 

-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto. 

Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.

 

Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice? 

La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.

 

Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece corneteando… 

La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.

 

Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, “bastante diferentes, n’est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay”, sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones. 

Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.

 

La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe. 

-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.

 

Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo. 

-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.

Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.

 

Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal. 

Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.

 

El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna: 

-¡Ahí va algo, abarájenlo!

 

Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

 

 

El hombrecito del azulejo. 

Manuel Mujica Láinez.

 

***

 

Manuel Mujica Láinez.

Narciso.

 

Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo. 

Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.

 

Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador. 

Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.

 

Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono. 

Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.

 

Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna -y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles- cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal. 

Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.

 

 

Narciso.

Manuel Mujica Láinez.

 

***

 

Manuel Mujica Láinez.

El ilustre amor.

 

En el aire fino, mañanero, de abril, avanza oscilando por la Plaza Mayor la pompa fúnebre del quinto Virrey del Río de la Plata. Magdalena la espía hace rato por el entreabierto postigo, aferrándose a la reja de su ventana. Traen al muerto desde la que fue su residencia del Fuerte, para exponerle durante los oficios de la Catedral y del convento de las monjas capuchinas. Dicen que viene muy bien embalsamado, con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto el espadín. También dicen que se le ha puesto la cara negra.

A Magdalena le late el corazón locamente. De vez en vez se lleva el pañuelo a los labios. Otras, no pudiendo dominarse, abandona su acecho y camina sin razón por el aposento enorme, oscuro. El vestido enlutado y la mantilla de duelo disimulan su figura otoñal de mujer que nunca ha sido hermosa. Pero pronto regresa a la ventana y empuja suavemente el tablero. Poco falta ya. Dentro de unos minutos el séquito pasará frente a su casa. 

Magdalena se retuerce las manos. ¿Se animará, se animará a salir?

 

Ya se oyen los latines con claridad. Encabeza la marcha el deán, entre los curas catedralicios y los diáconos cuyo andar se acompasa con el lujo de las dalmáticas. Sigue el Cabildo eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de las cofradías. Algunos esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de Magdalena. Por encima de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo. Tendrá que ser ahora. Magdalena ahoga un grito, abre la puerta y sale. 

Afuera, la Plaza inmensa, trémula bajo el tibio sol, está inundada de gente. Nadie quiso perder las ceremonias. El ataúd se balancea como una barca sobre el séquito despacioso. Pasan ahora los miembros del Consulado y los de la Real Audiencia, con el regente de golilla. Pasan el Marqués de Casa Hermosa y el secretario de Su Excelencia y el comandante de Forasteros. Los oficiales se turnan para tomar, como si fueran reliquias, las telas de bayeta que penden de la caja. Los soldados arrastran cuatro cañones viejos. El Virrey va hacia su morada última en la Iglesia de San Juan.

 

Magdalena se suma al cortejo llorando desesperadamente. El sobrino de Su Excelencia se hace a un lado, a pesar del rigor de la etiqueta, y le roza un hombro con la mano perdida entre encajes, para sosegar tanto dolor. Pero Magdalena no calla. Su llanto se mezcla a los latines litúrgicos, cuya música decora el nombre ilustre: “Excmo. Domino Pedro Melo de Portugal et Villena, militaris ordinis Sancti Jacobi…” 

El Marqués de Casa Hermosa vuelve un poco la cabeza altiva en pos de quién gime así. Y el secretario virreinal también, sorprendido. Y los cónsules del Real Consulado. Quienes más se asombran son las cuatro hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas jóvenes cuyos maridos desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.

 

-¿Qué tendrá Magdalena? 

-¿Qué tendrá Magdalena?

 

-¿Cómo habrá venido aquí, ella que nunca deja la casa?

Las otras vecinas lo comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de los largos rosarios.

 

-¿Por qué llorará así Magdalena? 

A las cuatro hermanas ese llanto y ese duelo las perturban. ¿Qué puede importarle a la mayor, a la enclaustrada, la muerte de don Pedro? ¿Qué pudo acercarla a señorón tan distante, al señor cuyas órdenes recibían sus maridos temblando, como si emanaran del propio Rey? El Marqués de Casa Hermosa suspira y menea la cabeza. Se alisa la blanca peluca y tercia la capa porque la brisa se empieza a enfriar.

 

Ya suenan sus pasos en la Catedral, atisbados por los santos y las vírgenes. Disparan los cañones reumáticos, mientras depositan a don Pedro en el túmulo que diez soldados custodian entre hachones encendidos. Ocupa cada uno su lugar receloso de precedencias. En el altar frontero, levántase la gloria de los salmos. El deán comienza a rezar el oficio. 

Magdalena se desliza quedamente entre los oidores y los cónsules. Se aproxima al asiento de dosel donde el decano de la Audiencia finge meditaciones profundas. Nadie se atreve a protestar por el atentado contra las jerarquías. ¡Es tan terrible el dolor de esta mujer!

 

El deán, al tornarse con los brazos abiertos como alas, para la primera bendición, la ve y alza una ceja. Tose el Marqués de Casa Hermosa, incómodo. Pero el sobrino del Virrey permanece al lado de la dama cuitada, palmeándola, calmándola. 

Sólo unos metros escasos la separan del túmulo. Allá arriba, cruzadas las manos sobre el pecho, descansa don Pedro, con sus trofeos, con sus insignias.

 

-¿Qué le acontece a Magdalena? 

Las cuatro hermanas arden como cuatro hachones.

 

Chisporrotean, celosas. 

-¿Qué diantre le pasa? ¿Ha extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo, algo muy íntimo, entre ella y el Virrey? Pero no, no, es imposible… ¿cuándo?

 

Don Pedro Melo de Portugal y Villena, de la casa de los duques de Braganza, caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara en ejercicio, primer caballerizo de la Reina, virrey, gobernador y capitán general de las Provincias del Río de la Plata, presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, duerme su sueño infinito, bajo el escudo que cubre el manto ducal, el blasón con las torres y las quinas de la familia real portuguesa. Indiferente, su negra cara brilla como el ébano, en el oscilar de las antorchas.

Magdalena, de rodillas, convulsa, responde a los Dominus vobis cum.

 

Las vecinas se codean: 

¡Qué escándalo! Ya ni pudor queda en esta tierra… ¡Y qué calladito lo tuvo!

 

Pero, simultáneamente, infíltrase en el ánimo de todos esos hombres y de todas esas mujeres, como algo más recio, más sutil que su irritado desdén, un indefinible respeto hacia quien tan cerca estuvo del amo.

La procesión ondula hacia el convento de las capuchinas de Santa Clara, del cual fue protector Su Excelencia. Magdalena no logra casi tenerse en pie. La sostiene el sobrino de don Pedro, y el Marqués de Casa Hermosa, malhumorado, le murmura desflecadas frases de consuelo. Las cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.

 

¡Mosca muerta! ¡Mosca muerta! ¡Cómo se habrá reído de ellas, para sus adentros, cuando le hicieron sentir, con mil alusiones agrias, su superioridad de mujeres casadas, fecundas, ante la hembra seca, reseca, vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que jamás salía del caserón paterno de la Plaza Mayor! ¿Iría el Virrey allí? ¿Iría ella al Fuerte? 

¿Dónde se encontrarían?

 

-¿Qué hacemos? -susurra la segunda. 

Han descendido el cadáver a su sepulcro, abierto junto a la reja del coro de las monjas. Se fue don Pedro, como un muñeco suntuoso. Era demasiado soberbio para escuchar el zumbido de avispas que revolotea en torno de su magnificencia displicente.

 

Despídese el concurso. El regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace una reverencia grave, sin saber por qué. Las cuatro hermanas la rodean, sofocadas, quebrado el orgullo. También los maridos, que se doblan en la rigidez de las casacas y ojean furtivamente alrededor. 

Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran. Es como si un pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.

 

Claro que de estas cosas no se hablará. No hay que hablar de estas cosas. Magdalena atraviesa el zaguán de su casa, erguida, triunfante. Ya no la dejará. Hasta el fin de sus días vivirá encerrada, como un ídolo fascinador, como un objeto raro, precioso, casi legendario, en las salas sombrías, esas salas que abandonó por última vez para seguir el cortejo mortuorio de un Virrey a quien no había visto nunca.

 

 

El ilustre amor.

Manuel Mujica Láinez.

 

 

 

***

 

Manuel Mujica Láinez.

El hambre.

 

Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.

Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.

Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el Ave María heráldico del fundador.

El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.

¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?

El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay… no lo hay… Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.

El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces…

Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas… Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más…

Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.

Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.

A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester…

Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.

El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.

Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación… Si el genovés se fuera de una vez por todas… de una vez por todas… ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad…

No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y, al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse.

El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

 

 

El hambre.

Manuel Mujica Láinez.

Autor del 11 de sep 2019
Autor del 18 de sep 2019
Autor del 25 de Septiembre del 2019
Autor del 4 de sep 2019
Autor del 28 de Agosto
Autor 21 de agosto 2019
Autora del 14 de agosto del 2019

AUTOR DEL 4 DE SEPTIEMBRE DEL 2019
Antonin Artaud.

Los enfermos y los médicos.

 

La enfermedad es un estado,

la salud no es sino otro,

más desagraciado,

quiero decir más cobarde y más mezquino.

     No hay enfermo que no se haya agigantado, no hay sano que un buen día

no haya caído en la traición, por no haber querido estar enfermo,

como algunos médicos que soporté.

 

     He estado enfermo toda mi vida y no pido más que continuar estándolo,

pues los estados de privación de la vida me han dado siempre mejores indicios

sobre la plétora de mi poder que las creencias pequeño burguesas de que:

     BASTA LA SALUD

 

     Pues mi ser es bello pero espantoso. Y sólo es bello porque es espantoso.

     Espantoso, espanto, formado de espantoso.

 

     Curar una enfermedad es criminal

     Significa aplastar la cabeza de un pillete mucho menos codicioso que la vida

     Lo feo con-suena . Lo bello se pudre.

 

Pero, enfermo, no significa estar dopado con opio, cocaína o morfina.

Y es necesario amar el espanto de las fiebres.

la ictericia y su perfidia

mucho más que toda euforia.

 

Entonces la fiebre, la fiebre ardiente de mi cabeza,

-pues estoy en estado de fiebre ardiente desde hace cincuenta años que tengo de vida-

     me dará

     mi opio,

     -este ser-

    éste

cabeza ardiente que llegaré a ser, opio de la cabeza a los pies.

Pues,

la cocaína es un hueso,

la heroína, un superhombre de hueso.

 

Ca itrá la sará cafena

Ca itrá la sará cafá

 

y el opio es esta cueva

esta momificación de sangre cava ,

este residuo de esperma de cueva,

esta excrementación de viejo pillete,

esta desintegración de un viejo agujero,

esta excrementación de un pillete,

minúsculo pillete de ano sepultado,

cuyo nombre es:

mierda, pipí,

Con-ciencia de las enfermedades.

Y, opio de padre a higa,

higa, que a su vez, va de padre a hijo,-

es necesario que su polvillo vuelva a ti

cuando tu sufrir sin lecho sea suficiente.

 

Por eso considero

que es a mí, enfermo perenne,

a quien corresponde curar a todos los médicos,

-que han nacido médicos por insuficiencia de enfermedad-

y no a médicos ignorantes de mis estados espantosos de enfermo,

imponerme su insulinoterapia,

salvación de un mundo postrado.

 

 

Los enfermos y los médicos.

Antonin Artaud.

 

Versión de Aldo Pellegrini

 

 

***

 

Antonin Artaud.

Poeta negro.

 

Poeta negro, un seno de doncella

te obsesiona

poeta amargo, la vida bulle

y la ciudad arde,

y el cielo se resuelve en lluvia,

y tu pluma araña el corazón de la vida.

 

Selva, selva, hormiguean ojos

en los pináculos multiplicados;

cabellera de tormenta, los poetas

montan sobre caballos, perros.

 

Los ojos se enfurecen, las lenguas giran

el cielo afluye a las narices

como azul leche nutricia;

estoy pendiente de vuestras bocas

mujeres, duros corazones de vinagre.

 

 

Poeta negro.

Antonin Artaud.

 

Versión de Aldo Pellegrini

 

 

***

 

Antonin Artaud.

Descripción de un estado físico.

 

Una sensación de quemadura ácida en los miembros,

músculos retorcidos e incendiados, el sentimiento de ser un vidrio frágil,

un miedo, una retracción ante el movimiento y el ruido.

Un inconsciente desarreglo al andar, en los gestos,

en los movimientos.

Una voluntad tendida en perpetuidad para los más simples gestos,

la renuncia al gesto simple, una fatiga sorprendente y central,

una suerte de fatiga aspirante. Los movimientos a rehacer,

una suerte de fatiga mortal, de fatiga espiritual

en la más simple tensión muscular, el gesto de tomar, de prenderse inconscientemente

a cualquier cosa, sostenida por una voluntad aplicada.

        

         Una fatiga de principio del mundo, la sensación de estar cargando el cuerpo, un sentimiento de increíble fragilidad,

que se transforma en rompiente dolor, un estado de entorpecimiento doloroso, de entorpecimiento localizado en la piel,

que no prohíbe ningún movimiento, pero que cambia el sentimiento interno de un miembro, y a la simple posición vertical

le otorga el premio de un esfuerzo victorioso.

Localizado probablemente en la piel, pero sentido como la supresión radical de un miembro y presentando al cerebro sólo imágenes de miembros filiformes y algodonosos, lejanas imágenes de miembros nunca

en su sitio.

La suerte de ruptura interna de la correspondencia de todos los nervios.

         

            Un vértigo en movimiento, una especie de caída oblicua acompañando cualquier esfuerzo, una coagulación de calor

que encierra toda la extensión del cráneo, o se rompe a pedazos, placas de calor nunca quietas.

Una exacerbación dolorosa del cráneo, una cortante presión de los nervios, la nuca empeñada en sufrir, las sienes que se cristalizan o se petrifican, una cabeza hollada por caballos.

           

           Ahora tendría que hablar de la descoporización de la realidad, de esa especie de ruptura aplicada, que parece multiplicarse ella misma entre las cosas y el sentimiento que producen en nuestro espíritu, el sitio que se toman. Esta clasificación instantánea

de las cosas en las células del espíritu, existe no tanto como un orden lógico, sino como un orden sentimental, afectivo.

Que ya no se hace: las cosas no tienen ya olor, no tienen sexo.

Pero su orden lógico a veces se rompe por su falta de aliento afectivo.

Las palabras se pudren en el llamado inconsciente del cerebro, todas las palabras por no importa qué operación mental,

y sobre todo aquellas que tocan los resortes más habituales, los más activos del espíritu.

 

           Un vientre aplanado.

Un vientre de polvo fino y como en foco. Debajo del vientre una granada reventada.

La granada expande un flujo de copos que se eleva como lenguas de fuego, un fuego helado.   El flujo se

          agarra del vientre y lo hace girar.

Pero el vientre no da más vueltas. Son venas de sangre como vino, de sangre combinada con azufre y azafrán pero con un azufre endulzado con agua.

 

          Sobre el vientre sobresalen los senos. Y más hacia arriba y en profundidad, pero en otro plano del espíritu un sol enardecido de manera que se podría pensar que es el seno el que arde. Y un pájaro

         al pie de la granada.

El sol parece que tuviera una mirada.

Pero una mirada que estaría mirando el sol.

Y el aire todo es una como una melodía gélida pero una extensa, honda melodía bien compuesta

          y secreta y colmada de ramificaciones congeladas.

Y todo construido con columnas, y con una especie de aguada arquitectónica que une el vientre

          con la realidad.

La tela está ahuecada y estratificada.

La pintura está muy prensada a la tela.

Es como un círculo que se cierra sobre sí mismo, una suerte de abismo

en movimiento que se parte por el medio.

Es como un espíritu que se ve y se ahueca, está modelado y trabajado

sin cesar por las manos crispadas del espíritu.

          

           Mientras tanto el espíritu siembra su fósforo. El espíritu está seguro. Tiene un pie bien apoyado

           en este mundo.

El vientre, los senos, la granada, son como evidencias testimoniales de la realidad. Hay un pájaro muerto y hay un abundante surgimiento de columnas.

El aire está plagado de golpes de lápices como de golpes de cuchillos, como de esquirlas de uña mágica.

El aire está suficientemente alterado.

Así donde germina una semilla de irrealidad se dispone en células.

Las células se colocan cada una en su lugar, en abanico, rodeando el vientre,

delante del sol más lejos del pájaro y sobre ese flujo de agua sulfurosa.

Pero la arquitectura que sostiene y no dice nada es indiferente a las células.

Cada célula contiene un huevo donde se destaca el germen.

Repentinamente nace un huevo en cada célula.

En cada uno hay un hormigueo inhumano pero límpido,

las diversificaciones de un universo detenido.

Cada célula contiene bien su huevo y nos lo ofrece; pero al huevo no le importa demasiado

                 ser elegido o rechazado.

Algunas células no llevan huevo. En algunas crece una espiral.

Y en el aire cuelga una espiral más grande pero como azufrada, de fósforo todavía y cubierta

                 de irrealidad.

Y esta espiral tiene toda la relevancia del pensamiento más potente.

El vientre lleva a recordar la cirugía y la Morgue, la bodega, la plaza pública y la mesa de

                operaciones.

El cuerpo del vientre parece tallado en granito o en mármol o en yeso, pero un yeso

                endurecido.

Hay un casillero para una montaña.

Las burbujas del cielo dibuja sobre la montaña

una aureola fresca y translúcida. Alrededor de la montaña el aire es sonoro, compasivo,

                antiguo, prohibido.

La entrada a la montaña está prohibida. La montaña tiene su lugar en el alma.

Ella es el horizonte de algo que no deja de retroceder.

Produce la impresión del horizonte infinito.

Y yo describo con lágrimas esta pintura porque esta pintura me toca el corazón.

En ella siento desplegarse mi pensamiento como en un espacio ideal, absoluto, pero un espacio

                que tendría una forma posible de ser insertada en la realidad.

Caigo en ella del cielo.

Y alguna de mis fibras se desata y encuentra un lugar en determinados casilleros.

A ella regreso como a mi fuente,

allí siento el lugar y la disposición de mi espíritu.

El que ha pintado esa tela es el más grande pintor del mundo.

A André Mason lo que es justo.

 

 

Descripción de un estado físico.

Antonin Artaud.

 

Versión de L.S.

 

 

***

 

Antonin Artaud.

Texto surrealista.

 

El mundo físico todavía está allí. Es el parapeto del yo el que mira y sobre el cual ha quedado un pez color ocre rojizo, un pez hecho de aire seco, de una coagulación de agua que refluye.Pero algo sucedió de golpe.

Nació una arborescencia quebradiza, con reflejos de frentes, gastados, y algo como un ombligo perfecto, pero vago y que tenía color de sangre aguada y por delante era una granada que derramaba también sangre mezclada con agua, que derramaba sangre cuyas líneas colgaban; y en esas líneas, círculos de senos trazados en la sangre del cerebro.

Pero el aire era como un vacío aspirante en el cual ese busto de mujer venía en el temblor general, en las sacudidas de ese mundo vítreo, que giraba en añicos de frentes, y sacudía su vegetación de columnas, sus nidadas de huevos, sus nudos en espiras, sus montañas mentales, sus frontones estupefactos. Y, en los frontones de las columnas, soles habían quedado aprisionados al azar, soles sostenidos por chorros de aire como si fueran huevos, y mi frente separaba esas columnas, y el aire en copos y los espejos

de soles y las espiras nacientes, hacia la línea preciosa de los seno, y el hueco del ombligo, y el vientre que faltaba.

Pero todas las columnas pierden sus huevos, y en la ruptura de la línea de las columnas nacen huevos en ovarios, huevos en sexos invertidos.

La montaña está muerta, el aire esta eternamente muerto. En esta ruptura decisiva de un mundo, todos los ruidos están aprisionados en el hielo; y el esfuerzo de mi frente se ha congelado.

Pero bajo el hielo un ruido espantoso atravesado por capullos de fuego rodea el silencio del vientre desnudo y privado de hielo,

y ascienden soles dados vuelta y que se miran, lunas negras, fuegos terrestres, trombas de leche.

La fría agitación de las columnas divide en dos mi espíritu, y yo toco el sexo mío, el sexo de lo bajo de mi alma, que surge como un triángulo en llamas.

 

 

Texto surrealista.

Antonin Artaud.

 

Versión de Aldo Pellegrini

AUTOR DEL 28 DE AGOSTO DEL 2019

Johann Wolfgang von Goethe.

A la Luna.

 

 

¡Oh tú, la hermana de la luz primera,

símbolo del amor en la tristeza!

Ciñe tu rostro encantador la bruma,

orlada de argentados resplandores;

Tu sigiloso paso de los antros

durante el día cerrados cual sepulcros,

a los tristes fantasmas despabila,

y a mí también y a las nocturnas aves.

Tu mirada domina escrutadora

y señorea el dilatado espacio.

¡Oh, elévame hasta ti, ponme a tu vera!

No niegues a mi ensueño esta ventura;

y en plácido reposo el caballero

pueda ver a hurtadillas de su amada,

las noches tras los vidrios enrejados.

Del contemplar la dicha incomparable,

de la distancia los tormentos calma,

yo tus rayos de luz concentro, ¡oh luna!,

y mi mirada aguzo, escrutadora;

poco a poco voy viendo los contornos

del bello cuerpo libre de tapujos,

y hacia él me inclino, tierno y anhelante,

cual tú hacia el de Endimión en otro tiempo.

 

 

A la Luna.

Johann Wolfgang von Goethe. 

 

 

***

 

Johann Wolfgang von Goethe. 

¡La encontré!

 

 

Era en un bosque: absorto

pensaba andaba

sin saber ni qué cosa

por él buscaba.

 

Vi una flor a la sombra,

luciente y bella,

cual dos ojos azules,

cual blanca estrella.

 

Voy a arrancarla, y dulce

diciendo la hallo:

«¿Para verme marchita

rompes mi tallo?»

 

Cavé en torno y toméla

con cepa y todo,

y en mi casa la puse

del mismo modo.

 

Allí volví a plantarla

quieta y solita,

y florece y no teme

verse marchita.

 

 

¡La encontré!

Johann Wolfgang von Goethe. 

 

***

 

Johann Wolfgang von Goethe.

Secreto.

 

Son los ojos de la amada

pasmo cierto de las gentes;

yo, que todo lo conozco,

sé muy bien lo que me advierten.

Dicen ellos: -A este adoro,

a este sólo, a nadie más;

cesen pues, oh buenas gentes,

vuestro pasmo, vuestro afán.

Sí, con brillo poderoso

resplandecen en redor;

y es que quieren anunciarme

la hora dulce del amor.

 

 

Secreto.

Johann Wolfgang von Goethe. 

 

***

 

Johann Wolfgang von Goethe. 

        La fuerza de la costumbre.

 

¡Amé ya antes de ahora, mas ahora es cuando amo!

Antes era el esclavo; ahora el servidor soy.

De todos el esclavo en otro tiempo era;

a una beldad tan solo mi vasallaje doy;

que ella también me sirve, gustosa, a fuer de arnante,

¿cómo con otra alguna a complacerme voy?

 

¡Creer imaginaba, pero ahora es cuando creo!

Y aunque raro parezca y hasta vituperable,

a la creyente grey muy gustoso me adhiero;

que al través de mil fuertes duras contrariedades,

de muy graves apuros e inminentes peligros,

todo de pronto leve se me hizo y tolerable.

 

¡Comidas hacía antes, pero ahora es cuando como!

Buen humor y alegría bulléndome en el cuerpo,

al sentarme a la mesa todo pesar olvido.

Engulle aprisa el joven y se va de bureo;

a mí, en cambio, me place yantar en sitio alegre;

saboreo los manjares y en su olor me recreo.

 

¡Antaño bebí, hoy es cuando bebo a gusto!

El vino nos eleva, nos hace soberanos

y las lenguas esclavas desata y manumite.

Sí, sedante bebida no escatiméis, hermanos,

que si del rancio vino los toneles se agotan,

ya en la bodega el nuevo mosto se está enranciando.

 

La danza practiqué e hice su panegírico,

y en cuanto oía sonar la invitación al baile

ya estaba yo marcando mis honestas posturas.

Y aquel que muchas flores cortó primaverales,

por más que todas ellas a guardar no acertara,

siempre le queda, al menos, un ramo razonable.

 

¡Sus, y a la obra de nuevo! No pienses ni caviles;

que quien amar no sabe a las floridas rosas

solo encuentra después espinas que le pinchen.

Del sol, hoy como ayer, fulge la enorme antorcha;

de las cabezas bajas aléjate prudente,

y haz que tu vida empiece de nuevo a cada hora.

 

 

La fuerza de la costumbre.

Johann Wolfgang von Goethe. 





AUTOR DEL 21 DE AGOSTO DEL 2019

Emilio Salgari.

Los piratas de Mompracem (Sandokán).

 

En la noche del 20 de diciembre de 1849 un violentísimo huracán azotaba a Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles piratas situa-da en el mar de la Malasia, a pocos cen¬tenares de kilómetros de las costas occidentales de Borneo.

Empujadas por un viento irresistible, co¬rrían por el cielo negras masas de nubes que de cuando en cuando dejaban caer furiosos aguaceros, y el brami¬do de las olas se confundía con el ensordecedor ruido de los truenos.

    Ni en las cabañas alineadas al fondo de la bahía, ni en las fortificaciones que la defendían, ni en los barcos anclados al otro lado de la escollera, ni en los bosques se distinguía luz alguna. Sólo en la cima de una roca elevadísima, cortada a pique sobre el mar, brillaban dos ventanas intensamente iluminadas.

    ¿Quién, a pesar de la tempestad, velaba en la isla de los sanguinarios piratas?

En un verdadero laberinto de trincheras hundidas, cerca de las cuales se veían armas quebradas y huesos humanos, se alzaba una amplia y sólida construcción, sobre la cual ondeaba una gran bandera roja con una cabeza de tigre en el centro.

    Una de las habitaciones estaba iluminada. En me¬dio de ella había una mesa de ébano con botellas y va¬sos del cristal más puro; en las esquinas, grandes vitrinas medio rotas, repletas de anillos, brazaletes de oro, me¬dallones, preciosos objetos sagrados, perlas, esmeraldas, rubíes y diamantes que brillaban como soles bajo los ra¬yos de una lámpara dorada que colgaba del techo.

    En indescriptible confusión, se veían obras de pin¬tores famosos, carabinas indias, sables, cimitarras, puña¬les y pistolas.

    Sentado en una poltrona coja había un hombre. Era de alta estatura, musculoso, de facciones enérgicas de extraña belleza. Sobre los hombros le caían los largos cabellos negros y una barba oscura enmarcaba su rostro de color ligeramente bronceado. Tenía la frente amplia, un par de cejas enormes, boca pequeña y ojos muy ne¬gros, que obligaban a bajar la vista a quienquiera los mi¬rase.

    De pronto echó hacia atrás sus cabellos, se asegu¬ró en la cabeza el turbante adornado con un espléndido diamante, y se levantó con una mirada tétrica y amena¬zadora.

    —¡Es ya medianoche —murmuró— y todavía no vuelve!

    Abrió la puerta, caminó con paso firme por entre las trincheras y se detuvo al borde de la gran roca, en cuya base rugía el mar. Permaneció allí durante algunos instantes con los brazos cruzados; al rato se retiró y vol¬vió a entrar en la casa.

    —¡Qué contraste! —exclamó—. ¡Fuera el huracán y yo acá dentro! ¿Cuál de las dos tempestades es más te¬rrible?

    Se quedó un rato escuchando por la puerta entre¬abierta, y por fin salió a toda prisa hacia el extremo de la roca.

    A la rápida claridad de un relámpago vio un barco pequeño con las velas casi amainadas, que entraba en la bahía.

    —¡Es él! —murmuró emocionado—. Ya era tiempo. Cinco minutos después, un hombre envuelto en una capa que estilaba se le acercó.

    —¡Yáñez! —dijo el del turbante, abrazándolo.

    —¡Sandokán! —exclamó el recién llegado, con mar¬cadísimo acento extranjero—. ¡Qué noche infernal, her¬mano mío!

    Entraron en la habitación. Sandokán llenó dos va¬sos.

    —¡Bebe, mi buen Yáñez!

    —-¡A tu salud, Sandokán!

    Vaciaron los vasos y se sentaron a la mesa.

    El recién llegado era un hombre de unos treinta y tres años, es decir, un poco mayor que su compañero, y de estatura mediana, robusto, de piel muy blanca, fac¬ciones regulares, ojos grises y astutos, labios burlones, que indicaban una voluntad de hierro.

    —¿Viste a la muchacha de los cabellos de oro? —preguntó Sandokán con cierta emoción.

    —No, pero sé cuanto quería saber.

    —¿No fuiste a Labuán?

    —Sí, pero ya sabes que esas costas están vigiladas por los cruceros ingleses y se hace difícil el desembarco para gentes de nuestra especie. Pero te diré que la muchacha es una criatura maravillosamente bella, capaz de embrujar al pirata más formidable. Me han dicho que tie¬ne rubios los cabellos, los ojos más azules que el mar y la piel blanca como el alabastro. Algunos dicen que es hija de un lord, y otros, que es nada menos que parien¬te del gobernador de Labuán.

    El pirata no habló. Se levantó bruscamente, presa de gran agitación. Su frente se había contraído, de sus ojos salían relámpagos de luz sombría, tenía los labios apreta¬dos. Era el jefe de los feroces piratas de Mompracem; era el hombre que hacía diez años ensangrentaba las costas de la Malasia; el hombre que libraba batallas terribles en todas partes; el hombre cuya audacia y valor indómito le valieron el sobrenombre de Tigre de la Malasia.

    —Yáñez —dijo—, ¿qué hacen los ingleses en La¬buán?

    —Se fortifican.

    —Quizás traman algo contra mí.

    —Eso creo.

    —¡Pues que se atrevan a levantar un dedo contra mi isla de Mompracem! ¡Que prueben a desafiar a los piratas en su propia madriguera! El Tigre los destruirá y beberá su sangre. Dime, ¿qué dicen de mí?

    —Que ya es hora de concluir con un pirata tan atre¬vido.

    —¿Me odian mucho?

    —Tanto que perderían todos sus barcos con tal de poder ahorcarte. Hermanito mío, hace muchos años que vienes cometiendo fechorías. Todas las costas tienen re¬cuerdos de tus correrías; todas sus aldeas han sido saquea¬das por ti; todos los fuertes tienen señales de tus balas, y el fondo del mar está erizado de barcos que has echado a pique.

    —Es verdad, pero ¿de quién ha sido la culpa? ¿Es que los hombres de raza blanca han sido menos inexorables conmigo? ¿No me destronaron con el pretexto de que me hacía poderoso y temible? ¿No asesinaron a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas? ¿Qué daño les había cau¬sado yo? ¡Los blancos no tenían queja alguna contra mí! ¡Ahora los odio, sean españoles, holandeses, ingleses o portugueses, tus compatriotas, y me vengaré de ellos de un modo terrible! Así lo juré sobre los cadáveres de mi familia y mantendré mi juramento. Sí, he sido despiadado con mis enemigos. Sin embargo, alguna voz se levantará para decir que también he sido generoso.

    —No una, sino cientos; con los débiles has sido qui¬zás demasiado generoso —dijo Yáñez—. Lo dirán las mujeres que han caído en tu poder y a quienes, a ries¬go de que echaran a pique tu barco, llevaste a los puer¬tos de los hombres blancos. Lo dirán las débiles tribus que defendiste contra los fuertes; los pobres marineros náufragos a quienes salvaste de las olas y colmaste de regalos, y miles de otros que no olvidarán nunca tus be¬neficios, Sandokán. Pero, ¿qué quieres decir con todo esto?

    El Tigre de la Malasia no contestó. Se paseaba con los brazos cruzados y la cabeza inclinada. ¿Qué pensa¬ba? El portugués Yáñez no podía adivinarlo, a pesar de conocerlo hacía muchos años.

    Ante el silencio de su amigo, Yáñez se dirigió ha¬cia una puerta escondida tras una tapicería.

    —Buenas noches, hermanito —dijo.

    Al oír estas palabras, Sandokán se estremeció y de¬tuvo con un gesto al portugués.

    —Quiero ir a Labuán, Yáñez.

    —¡A Labuán, tú!

    —¿Por qué te sorprendes?

    —Porque es una locura ir a la madriguera de tus enemigos más encarnizados. ¡No tientes a la fortuna! Los ingleses no esperan otra cosa que tu muerte para arro¬jarse sobre tus tigrecitos y destruirlos.

    —¡Pero antes encontrarán al Tigre! —exclamó San¬dokán, temblando de ira.

    —Sí, pero nuevos enemigos se arrojarán contra ti. Caerán muchos leones ingleses, pero también morirá el Tigre.

    Sandokán dio un salto hacia adelante con los labios contraídos por el furor y los ojos inflamados, pero todo fue un relámpago. Se sentó ante la mesa, bebió de un sorbo un vaso colmado de licor, y dijo con voz perfec¬tamente tranquila:

    —Tienes razón, Yáñez. Sin embargo, mañana iré a Labuán. Una voz me dice que he de ver a la muchacha de los cabellos de oro. Y ahora, ¡a dormir, hermanito!

AUTORA DEL 14 DE AGOSTO DEL 2019

Sibilla Aleramo.

Otra vez Marzo nos encuentra.

 

Otra vez marzo nos encuentra,

es de nuevo primavera,

otra vez con sus cielos leves,

la tierna luz y la fragancia del viento,

y aquello que nos une,

arcana claridad

antiguo es, y no obstante joven,

dulce temblor de aire

y quieta voluntad del hado

juntos nos mantiene, y marzo nos encuentra,

una vez más es primavera.

 

 

Otra vez marzo nos encuentra.

Sibilla Aleramo.

 

Traducción Carlos Vitale.

 

 

***

 

Sibilla Aleramo.

Angustia.

 

¡Angustia furiosa

por toda la riada de vida

que nadie con brazo fuerte contiene!

 

¡Angustia angustia

caminar río rugiente de amor

en la nocturna indiferencia del mundo!

 

 

Angustia.

Sibilla Aleramo.

 

Traducción Carlos Vitale.

 

 

***

 

Sibilla Aleramo.

un don eras de los ddioses.

 

Imágenes resurgen en el viento,

nuevo el tiempo regresa,

un don eras para la vista y el corazón

cuando desnudo corrías por el estadio desierto

en las mañanas de Delfos,

alta la frente al viento de abril,

como una pura estrofa

sonreías a los Dioses,

sobre mí feliz

los dulces ojos posabas

más que abril alegres,

en la gran luz de la primavera

un don eras de los dioses… 

 

 

Un don eras de los Dioses.

Sibilla Aleramo.

 

Traducción Carlos Vitale.

 

 

***

 

Sibilla Aleramo.

Grave, pero como una ardiente música.

 

Grave, pero como una ardiente música,

este latir fuerte de tu vida,

y ver reflejada en tu mirada

el alma que ya tuve en mi juventud,

 

este sentirte himno y ala y luz

en el mundo que divino quieres recrear,

grave a mi corazón

este revivir en ti mi antigua fábula,

 

pero como una ardiente música.

 

 

Grave, pero como una ardiente música.

Sibilla Aleramo.

 

Traducción Carlos Vitale.

AUTOR DEL 7 DE AGOSTO DEL 2019

Roberto Cabral del Hoyo.

NO es contigo.

 

No es contigo, Señor, que con los brazos

inmóviles, abiertos, nos esperas;

a lo largo de playas y riberas

auxilias negligencias y rechazos.

 

Tú eres todo blandura de regazos

no importa para quien, y aún a las fieras

moribundas les brindas madrigueras,

tus vísceras abiertas a zarpazos.

 

¿Cómo vas a ser Tú? Si sólo sabes

de perdón; si quien sufre tiene llaves

para entrarse a dormir en tu costado.

 

No es contigo, Señor, no, no es contigo!

El pecador encuentra su castigo

en la ergástula misma del pecado.

 

 

NO es contigo.

Roberto Cabral del Hoyo.

 

***

 

Roberto Cabral del Hoyo.

Mientras enamorado.

 

Mientras enamorado me recreo

en el milagro de la dulce vida,

cantan otros su muerte apetecida,

juguetes del temor y del deseo.

 

Nadie responde a su cantar. Los veo

rondar la nube donde Dios anida,

y me conduelo del afán suicida

con que persiguen lo que yo poseo.

 

Pienso que, tras del biombo de la muerte

en vano creen, por merecida suerte,

hallarlo en los desiertos de la luna.

 

Porque el ciego y el sordo y el tullido

??amor les diera pies, ojos, oído!?

no lo van a encontrar en parte alguna.

 

 

Mientras enamorado.

Roberto Cabral del Hoyo. 

AUTOR DEL 7 DE AGOSTO DEL 2019
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